Por ANÍBAL ROMERO

5. Una guerra indetenible de aniquilación

La guerra de Troya fue un una guerra prolongada y de desgaste, que de manera gradual se convirtió en una guerra de aniquilación. El conflicto duró diez años, un extenso período de tiempo para una guerra, en especial si tomamos en cuenta que la expedición aquea desplegada ante Troya se hallaba lejos de sus lugares de origen. Fue un conflicto que se estancó, y que a pesar de todos los esfuerzos de ambos bandos no alcanzaba resolución.

Llegado el décimo año de combates, el jefe aqueo Agamenón evaluaba así el escenario: “los maderos de las naves están podridos y su cordaje deshecho, y nuestras esposas e inocentes hijos acaso nos aguardan sentados en palacio, mientras que la tarea por la que vinimos aquí permanece aún sin cumplir” (1). Es posible que del lado aqueo la guerra no haya empezado con el objetivo explícito de exterminar a los troyanos, asunto que no queda claro en la Ilíada, aunque en la Grecia Antigua muerte y esclavitud eran con frecuencia los destinos que aguardaban a los vencidos (2). Se trataba de restituir a Helena a su esposo legítimo y restaurar el orden vulnerado, a consecuencia de una potente pasión erótica. La pregunta que cabe hacerse, la pregunta que todos los lectores de la Ilíada nos hacemos es: ¿por qué los troyanos no entregaron a Helena y apartaron a Paris, admitiendo la falta y aceptando la simple y practicable solución legal, devolviendo a Helena con las compensaciones del caso? (3).

Creo que el poema procura que admitamos que en esa larga y costosa conflagración actuaban fuerzas irracionales, y que pasiones violentas y difícilmente controlables acabaron por dominar los destinos de los combatientes. Con admirable pericia literaria Homero logra describir un proceso de escalada paulatina de la guerra, es decir, de intensificación de los niveles de violencia empujada por la sed de castigo y venganza, contra enemigos a quienes se ha llegado a odiar. El poema expone cómo la violencia engendra más violencia, cómo la guerra va adquiriendo un ímpetu propio que la desliga de cálculos y objetivos precisos, y cómo el aumento de los costos en vidas y recursos produce en cada bando una profundización de los compromisos y pasiones vinculados al honor, la vergüenza y el miedo. Ello se manifiesta de la parte aquea en el deseo de no retornar con las manos vacías, y de la parte troyana en la voluntad de no someterse a un enemigo percibido como despiadado. A raíz de ello los intentos de detener la guerra no solo son infructuosos, sino que complican las cosas y aceleran la escalada de violencia.

Pocas veces es fácil poner fin a una guerra, en particular si se prolonga. Podríamos citar ejemplos recientes y recordar lo complicado que fue para los Estados Unidos dar por concluida su traumatizante experiencia bélica en Vietnam, donde perdieron sus vidas alrededor de 58.000 soldados norteamericanos y se gastaron incontables sumas de dinero, concluyendo en una debacle. Lo mismo ha ocurrido con la guerra de Irak, y todavía Washington se encuentra enmarañado en esa zona del mundo. En ambos casos, los estadounidenses descubrieron que dar inicio a una guerra es menos exigente que dejarla atrás. Una razón crucial es que los que deciden comenzar un conflicto tienen que hallar justificaciones para el mismo, con la dificultad de que el curso de los eventos toma por caminos azarosos e imprevistos.

De ese modo se desarrolló la Guerra de Troya. Homero menciona una serie de coyunturas en las que se intentó detenerla. Para explicarlas aclara que se trató de una “gran” guerra, es decir, de una guerra en la que participaron lo que para ese tiempo eran nutridos contingentes de hombres y equipos. La magnitud de estas fuerzas es un indicio de lo costoso de los enfrentamientos, que mellaron el brío de los participantes. Homero igualmente señala en qué condición anímica se hallaban los contrincantes, para el momento en que tienen lugar las negociaciones orientadas a concluir el conflicto.

En el Canto II el poema reseña el llamado “catálogo de las naves”, relatando que la expedición aquea consistió de 1.186 naves de guerra repartidas entre 29 contingentes. Estudiosos del tema han calculado que los aqueos desembarcaron unos 60.000 guerreros frente a Troya, una cantidad impresionante (4). Si bien Homero deja claro que los troyanos eran menos en número que los aqueos (5), su capacidad de resistir el asedio se explica por la situación geográfica de la ciudad, ubicada en una colina y rodeada de círculos de murallas que dificultaban los asaltos (6). Sorprende, no obstante, que mueran más troyanos que aqueos en la sangrienta contienda, ya que detrás de sus murallas los troyanos estaban protegidos. Pero el hecho es que Homero indica que estos últimos se sentían en ocasiones impelidos a salir de su ciudadela y presentar batalla, “forzados por la necesidad de proteger a sus hijos y sus mujeres” (7). ¿Acaso para buscar un enfrentamiento decisivo? No hay duda sobre esto último en cuanto a los aqueos, para quienes: “¡Es preferible morir o vivir de una vez por todas a consumirnos lenta e inútilmente en la desgarradora contienda!” (8).

En cuanto al estado anímico de los contendientes ese décimo año de guerra, el poema es inequívoco al revelar que ambos se hallaban agotados, desmoralizados y ansiosos de poner fin al conflicto (9). La guerra había sido larga e infructuosa y todos deseaban terminarla, pero los costos emocionales y materiales incurridos no permitían hacerlo de cualquier manera.

En ese marco tienen lugar eventos orientados a detener la lucha, pero que más bien dinamizan el proceso de escalada de la violencia. En primer lugar hay que mencionar un breve y curioso pasaje del Canto III, en el que se informa a Helena que “ya en una ocasión estuvo aquí… Odiseo en compañía de Menelao… en una embajada a propósito de ti”. La situación y el momento sugieren que se trató de un intento de negociación que no tuvo éxito, pero no podemos asegurarlo. El segundo episodio, más relevante, narra el duelo entre Menelao y Paris. Aqueos y troyanos alcanzan un pacto de sangre dirigido a dirimir el conflicto en el plano individual, mediante una pelea entre los dos personajes que se disputan a Helena: “¡Si Alejandro (Paris) diera muerte a Menelao, que tome a Helena con todas sus posesiones y que nosotros regresemos en las naves… Pero si es Menelao el que mata a Paris, que los troyanos devuelvan a Helena con todos sus bienes y que paguen… la compensación que sea conveniente…”. Los contrincantes se comprometen a respetar lo acordado y el duelo se lleva a cabo. Menelao parece derrotar a Paris, pero la protectora de este último, la diosa Afrodita, “lo rescató… envolviéndolo en una densa neblina y fue a depositarlo sobre un lecho de fragante perfume”. En ese lecho Helena, obligada por Afrodita, y Paris, hacen el amor, en tanto que Menelao “corría entre la multitud como una fiera salvaje” en busca de su desaparecido rival (10).

Importa destacar varios puntos. En primer término llama la atención que el procedimiento de un duelo entre Paris y Menelao no se hubiese planteado antes, como método simple para resolver una situación compleja. Pienso que estamos frente a un recurso literario destinado a lograr el efecto que el poeta persigue, es decir, resaltar el papel de fuerzas que trastocan cálculos racionales y medidas en apariencia obvias. En segundo lugar recalquemos que este episodio culmina en una escena de amor, como si Homero intentase despejar cualquier duda acerca de la conexión entre el tema de la belleza, la pasión erótica y el curso real del conflicto. Paris no se inhibe de declarar a Helena que: “Nunca antes la pasión había envuelto mis entrañas de esta manera… Así es como yo te amo ahora y me domina un dulce deseo” (11). En medio de la incertidumbre sobre el resultado del duelo, eventos impulsados por los dioses llevan a los aqueos a acusar a los troyanos de violar los pactos, y la escalada de los objetivos de guerra asciende al extremo de la aniquilación: “… a los que primero violaron los pactos, a ellos los buitres les devorarán su fresca carne, mientras que nosotros nos llevaremos en nuestras naves a sus queridas esposas y a sus tiernos hijos una vez que tomemos la ciudadela” (12). La muerte de todos sus guerreros y la esclavitud de sus mujeres y niños se perfilan para Troya como posible desenlace de la guerra.

Otro intento de detener el conflicto es narrado en el Canto VII, y de nuevo Paris juega papel relevante. Esta vez se trata de una asamblea formal del bando troyano, en la que se formula la propuesta de entregar a Helena “con todos sus bienes” a los aqueos. El príncipe troyano Anténor recuerda a los presentes: “¡Ahora estamos luchando por haber violado los pactos solemnes (relativos al duelo Paris-Menelao), y por este motivo no me cabe la esperanza de que nos suceda nada bueno si no actuamos así!”. Frente a esto Paris responde: “… lo digo rotundamente, no voy a devolver a mi esposa, pero las riquezas que me traje desde Argos a nuestro hogar pretendo devolvérselas todas (a los aqueos)…”. Príamo, su padre, no solo no le cuestiona, sino que emite órdenes para que se presente a los aqueos la propuesta de negociación en los términos decididos por su hijo (13).

¿Por qué, qué lleva a Príamo y al conjunto de los troyanos, que detestaban al caprichoso Paris, repudiaban a Helena y se hallaban extenuados luego de tantos padecimientos, a someterse a la voluntad de Paris?

Esta interrogante no tiene respuesta explícita en ese momento del poema, y el episodio sigue su ruta sin ahondar en detalles. Para concebir una respuesta hay que abarcar el sentido de la obra de modo amplio, dando todo su peso al rol de fuerzas que crecen con el abono de la violencia. El encargado de ponerlo de manifiesto es Diomedes, guerrero aqueo con quien ya nos hemos topado en estas reflexiones. Al escuchar la propuesta troyana, este fiero combatiente se hace portavoz del proceso de escalada de la violencia: “¡Que nadie acepte ahora ni las riquezas de Alejandro (Paris) ni a Helena, pues hasta el más necio sabe que los hilos de la destrucción han sido tendidos sobre los troyanos!… Así dijo, y todos… lo aclamaron, exultantes….” (14). Diomedes expresa uno de los usuales motivos por el que las guerras se prolongan, los esfuerzos de detenerlas se empantanan y el fervor y la vehemencia renacen de las cenizas: la esperanza de una victoria final y total.

El otro impulso a la escalada bélica había sido expuesto por Odiseo en el Canto II, ante Agamenón y los aqueos: “… sería vergonzoso volver con las manos vacías, después de todo el tiempo que hemos permanecido aquí. ¡Resistid amigos, y aguantad todavía un poco más…”. Y el mismo Agamenón lo reitera: “¡Vergonzoso será que los hombres venideros sepan que un ejército de aqueos de tales características y proporciones en vano combatió y libró una guerra infructuosa contra enemigos inferiores en número, sin llegar siquiera a vislumbrar su fin!” (15). Palabras similares resuenan a través de los siglos en un sinnúmero de situaciones análogas, y recuerdan por ejemplo a Richard Nixon y Henry Kissinger, cuando argumentaban que luego de los esfuerzos y costos incurridos en Vietnam era imperativo para Washington lograr una “paz con honor”, y no aparecer ante el mundo como “un gigante indefenso y plañidero”. El trasfondo es similar al que articularon Odiseo y Agamenón en la Ilíada: la vergüenza, el honor y el respeto a sí mismos obstaculizan salidas negociadas, que no satisfagan adecuadamente los objetivos iniciales o que sean percibidas de esa forma.

La Ilíada no relata el desenlace de la Guerra de Troya. Lo que conocemos acerca del fin de la ciudad y el destino de su gente, incluyendo el famoso episodio del Caballo de Troya, proviene de obras adicionales y fragmentarias escritas por otros autores, posiblemente y al igual que la Ilíada durante los siglos VIII y VII antes de nuestra era. Ello indica que se trata de narraciones legendarias redactadas alrededor de 500 años después de los eventos que describen. La conocida treta del caballo de madera que engaña a los troyanos permitió a los aqueos entrar a Troya y saquearla, con atroces secuelas para muchos de los personajes que protagonizan la Ilíada, entre ellos Príamo, asesinado junto al altar de Zeus, Astianacte, el pequeño hijo de Héctor que fue arrojado sin piedad desde las murallas, y Andrómaca, la leal esposa de Héctor, arrastrada a la esclavitud entre muchos otros. Estas obras  cuentan también las muertes de Aquiles y Paris, y aseveran que Helena y Menelao, su esposo legítimo, retornaron juntos a su hogar original en Esparta. Allí llevaron una grata y apacible existencia, un resultado tan romántico como irónico si tomamos en cuenta las calamidades que fueron necesarias para obtenerlo (16).

No mucho tiempo después del saqueo de Troya, que se fecha alrededor de los años 1250 y 1230 antes de nuestra era, comenzó un proceso de sistemáticas invasiones y devastaciones en el mundo micénico, es decir, el ámbito histórico-cultural desde el que se organizó y llevó a cabo la expedición contra Troya. Tuvo lugar un auténtico colapso civilizatorio, que algunos comentaristas interpretan como consecuencia, a más largo plazo, de una guerra que agotó las energías vitales de vencedores y vencidos, consumiendo el vigor acumulado durante mucho tiempo, extenuándoles y arruinándoles. La Guerra de Troya, en síntesis, fue el prefacio de la generalizada crisis de una entera civilización (17).

Homero usa severos términos para calificar la crueldad de la “aterradora contienda” narrada en su obra (18), pero el poema no condena la guerra como tal desde una perspectiva ética. Así como ocurre con la visión del mal, la Ilíada asume que la guerra es una realidad ineludible de lo humano. Es también atinado, me parece, el tratamiento que Homero concede a los dos bandos del conflicto, a los que juzga con ecuanimidad señalando sus fortalezas y debilidades (19). Y ya que Homero no alcanzó conclusiones acerca del desenlace y consecuencias de la guerra, solo podemos imaginar su parecer al respecto.

¿Fue inútil la Guerra de Troya, y en qué sentido lo fue? Lo que creo puede decirse con justicia es que la Guerra de Troya fue destructiva y estéril en el plano político, y a la vez dejó un inmenso legado de creaciones literarias y artísticas, que en ella se inspiraron.

Recapitularé lo hasta ahora expuesto y realizaré consideraciones adicionales, en la siguiente y última entrega de estas reflexiones.

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Notas

(1) Homero, Ilíada (Madrid: Alianza Editorial, 2016), p. 102.

(2) Jacob Burckhardt, The Greeks and Greek Civilization (NY: Saint Martin’s Griffin, 1998), p. 117.

(3) Acerca de esta via legal, accesible para los griegos de entonces, véase Eric Voegelin, “The World of Homer”, The Review of Politics, Vol. 15, # 4, 1953, pp. 503-504, y Eric Cline, La guerra de Troya (Madrid: Alianza Editorial, 2014), p. 32.

(4) Homero, Ilíada, pp. 116-126; Caroline Alexander, La guerra que mató a Aquiles (Barcelona: Alcantilado, 2015), p. 64.

(5) Ilíada, pp. 250, 445.

(6) Ibid., p. 328.

(7) Ibid., p. 250.

(8) Ibid., p. 449.

(9) Ibid., pp. 103, 135.

(10) Ibid., pp. 139, 142, 146, 148.

(11) Ibid., p. 148.

(12) Ibid., p. 159.

(13) Ibid., pp. 242-243.

(14) Ibid., p. 244.

(15) Ibid., pp. 102, 108-109, 412-413.

(16) Véase Cline, pp. 40-48; Alexander, pp. 255-258.

(17) Véase Bernardo Souvirón, Hijos de Homero (Madrid: Alianza Editorial, 2008), pp. 199-201; Alexander, pp. 255-258.

(18) Ilíada, pp. 389, 449.

(19) Ibid., p.131.


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