Por ANÍBAL ROMERO

3. El destino trágico de Aquiles

¿Qué es un héroe? ¿En qué consiste el heroísmo? ¿Por qué calificamos a personajes como Aquiles y Héctor de héroes y nos referimos a la época homérica como heroica?

Con frecuencia identificamos el heroísmo con una ética guerrera definida de manera estrecha. Es verdad que los principales guerreros en la Ilíada se preocupan por la imagen que la posteridad tendrá de ellos, en función de su valentía y destreza en batalla. La recompensa al heroísmo así concebido es el homenaje de los poetas. Sin embargo tenemos el testimonio de la propia Helena, quien en el Canto VI sugiere que el “funesto destino” que sobre ella y Paris se ha posado será “motivo de canto para los hombres venideros” (1). Resulta claro que Helena considera que el sufrimiento, en determinadas circunstancias, puede ser heroico.

El heroísmo no es la ausencia de miedo; tanto Aquiles como Héctor experimentan el miedo y ejércitos enteros caen presos del pánico en la Ilíada (2). Una definición global sobre los héroes y el heroísmo no nos llevaría lejos, pues como señala John Mack en su biografía de T.E. Lawrence “de Arabia”, el heroísmo depende de una serie de relaciones, que incluyen la psicología del individuo considerado heroico, las actitudes de camaradas que le siguen y se identifican con él o ella, el contexto colectivo que define los criterios del heroísmo y por último las obras de poetas, dramaturgos e historiadores que crean las narrativas de las que brotan los modelos que nos guían (3). En este orden de ideas, el caso de Aquiles constituye un paradigma sobre el tema del heroísmo, pues si bien este personaje de la Ilíada se destaca por sus proezas guerreras, es a la vez criticado y hasta repudiado por su gente, y él mismo pone en cuestión, aunque de manera efímera, la ética guerrera y la búsqueda de la gloria como metas supremas.

Exploraré varios asuntos que se entrelazan en el poema, convirtiendo a Aquiles en uno de sus más enigmáticos personajes. El primero se refiere a su rechazo a la oferta de reconciliación de Agamenón. El segundo a su pasajera decisión a favor de la vida sobre la gloria. El tercero a los efectos de áte –el delirio ciego que le empuja a un destino trágico– y del pecado de orgullo o hubris, ingrediente esencial de su atormentada personalidad. Consideraré en cuarto lugar el fugaz retorno de Aquiles a su humanidad básica durante el encuentro con Príamo, rey de Troya y padre de Héctor, episodio que se distingue como un logro culminante de la obra homérica. Por último retomaré el tópico del heroísmo y su aplicación a la figura de Aquiles.

El comienzo del Canto IX nos muestra a los aqueos sujetos a un “espantoso pánico”; sus enemigos han tomado la iniciativa y el peligro de la derrota se perfila con nitidez. Las consecuencias de su ofensa a Aquiles se hacen patentes para Agamenón: “fui ciego, no lo puedo negar… ya que he errado por plegarme a mis funestos designios, estoy dispuesto a enmendarlo”. El jefe supremo de los aqueos ofrece una espléndida recompensa a Aquiles, que incluye retornarle a la doncella Briseida, para inducirle a que vuelva al combate. No obstante, le pide a su vez que “se someta a mi persona en tanto que yo soy más regio…”. Una embajada encabezada por Odiseo se desplaza hasta la tienda de Aquiles para informarle de la recompensa, solicitarle que deponga su cólera, que acepte los estupendos presentes y ayude a sus compañeros en peligro. Tanto el marco en que ocurren estos eventos como el discurso de Odiseo, dirigido a persuadir a Aquiles, sugieren que aceptar la oferta era lo que se esperaba, admitiendo así el orden jerárquico y midiendo en su justa dimensión el gesto conciliador del comandante de la expedición.

Aquiles se niega de manera rotunda. No solo declara su rechazo a la guerra que ha librado por años, sino que además contrasta su actual existencia de guerrero con la nostalgia de otro tipo de vida, en su tierra de origen, unido a una mujer de su rango y disfrutando de los bienes heredados de su padre. En este punto Aquiles manifiesta otro aspecto de su compleja personalidad: “Para mí nada hay equiparable a la vida… un doble hado me conduce al desenlace de mi muerte: si continúo aquí… habré perdido mi regreso, pero mi gloria será inextinguible; en cambio, si vuelvo a casa… habré perdido mi glorioso renombre, pero mi vida será duradera y mi desenlace de muerte no se me acercará tan deprisa”. Aquiles no toma una decisión y ratifica que persiste en su cólera, dejando entrever que la opción de abandonar la guerra se aproxima (4).

En su estudio sobre Homero, Eric Voegelin resta importancia a estos párrafos de la Ilíada, viendo en Aquiles no propiamente a un guerrero acosado por una sensación de futilidad con relación al rumbo que ha escogido, sino a un personaje indulgente, que amenaza con desertar sin que esa sea su verdadera intención (5). No coincido con este análisis, y tampoco creo que la figura de Aquiles encuentre explicación a través de una obsesión con la muerte (6). Pienso más bien que el enigma de Aquiles debe examinarse como el de un individuo obsesionado por el poder y el dominio. Al no recibir el reconocimiento que siente merecer, y herido por la ofensa de Agamenón, Aquiles deriva hacia una actitud de incontrolable orgullo y sed de poder, traducido en reconocimiento, que nada puede satisfacer. Ni siquiera las súplicas de sus camaradas son capaces de suprimir su rencor, y sus compañeros de armas dejan de verle como un héroe, o dicho en otras palabras, comienzan a percibirle como un héroe fallido. La presencia de áte, de esa ciega pasión “que a todos extravía”, se hace palpable (7).

Ayante, guerrero aqueo que acompaña a Odiseo en la embajada ante Aquiles, entiende que este último “ha vuelto salvaje su magnánimo corazón… y no toma en consideración la amistad de sus compañeros de armas, por la que le rendíamos honores por encima de todos…” (8). Aquiles quiere ver humillados a Agamenón y a sus camaradas de lucha; aunque amaga con partir de regreso a casa no lo hace, y no porque esté escenificando una farsa o porque la ética heroica, la del guerrero que no deja el campo de batalla, se imponga sobre su ánimo, sino porque desea contemplar el triunfo de su ambición de dominio y reconocimiento. La perspectiva de una derrota de los aqueos no conmueve a Aquiles; al contrario, le complace imaginar que “los aqueos se postrarán ante mis rodillas suplicándome, pues se ha abatido sobre ellos una necesidad imposible de soportar” (9). Aquiles no quiere comandar sino humillar a los demás, regocijándose con el infortunio de su gente.

Las cavilaciones de Aquiles sobre una existencia distinta a la estipulada por la ética heroica no son un teatro; son otro aspecto, aunque pasajero, de la compleja figura dibujada por Homero. Es por eso que la Ilíada se alza al plano de eminente obra de arte, ya que sus personajes principales no son parciales e incompletos sino tan complicados, equívocos, sombríos y luminosos como lo es la naturaleza humana misma. La tentación de la paz, de otro estilo de vida que deje atrás lo que el poema califica como “aterradora contienda” y “aciaga guerra” es real, y ello concede a Aquiles una categoría literaria superior a la de un guerrero unidimensional (10). Un héroe impoluto, invulnerable e infalible no sería de veras un héroe.

Salvando las necesarias distancias entre cada caso, el Aquiles homérico presenta rasgos que Salvador de Madariaga detectó en su original estudio sobre Hamlet, otro personaje fundamental de la literatura de Occidente. Escribe el autor español que “el centro de los intereses, pensamientos, motivos y emociones (de Hamlet) es sí mismo… y solo actúa cuando sus propios intereses están directamente afectados… Sus tendencias espontáneas son esencialmente individualistas, y ni siquiera la muerte de otros, de ser necesaria, debe obstaculizar sus deseos”. En resumen, Hamlet es “egocéntrico”, y también a su manera lo es Aquiles (11). Ambos nos intrigan con sus insondables acertijos.

El destino de Aquiles acaba siendo trágico pues los cálculos que realiza acerca de su poder resultan errados, los eventos se salen de control y toman un rumbo imprevisto. Patroclo, su más cercano compañero de lucha, entra a combatir en lugar de Aquiles y muere a manos de Héctor. Aquiles había apostado por la humillación de los aqueos, pero jamás por la muerte de su amigo, a quien pide: “¡Patroclo, aparta la destrucción de las embarcaciones atacando con todas tus fuerzas, para que no incendien con llameante fuego las naves y nos quiten el ansiado regreso!” (12). El coraje de Patroclo inspira a los aqueos, que obligan a los troyanos a retroceder hasta sus murallas. No obstante, el azar de la guerra destruye las expectativas, y Aquiles, luego de conocer la noticia sobre su amigo, se dirige a Tetis: “Madre, en verdad (Zeus) llevó a cumplimiento mis súplicas, ¿pero qué satisfacción obtengo de ello si murió mi querido compañero Patroclo?… ahora… mi ánimo me empuja a no seguir con vida ni permanecer entre los hombres, a menos que Héctor pierda antes la vida abatido por mi lanza…”. La muerte de Patroclo, que le toca personalmente, conduce a Aquiles a poner fin a su cólera, a dejar atrás la disputa y a retomar el curso de su vida como guerrero, en busca de venganza y gloria (13).

La nueva etapa en la ruta de Aquiles es producto de las trampas y la fragilidad del poder. Por una parte, la subestimación del papel del azar y el fracaso de la pretensión de control sobre el curso de los acontecimientos, llevan a la muerte de Patroclo y al reencuentro de Aquiles con su sino de guerrero. Por otra parte, las fuerzas irracionales que intervienen a lo largo de la Ilíada se manifiestan con despiadado vigor. Aquiles se transforma, deja de ser un soldado y pasa a ser el cruel instrumento de una pasión asesina. ¿Es heroico matar de manera implacable, sin límite ni compasión alguna? Para la sensibilidad contemporánea la respuesta parece clara. ¿Y para los griegos de la Antigüedad? Como ya vimos, también los compañeros de armas de Aquiles perciben con inquietud y desaprobación el desgaste de su “magnánimo corazón”.

Lo que sigue al fin de Patroclo es la venganza de Aquiles, que se convierte en una desenfrenada orgía de sangre. Los cantos XXI, XXII y XXIII del poema narran la conversión de Aquiles en una especie de homicida, y la masacre solo termina con la muerte de Héctor. Frente a su enemigo no hay piedad posible. A la solicitud de Héctor de acordar un pacto para evitar la profanación del cadáver de quien caiga derrotado, Aquiles responde que así como no son posibles los juramentos ni la concordia entre hombres y leones, ni entre lobos y corderos, “tampoco es posible que medie amistad entre tú y yo…”. Una vez derrotado y al borde de exhalar su último aliento, Héctor ruega por la preservación de su cadáver, y Aquiles responde: “¡Ojalá que mi furia y mi ánimo me empujaran a despedazarte y comerme cruda tu carne por lo que has hecho! ¡No, nadie hay que pueda apartar los perros de tu cabeza… los perros y las aves te desgarrarán por entero!” (14). Algo se ha roto en el ánimo de Aquiles.

Esta pasión asesina no es monopolio de Aquiles en el poema. La violencia extrema tampoco es patrimonio de una época o de un grupo de seres humanos en particular. La descripción homérica de la desmesura de Aquiles evoca, por ejemplo, las memorables páginas de otro extraordinario libro en torno a la guerra, más cercano a nosotros, en el que T.E. Lawrence –ya mencionado acá– narra sus experiencias durante la rebelión árabe contra los turcos otomanos entre 1916 y 1918. Lawrence relata su encuentro con el jefe beduino Auda Abu Tayí, y escribe lo siguiente: “Cuando se enojaba, su rostro se movía de un modo desenfrenado, y estallaba en acciones de violenta pasión que solo se aplacaban cuando había matado. En tales momentos era como una bestia salvaje y los hombres huían de su presencia. Nada en la tierra le hubiera hecho cambiar su resolución o hacer la menor cosa que desaprobara. Y cuando había asumido una actitud, no prestaba ninguna atención a los sentimientos de los demás hombres” (15). Imposible no establecer un paralelismo entre este guerrero de tiempos más recientes y el Aquiles de la Ilíada. En ambos casos, la ceguera de corazón y mente “que a todos extravía”, el frenesí que Homero y los griegos sintetizaban con el término áte, mueve los resortes de la conducta (16).

Empujado por su pasión de venganza, Aquiles se dispone a profanar el cadáver de Héctor, pero los dioses se apiadan del troyano y le protegen. Zeus instruye a Tetis para que haga que Aquiles acepte una recompensa a cambio del cadáver de Héctor. Esto lleva a Príamo, orientado en su ruta por un dios, a visitar el campamento de Aquiles: “Entonces el gran Príamo entró sin ser visto, y deteniéndose al lado de Aquiles, abrazó sus rodillas y besó las violentas y exterminadoras manos que tantos hijos habían asesinado” (17). En este punto empieza la secuencia que transita desde la devolución del cadáver de su hijo a Príamo, hasta los funerales de Héctor y el fin del poema. Príamo despierta en Aquiles “un deseo de llanto por su padre”, y compadeciéndose del anciano le dice: “dejemos… que los dolores reposen en el ánimo, a pesar de nuestra tristeza” (18). Aquiles se distancia de la crueldad y retorna fugazmente a otro plano de su ser. Si bien no hay remordimiento o arrepentimiento, sí se produce un breve acuerdo tácito sobre la precariedad común ante el dolor y la muerte.

La grandeza de la Ilíada alcanza su cima en este episodio, que evidencia el panorama complejo de los personajes y la fuerza dramática de las situaciones. Todo lo cual encauza la pregunta: ¿en qué consiste finalmente la naturaleza heroica de la figura de Aquiles? A mi modo de ver Aquiles no es un héroe, en lo primordial, por su desempeño en batalla o la ferocidad de que se muestra capaz. Las mayores conquistas del personaje se encuentran en el coraje que le lleva a deliberar sobre el sentido de su vida, a poner en duda la autoridad nominal bajo la que actúa y la causa a la que sirve, a concebir una alternativa y dar testimonio de que es un hombre libre.

Aquiles es un héroe porque finalmente acepta su mortalidad sin protestas o remilgos. Pero el suyo es un heroísmo trágico, quizás como todos. Su presencia en la guerra, en realidad, no lleva a la victoria. Solo se rebela cuando tocan directamente sus intereses. Pasa nueve años infructuosos frente a Troya y pierde la vida sin presenciar el desenlace de la contienda. Su madre, una diosa, no logra hacerle inmortal a pesar de sus empeños. El ciclo vital de Aquiles, en síntesis, nos deja una sensación de futilidad. En este terreno, el del desengaño, su existencia personal marcha como la guerra de Troya en su conjunto. Aquiles no regresa a casa y aqueos y troyanos no logran detener la guerra.

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Notas

(1) Homero, Ilíada (Madrid: Alianza Editorial, 2016), p. 222.

(2) Ibid., pp. 430, 579, 601, 620.

(3) John Mack, A Prince of Our Disorder (Oxford: Oxford University Press, 1990), p. xxi-xxii.

(4) Ilíada, pp. 270-286.

(5) E. Voegelin, “The World of Homer”, The Review of Politics, Vol. 15 # 4 (1953), p. 499.

(6) Ibid., pp. 495-496, 501.

(7) Ilíada, pp. 288-289.

(8) Ibid., p. 293.

(9) Ibid., p. 345.

(10) Ibid., pp. 449, 479. Coincido parcialmente con  C. Alexander, La guerra que mató a Aquiles (Barcelona: Alcantilado, 2015), pp. 123-125.

(11) Salvador de Madariaga, On Hamlet (London: Hollis & Carter, 1948), pp. 12-14.

(12) Ilíada, p. 462.

(13) Ibid., pp. 528-530.

(14) Ibid., pp. 625, 629.

(15) T.E. Lawrence, Los siete pilares de la sabiduría (Buenos Aires: Editorial SUR, 1944), p. 243.

(16) Ilíada, pp. 554-556.

(17) Ibid., p. 692.

(18) Ibid., pp.693-694.


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