Rafael Cadenas | ©Ednodio Quintero

Testimonio: Miguel Gomes

Miguel Gomes | ©Manuel Sardá

La reflexión sobre los lugares de la escritura unificó la Bienal Picón Salas de 2009, en la que participé. Cuando recuerdo aquel tema no deja de parecerme estremecedor y clarividente, por el acelerado crecimiento ulterior de la emigración venezolana, con cifras hoy de millones de personas. Entre aquellos que se han dispersado figuran muchos escritores a quienes las circunstancias empujaron al cambio de hogar ―palabra a la que acudo en un sentido restringido y en uno amplio, que se confunde con la noción de país―. Si bien otros lugares se ganan o podrían hacerlo, el hallazgo de un nuevo hogar no subsana la pérdida del previo. Los espacios humanos no se sustituyen unos a otros; jamás son equivalentes.

El transtierro supone “labores del duelo” donde la memoria erige puentes. En la mía, la Bienal se preserva como un ritual que consolidó el sentido de comunidad en círculos pensantes que se veían progresivamente expulsados de los recintos tradicionales de la cultura nacional. Cada dos años Mérida congregó generaciones diferentes; cofradías de poetas, narradores y estudiosos de la literatura no siempre en contacto directo; venezolanos todavía en el país y los que llevábamos decenios residiendo en el exterior. Autores locales y extranjeros pudieron dialogar con facilidad entre ellos o con editores. Esa comunidad sigue inscrita en mis ideas y mis afectos, pero también en mi esperanza: lo que fue la Bienal ofrece un modelo inmejorable para la reconstrucción que nos aguarda.


Testimonio: Luz Marina Rivas

Luz Marina Rivas | ©Ednodio Quintero

Asistí a varias bienales y se me entrecruzan muchos recuerdos: la hospitalidad de sus organizadores, las imágenes de los rostros sonrientes de Víctor Bravo, Gregory Zambrano, Ednodio Quintero, Carmen Díaz y la maravillosa Susana Marchán ocupándose de tantos complejos asuntos de logística. Mi última Bienal fue la octava, en 2009, que reunía a escritores consagrados y jóvenes promesas. El recuerdo especial viene de Ednodio Quintero, narrador extraordinario devenido en fotógrafo. Carlos Pacheco, mi esposo, y yo estábamos sentados en el lobby del hotel. Ednodio se acercó y nos pidió permitirle que nos tomara unas fotografías, un honor inesperado. Nos reímos y él hizo varios disparos con su cámara. Nos contó de su pasión por la fotografía y nos regaló un libro de postales fotográficas tomadas por él: Los rostros ocultos de un narrador. La fotografía es un arte que me seduce. Quedé fascinada no solo por los retratos de los escritores, amigos y familiares, todos en close up, que componen el libro, sino por los títulos que Ednodio da a las fotos, que sintetizan poéticamente el contenido de cada una. Ednodio logra captar el alma de cada personaje y traducirla en palabras. Me conmovió la imagen infantil y pícara de Ariadna y su sonrisa de domadora de duendes, seguida de la profunda mirada de un anciano: Marcos Bastidas, señor de la montaña. Atesoro la fotografía que me tomó Ednodio, la mejor que me han tomado en la vida.


Testimonio: Miguel Ángel Campos

Miguel Ángel Campos | ©Ednodio Quintero

La inauguración de la I Bienal de Literatura Mariano Picón Salas (Mérida, noviembre, 1991) de alguna manera representó la madurez de los procesos públicos de la literatura venezolana. Instituciones y escritores nunca antes estuvieron tan afilados a un sentido de la representación, la academia universitaria, la empresa editorial, el periodismo mismo conoció un estilo de compromiso tal vez no visto antes. La presencia de aquellos escritores de obra juzgada, nombres caracterizadores, aquellos a mitad de camino, le dio un sentido profesional a la actividad de grupos dispersos. Y, como bautizo, estaban quienes empezaban una carrera de escritor. La Bienal sirvió de escenario, convocatoria y amparo. También funcionó como catalizador de entusiasmos, siempre necesario en un medio sin regusto por la vida intelectual. Desde los lejanos días de la primera edición del Premio de Novela Rómulo Gallegos no se veía en Venezuela un tránsito nutrido de escritores del continente, aquello fue una eclosión, y sobre todo una conjunción merideña de voluntades y tradición. Muchos de los libros premiados en el concurso son ya títulos distinguidos de nuestro catálogo literario, el rápido prestigio la hizo atractiva para las instituciones, estaba lejos de ser un espectáculo saudita, pero sus invitados eran atendidos con decoro. Mérida llegaba a ser una ciudad con un país por dentro. En algún momento de los discursos un funcionario tal vez apresurado dijo: “Cuando yo inventé la Bienal…”. Y no era tal sino redescubrimiento de una aptitud, el justo acuerdo del pensamiento. Aquellos organizadores eran un grupo élite, de alta eficiencia, recuerdo como hoy mi primer almuerzo en El Paladar, y sin duda el café consagrado del Santa Rosa: Ednodio Quintero, Diómedes Cordero, Gregory Zambrano, Piedad Londoño, Sobeida Núñez, la rotunda Susana Marchán. Julio Miranda, invitado, concursante, animador, se quedó para siempre en Mérida, resultaba un lujo de anfitrión.


Testimonio: Luis Pérez-Oramas

Luis Pérez-Oramas | ©Ednodio Quintero

Llegué a Mérida tras un puñado de años en Europa. Allá impartía clases en húmedas universidades bretonas, en los bordes del Loira o bajo los castaños del Garona, pero sólo pensaba en cómo suenan las tardes de guacamayas en El Ávila. De Mérida recuerdo el reencuentro con los amigos, aventurosos compañeros de Tráfico y Guaire. Leí un escrito sobre las aporías del juicio estético, a la luz de una defensa de las artes visuales emancipadas de la regulación letrada. Me debatía en lucha cuerpo a cuerpo, y acaso fantasiosa, con la idea de que en Venezuela, en su academia, prevalecía una tiranía literaria sobre el entendimiento de lo visual. En aquella III Bienal Picón Salas inicié un ritornello que me llevaría sin descanso a Reverón, siguiendo la estela de la Ninfa de Manet rodeada de pretendientes oscuros en el almuerzo desnudo, y encontrándome al abrigo en el espacio mudo de la imagen, ante el cazador Narciso que muere en su reflejo y la ninfa Eco que habla con piedra en la palabra. No he hecho desde entonces otra cosa que alargar en digresiones, síncopes, saltos, lazos y espejismos las palabras de ese texto. Llegué a mí en esas líneas torpes. Ednodio Quintero me envía una imagen de quien fui en aquel encuentro: me veo allí en mi cercanía, y también muy lejos. Quizás soy otro; no cesamos de serlo. Pero regresé a Venezuela ese día, y muy lejos del mar que me había traído fue Mérida mi puerto.


Testimonio: Malena Sánchez Peláez

Malena y Juan Sánchez Peláez | ©Vasco Szinetar

Viajar a Mérida fue siempre un acontecimiento importante para Juan y para mí. Y más aún el año 2001 cuando Juan, Rafael Cadenas y Ramón Palomares iban a recibir el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Los Andes. Una calidez especial se fue remontando durante aquel acto; primero, ante la presentación de los tres poetas, que estuvo a cargo de Patricia Guzmán, y luego cuando tomó la palabra Ramón Palomares. El entusiasmo del público era evidente. Allí veíamos a muchos escritores nuestros y a varios venidos de otra parte. Y quiero referir una pequeña anécdota del narrador argentino Juan José Saer. Cuando terminado el acto nos dirigimos a la puerta de salida, estaba cayendo un “palo de agua” y lo veo acercarse a Juan, presentarse, quitarse el impermeable y ofrecérselo para que cruzara a salvo hacia el salón de enfrente donde pudieran conversar un buen rato. Fue un gran placer para Juan conocerlo y así lo comentó después con Victoria de Stefano, que compartió con creces ese sentimiento.

Mis felicitaciones a Ednodio Quintero y a Diómedes Cordero, y a sus colaboradores, por estos treinta años de organizar cada Bienal con tanta eficiencia y amor a las Letras. Y decirles que para mí fue un honor que me invitaran, ya muerto Juan, a las tres bienales anteriores al año 2010 en que me tuve que venir a Buenos Aires después de 40 años de vivir en Venezuela, los más felices de mi vida. Hoy, con 88 años, los abrazo agradecida.


Testimonio: Rafael Cadenas

A fines de este año cumple tres décadas la Bienal Mariano Picón Salas de Mérida, ciudad hidalga, en cuya universidad, por cierto, estuve a punto de estudiar. Recuerdo que donde entonces vivía se la llamaba “la ciudad de los caballeros”, por la gallardía de su gente. Hoy evocamos una de sus proezas: la Bienal. Su aniversario hemos de celebrarlo sobre todo los amadores de la literatura que todavía existen, pues ella fue un espacio donde escritores de aquí y de otros países podían conocerse, dialogar y mostrar lo que hacían, con una libertad que echamos de menos. La Bienal es parte imborrable de la historia de nuestra cultura, merece pues sobradamente esta rememoración. Es también una oportunidad para expresarle mi agradecimiento por todo cuanto le debo. Finalmente, recordemos que la universidad en el mundo es la barrera frente a la barbarie que acecha en todos los países. Ya en varios los totalitarismos han destruido la democracia, y con ella las universidades que se tenían por invulnerables, no sin cierta ingenuidad. Ingenuidad que ha dado pie a estragos en otros ámbitos.


Testimonio: Ryukichi Terao

Ryukichi Terao | ©Ednodio Quintero

Las amistades que se entablan en los congresos de literatura son efímeras y se esfuman al poco tiempo en medio de los quehaceres diarios. Conocí muchos escritores y literatos en la Bienal de Literatura Mariano Picón Salas 2007, pero sólo con unos cuantos de ellos he cambiado siquiera un e-mail y con muy pocos me he vuelto a ver. Aun así, uno solo de esos pocos me ha valido una fortuna, que justificó para mí el gran evento literario, al cual tantos amigos de mi amada Mérida, sobre todo de la Universidad de Los Andes, habían dedicado tiempo y esfuerzo con empeño: me refiero al escritor argentino Sergio Chejfec, con quien compartí una mesa redonda de la Bienal. Antes lo había visto en foto y sabía quién era, gracias a mi estimado amigo Ednodio Quintero, que había pasado el año anterior en Japón, pero era la primera vez que lo veía en persona. No me acuerdo de lo que habló Sergio en su ponencia, sólo recuerdo que me cayó bien, pero a decir verdad no esperaba verlo de nuevo en un futuro cercano, pues él era residente de Nueva York y yo de Tokio. La grata sorpresa sobrevino la semana siguiente en Caracas cuando se me ocurrió buscar libros en la librería adjunta al Teatro Teresa Carreño. Me llamó la atención algo brillante flotando en medio de las estanterías y enseguida me di cuenta de que era él, Sergio Chejfec. Fuimos a una cafetería y conversamos un rato. Pasaron seis años sin que nos escribiéramos siquiera, y nuestra amistad estaba naufragando, cuando tomé un año sabático en Madrid a partir de marzo del 2014. Al día siguiente de mi llegada se me ocurrió ir a la librería Tipos Infames, recomendada por el escritor español, jabalí (igual que Ednodio y yo), Ernesto Pérez Zúñiga, y no más entrar lo primero que vi, vaya sorpresa, fue el rostro brillante, que brillaba aún más por efecto del rioja, de Sergio Chejfec, conversando con el escritor cubano Antonio José Ponte. Sergio acababa de publicar un libro suyo con la editorial Candaya de Barcelona, y al día siguiente iba a tener una charla en la misma librería con Antonio José. Me anoté enseguida y, terminado el evento, fuimos los tres a tomar unos tragos en un bar mafioso, donde le suministré a Sergio un pequeño dato demográfico que iba a tener una consecuencia inesperada: que la población japonesa en el año 3000 se vería reducida a 27 personas. Se quedó tan impresionado y obsesionado por la idea de la extinción inminente del milenario pueblo japonés que, cuatro años después, en mayo de 2018, se apresuró a visitar Japón con su esposa, Graciela Montaldo. Fuimos a pasear por la ribera del río Meguro, donde siete años antes Ednodio había llorado ficticiamente, y luego brindamos con sake para afirmar la cadena de amistades que se había extendido hasta Tokio, vía Caracas y Madrid. En estado de grata embriaguez saboreamos un hecho irrefutable en presencia del legendario merideño bigotudo residente en Chiba, Gregory Zambrano: que el primer eslabón de esa cadena que continuará extendiéndose quién sabe hasta dónde ni hasta cuándo fue la Bienal de Literatura Mariano Picón Salas.


Testimonio: Sergio Chejfec

Sergio Chejfec | ©Ednodio Quintero

Si uno se pone a ver los relojes, se impone la pregunta sobre si las cosas en Venezuela ocurren antes o después que en el resto del continente. A comienzos de los 90 arrancó la primera Bienal Mariano Picón Salas, prohijada por la ULA y contados intelectuales merideños, y aquella pregunta sobre la temporalidad de las circunstancias venezolanas confirma su pertinencia: ¿exhalación corporizada del boom de los años 60?; ¿preámbulo de la era de festivales literarios que la pandemia interrumpió? Creo que la pregunta vale como interrogación vigente. Por esa época yo había empezado a publicar y comenzaba a vivir en Caracas. La hospitalidad de la Bienal fue tan importante como esos primeros títulos.

En cierto modo me proveyó de un código de identidad literaria, porque si bien no tuve la suerte de publicar en Venezuela, siempre sentí la pertenencia a la Bienal como una generosa e inmerecida compensación. Me gustaba imaginar el caso de un escritor espectral, borroso e irreconocible en la niebla del páramo, autor de libros ignotos y a lo mejor incorpóreos, que aún con esos escasos y a la vez inciertos emblemas era recibido como uno más, para invitarlo a una particular dimensión de la geopolítica literaria y del bochinche letrado.

En otras columnas aparecerán los nombres de los confabulados y de los cooptados. A lo mejor, también de los insumisos y de los que quedaron por el camino. En todo caso y más allá de mi más hondo agradecimiento, tiendo a recordar eso que llamo “Bienal” en términos del gregario elástico de afectos que afloró como una de las más extrañas y generosas aventuras culturales de las últimas décadas.


Testimonio: Yolanda Pantin

Yolanda Pantin | ©Ednodio Quintero

He sido muy feliz en Mérida. Ednodio me recordó la vez que fui con Blanca Strepponi y una amiga a hacer un recorrido por los Pueblos del Sur, y él nos prestó su apartamento desde donde, según me dijo, vimos arder una palmera.

No guardo recuerdos puntuales de las veces que participé en la Bienal, si leí o no poemas, si lo hice sola o acompañada, o si presenté una ponencia. Sí recuerdo que una de las veces coincidí con mi hermana Blanca, y en el mercado cercano a la sede donde se celebraba la Bienal (¿cómo se llamaba el hotel?), desayunamos, y luego dimos una vuelta para ver la mercancía en los puestos, y Quele me regaló un ángel de la guarda montado sobre una nube, y arropado con un manto azul cielo. Mi natural escurridizo y la timidez me impidieron compartir con los escritores invitados pero recuerdo la presencia en los distintos grupos, sobre todo de Sergio Pitol. No olvidaré nunca la alegría que me produjo escuchar la conferencia de César Aira sobre la idea de escribir “huyendo hacia delante”. ¡Qué invitación la de Aira!

La última vez que participé en la Bienal fue hace no tantos pero suficientes años… Como el aeropuerto de la ciudad de Mérida estaba cerrado, el viaje se hacía desde y hasta El Vigía subiendo a la capital andina o bajando hacia la costa del lago de Maracaibo, según fuera. Los poetas cuando viajan, dice el verso de Rafael Castillo. Recuerdo la complicidad y las risas mientras esperábamos el vuelo de regreso a Caracas.

Luego el cuerpo literario del país fue “tasajeado”, una parte aquí y otra allá, y unos años después vino la desbandada.


Testimonio: Victoria de Stefano

Victoria de Stefano, Enrique Vila-Matas y Ernesto Pérez Zúñiga | ©Vasco Szinetar

En el 2001 estuve por primera vez en la Bienal Mariano Picón Salas de Mérida. En un acto de memorable valor cívico, calificado como de “justicia poética” por Ednodio Quintero y por mí de “nunca visto antes”, en esa V edición recibieron el doctorado Honoris Causa nuestros tres mayores poetas, Juan Sánchez Peláez, Ramón Palomares y Rafael Cadenas, haciendo honor a la tradición humanista de La Universidad de los Andes y de su maestro y mentor literario. En el 2007 le fue concedido a Eugenio Montejo, en el 2012 recayó en mí, con mi eterna gratitud al decano Alfredo Angulo, a los profesores y a las palabras del poeta y ensayista Arturo Gutiérrez Plaza. En el 2019 lo recibió Enrique Vila-Matas, siempre unido a la Universidad con un apego especial. Debí asistir a cuatro o cinco Bienales, que fueron una fiesta impagable, un gran disfrute.  Los escritores necesitamos estar entre escritores, conocernos, vincularnos. En ese particular la Bienal fue una oportunidad de oro, conocimos a nuestros escritores, además de los provenientes de otros países. Creo que ese formato estrictamente literario, sin distinción de géneros, como debe ser, debería constituirse en modelo patentado para otras Bienales, encuentros literarios, etc., de poder recuperar aquellos dorados viejos tiempos. En la Bienal conocí de entrada a Miguel Ángel Campos, a Gregory Zambrano, a quienes había leído, volví encontrar a Rowena Hill, al gran Diómedes Cordero, a Pepe Barroeta. Pude compartir con Juan Villoro, Alan Pauls, Enrique Vila-Mata. El encuentro más inolvidable, gracias a Sergio Chejfec, quien me sirvió de guía en mis lecturas argentinas, fue con Juan José Saer. Tuvimos dos largas conversaciones, de las que aprendí mucho, como mucho aprendí de sus novelas, cuentos, ensayos, que nunca me cansaré de leer.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!