Juan Villoro | ©Ednodio Quintero

Testimonio: Gustavo  Guerrero

Gustavo Guerrero | ©Lisbeth Salas

La Bienal Picón Salas tuvo, entre sus muchas virtudes, la de hacer explícita de una manera festiva y espléndida la posición de Mérida como una de nuestras capitales literarias durante la segunda mitad del siglo XX y hasta ya entrado el XXI. Ciudad de escritores, de lectores y de libros, Mérida y su gran cita de años alternos hacían posible que, a todo lo largo de una semana, uno pudiera conversar por las mañanas en el mercado con Héctor Abad o Juan Villoro, ver por las tardes a Ednodio Quintero, Julio Miranda o Pepe Barroeta, y asistir en la noche a la gala de un doctorado honoris causa en la ULA para Juan Sánchez Peláez, Eugenio Montejo y Rafael Cadenas. Tengo en mi estudio varias fotografías de mis participaciones en la Bienal entre 1995 y 2001 y guardo un recuerdo entrañable de la comunidad que se creaba alrededor del evento. Y es que no solo los públicos más diversos se reunían con curiosidad y fervor por la palabra escrita en esa fiesta de la literatura, sino que además los propios agentes del campo cultural venezolano (escritores, editores, universitarios, periodistas y libreros) mostraban sin esfuerzo, con una naturalidad que sorprendería a Villoro y otros invitados extranjeros, los consensos a los que había llegado el país en el respeto y el reconocimiento de las obras de unos y otros. Ese trato, como ya lo sabemos, se ha perdido. Pero valga este homenaje a la Bienal Picón Salas para recordar que existió y que Mérida fue uno de los lugares donde se hizo visible como uno de los rostros más nobles de Venezuela.


Testimonio: Ernesto Pérez Zúñiga

Ernesto Pérez Zúñiga | ©Ednodio Quintero

El mejor recuerdo de la Bienal es imposible: Ednodio Quintero a lomos de su caballo sube hacia el páramo. No sucedió ante mis ojos pero lo he visto tantas veces. Visitamos juntos los lagos después del homenaje a Enrique Vila Matas en la Universidad de Mérida. Los tres habíamos compartido una mesa redonda en la librería de Alejandro Padrón, la Ballena Blanca, que ya estaba recibiendo ataques de los totalitarios que apedrean libros. Llamamos a aquella mesa «La de las tres E»: Enrique, Ednodio, Ernesto. Había allí un amor total a una literatura que no quería ser otra cosa que ella misma. Tampoco el lago quería otra cosa que ser él mismo. Mirábamos el lago. Alma líquida antes del movimiento del mundo. Los caballos de Ednodio esperaban. El agua era importante. Había conocido a Lisbeth Salas, el primer día de la Bienal, en la piscina del hotel. Y, en el baño turco, cuando esperaba estar solo, encontré un hombre franco, que resultó ser Manuel Vilas. También era importante la montaña. Recuerdo ir a Jají con Silda Cordoliani, que tiene el corazón ya en el nombre. Nos llevaba un taxista cuya mujer, de una hermosura asombrosa, leyó una línea de mi destino en las runas celtas. Yo había viajado a Mérida recién casado con Beatriz Rodríguez, y aquellas runas nos avisaron de que íbamos a ser nada más y nada menos que buenos amigos. Las montañas hablaban mudas. Y los caballos de Ednodio Quintero arañaban, con sus herraduras, las pizarras.


Testimonio: Gabriel Payares

Gabriel Payares | ©Ednodio Quintero

Fui invitado por primera vez a la Bienal Picón Salas en su edición de 2009: la misma en que Vila-Matas recibió el Doctorado Honoris Causa de la ULA. Yo había leído El viaje vertical y soñaba con mi propia versión de Federico Mayol, para un cuento que escribí el año siguiente y que titulé “Sudestada”. A Vila-Matas recuerdo habérmelo cruzado en los pasillos del hotel, muy brevemente, sin animarme a saludar ni interrumpir el paso firme aunque discreto que llevaba. Lo encontré mucho más alto que en las fotos y un tanto apingüinado, más bien un cóndor nacido en la geografía equivocada. En ese mismo viaje conocí a Ednodio Quintero y presencié su manera serpentina de hablar, como si cada oración brotase en medio de la hojarasca. Allí le comenté mis deseos de escribir sobre Hiroshima y Nagasaki; acabé escribiendo más bien sobre él. También recuerdo que leyó el discurso de entrega del doctorado de Vila-Matas, y que empezaba con algo así como “Me llamo Enrique Vila-Matas”. Nadie podría confundir dos especímenes tan distintos, pero uno podría perfectamente ser personaje del otro. Y en esa misma bienal, además, conocí al británico Ian McEwan. Su novela más famosa, quiero decir, sacada de un anaquel y puesta en mis manos por Diómedes Cordero: “Léase esa vaina, poeta”. Así lo hice y todavía se lo agradezco. El libro quedó en Caracas cuando partí a Buenos Aires. No pierdo la esperanza de un día poder devolverlo.


Testimonio: Harold Alvarado Tenorio

Harold Alvarado Tenorio | ©Vasco Szinetar

A decir verdad, no recuerdo cuántas veces estuve en Mérida, desde los años cuando Pedro Paraima, entonces un abogado de proscriptos, de apellido Martínez Quiñones, devoto de una muchacha de Popayán, donde nos conocimos, decidió llevarme, en su flamante Pontiac rojo cuya cajuela estaba repleta de un vino brasileño, hasta la capital andina, donde vine a dar con el desprendimiento de Diómedes Cordero, desde entonces uno de mis más entrañables amigos. A él, y al narrador japonés Ednodio Quintero, debo haber asistido en varias ocasiones a los espléndidos eventos que realizaron, más de una docena de veces, para recordar la obra de Mariano Picón Salas, el gran ensayista digno de Borges, Henríquez Ureña o Alfonso Reyes.

Para los escritores de mi generación y sin duda para aquellos del área andina, esas reuniones fueron definitivas en la formación y difusión de las obras posteriores. Por estos días he visto a César Aira recibiendo un premio que inventaron Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma, que hizo que Borges fuera conocido en Europa en varios de sus idiomas. Aira, creo, hace treinta o cuarenta años no era divulgado sino en Buenos Aires y conocido por un selecto grupo de lectores, tuvo en las reuniones merideñas la fortuna de conocer a muchos otros de sus pares y a periodistas que venían de otros ámbitos lingüísticos.

No voy a enumerar a cuántos escritores y artistas tuve la oportunidad de conocer en aquellas tenidas que hoy se recuerdan. Existe una maravillosa memoria fotográfica en la obra del polaco inglés Vasco Szinetar. Pero, ¿cómo no mencionar el pudor, cruzado de una sardónica mirada, de Vila Matas; el afecto y lucidez de Juan Liscano; el dolor del exilio en el rostro de Pepe Prats; la inmensa humanidad y grandeza de Pepe Barroeta, el alucinado poeta que me hizo ver una madrugada, entre las brumas de los picos más altos del mundo, cómo es la vida más allá de la muerte; las visitas a Bailadores de la mano de Iván Vivas, entre cuyos numerosos contertulios aún veo y oigo a Douglas Bravo que pregunta a Ramón Palomares cómo pudo escribir esa oda a un desgraciado; o la soberbia y pedantería inigualables de Moreno Durán;  o el contrapunteo teñido de envidias de esos perros rabiosos del chavismo Enrique Hernández de Jesús y Luis Britto García?.

Tantos maravillosos seres humanos y tanta amistad, escoriada por un puñado de miserables que pretenden suplantar, con inenarrables infamias, el pasado y el futuro de mi otra patria:  Venezuela.


Testimonio: Jorge Carrión

Jorge Carrión | ©Ednodio Quintero

Estuve dos veces en la Bienal Picón Salas de Mérida gracias a la generosidad de Diómedes Cordero, a quien conocí en Barcelona y me descubrió la literatura venezolana. De ambas experiencias recuerdo sobre todo, como siempre ocurre en estos casos, las conversaciones que se daban fuera de las tarimas y los escenarios. Un desayuno en el mercado con Sergio Chejfec, de quien acababa de leer fascinado Baroni: un viaje; una hamburguesa en McDonald’s con Manuel Vilas, que ya había publicado su famoso poema sobre el McDonald’s de Zaragoza pero todavía no Ordesa, antes de que Enrique Vila-Matas fuera investido doctor honoris causa y Ednodio Quintero pronunciara un discurso samurái e inolvidable; o una conversación nocturna con unos jovencísimos Virginia Riquelme, Diajanida Hernández y Willy McKey (por poner sólo tres ejemplos). La Bienal era un espacio cosmopolita, intergeneracional y cálido. Pero para entender su alcance había que escuchar las tertulias de La Ballena Blanca, la librería de Alejandro Padrón, donde durante los meses previos se planeaba el encuentro. La fuerza de la Bienal no era posible sin las lecturas constantes de quienes allí se reunían a diario.


Testimonio: Graciela Montaldo

Graciela Montaldo | Cortesía de la autora

La lógica-Bienal. Las bienales de Mérida fueron para mí el acontecimiento más esperado de la vida cultural venezolana. Eran lugares de encuentro con amigos y la oportunidad de compartir momentos con gente que solo conocíamos por lecturas. Si bien había una organización formal que, en términos generales, se cumplía (con paneles, conferencias, debates, premios) la estructura abierta y la generosidad de los organizadores permitía que un mundo paralelo se desarrollara. La doble vida existe siempre en los encuentros intelectuales, pero en Mérida, en el Prado Río, no había doble vida sino múltiples instancias de conexión. Estaba el comedor, la piscina, el bar, pero también toda la ciudad se ofrecía para explorar librerías, rincones, cafés, mitologías urbanas donde se compartían diversas experiencias. Quienes llegábamos de otras ciudades, de otros países, rápidamente entrábamos en la lógica-Bienal, en ese mundo-Mérida que nos ocupaba por completo y al que nos poníamos a disposición. Había grupos de discusión informal, había también grupos de inocentes conspiradores que enriquecían el clima un poco utópico de los encuentros con rumores y complots.

Buena parte de las discusiones eran estéticas. Pero había una fuerte carga política. No me refiero solo a las discusiones circunstanciales —constantes— sino al hecho mismo del evento, que marcaba una intervención de política cultural fuerte por parte de los organizadores. A través, generalmente, de corrientes subterráneas de discusión, creo que las Bienales lograron instalar una agenda de problemas estéticos y culturales nuevos, que marcaron notoriamente la producción de aquellos años; instalaron su lógica.


Testimonio: Juan José Becerra

Juan José Becerra | ©Ednodio Quintero

Estuve en la Bienal de Mérida en 2006 y en 2012, dos momentos de una misma vez. Pero según el lector averiado de la memoria, en el que confío a muerte porque es el que le da literatura a la experiencia, la estadía fue entre 2006 y 2012. Si me esfuerzo veo, en la bruma de todas las mesas redondas de las que participé, una en la que se habló de violencia y yo, para variar, hablé de Osvaldo Lamborghini. Porque donde quiera que vaya, un escritor argentino sólo habrá de hablar de otro escritor argentino, cuando no de sí mismo.

¿Pero qué son los escritores? En las bienales de Mérida, bestias sedientas del after de las mesas redondas, que huyen del compromiso en busca de la vida en un precioso devenir. Es una costumbre universal, asumida con discreción (hay viáticos de por medio), la fuga de los escritores hacia las profundidades del extranjero. En ese paraíso conocí los frailejones del páramo de La Culata, bares, librerías, el jugo de parchita, los empleos adecuados de la palabra “vaina”, el curso de la ciudad que corre como un río de montaña, y la hermandad indestructible con varias personas. Esa vigencia me emociona. Entretanto, al modo samurái, me preparo para mi tercera vez.


Testimonio: Katyna Henríquez Consalvi

Katyna Henríquez Consalvi | ©Óscar Chaparro

Son muchos los recuerdos que guardo de los magníficos encuentros de la Bienal Literaria Mariano Picón Salas en sus variadas ediciones a las que pude asistir, cuento quizás unas cuatro veces; las organizadas por tres grandes amigos, Diómedes Cordero, Ednodio Quintero y Gregory Zambrano, quienes junto a un esmerado equipo de la Universidad de los Andes lograron reunir en cada encuentro lo más granado de la intelectualidad literaria del continente. Lugar especial en mi memoria los homenajes a Eugenio Montejo, Rafael Cadenas, Juan Sánchez Peláez, Ramón Palomares, Adriano González León, Simón Alberto Consalvi. Nostalgia de momentos imborrables compartidos entre intervenciones, paseos, incluida visita a mi casa merideña con Alejandro Rossi, Adolfo Castañón, Juan Villoro, Sergio Pitol, Chema Espinasa (mis cuates mexicanos); el performático Enrique Vila-Matas, Moreno Durán y tantos otros.

Pero una instantánea especial y conmovedora quedó en mi memoria. El día que la conocí a ELLA tras una larga amistad a distancia, entre correspondencias y colaboraciones para la revista Imagen desde Madrid, donde yo residía. Al expectante encuentro llevaba sin matices las anécdotas sobre su vida contadas por Salvador Garmendia y Elisa Lerner. ELLA me espera en el hall del hotel Prado Río, lugar donde trascurriría la Bienal. De cabello blanco e indiado, se levantó, me saludó caballerosamente, hay que decirlo, y me abrazó. Habló con voz dulce, casi en susurro, su acento andino: “Encantada, Katyna, tanto tiempo y al fin nos conocemos. Este es el poema que te prometí”. Su nombre Esdras Parra.


Testimonio: Juan Villoro

La Bienal de Mérida me deparó asombros esenciales. En 1991, Alejandro Rossi, hombre de muchas patrias que vivía en México con pasaporte venezolano, me habló de un escritor que parecía inventado por Ernst Jünger, pues trabajaba como ingeniero forestal en Los Andes. Poco después, recibí una carta de Ednodio Quintero invitándome a una ciudad que se llamaba como la capital de Yucatán, donde nació mi madre: Mérida.

Desde un principio, la nomenclatura decidió el viaje. Además de la firma de Ednodio, la carta llevaba las de Diómedes Cordero y Gregory Zambrano. Nomen est omen (“el nombre es destino”), decían los latinos. Para bautizar a sus personajes, Rulfo revisaba las lápidas de los cementerios y García Márquez los directorios telefónicos del Caribe. ¿Es posible rechazar una invitación firmada por Ednodio, Diómedes y Gregory?

En 1991 conocí un país que sólo había frecuentado en la literatura y en las conversaciones de los venezolanos de México. En la segunda Bienal, de 1993, conviví con significativos autores del idioma: César Aira, Edgardo Rodríguez Juliá, Sergio Pitol, Jesús Díaz, Enrique Vila-Matas, R. H. Moreno Durán y otros. Si la primera visita fue un descubrimiento, la segunda tuvo un nivel que no encontré en ningún otro simposio. La tercera, celebrada en 2005, fue la más disfrutable, y es que para entonces las relaciones gremiales ya se habían convertido en una forma de la amistad.

Me aficioné a beber “marroncito” mientras recorría las calles que desembocan en las nubes. Subí al páramo donde crece el frailejón, cuyas hojas de felpa amarilla revelan que la naturaleza concede piyamas para las noches frías. Supe de la existencia del díctamo real y de sus efectos alucinatorios, pero me conformé con la cerveza Polar, que propició un chiste filológico de Adolfo Castañón: “Esta cerveza no se exporta: se extrapola”.

Pasaron muchas cosas más…

Esa época, ese país y los que fuimos entonces hemos dejado de existir. Sin embargo, los árboles clasificados por Ednodio aún se agitan con el viento, como si sus hojas —inquietas, renovadas— recordaran lo que ahí se dijo.


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