Por ALEJANDRO VARDERI

Todos queremos ver nuestras vidas en orden, entrar y salir de ellas, habitarlas sin hiatos ni desgarraduras, pero, en definitiva, quién, quién puede.

         Victoria de Stefano

Del país a la intimidad

Once años sin Isaac Chocrón (1930-2011). Dramaturgo, novelista, ensayista, traductor, cofundador de El Nuevo Grupo, director gerente de varios teatros, economista, diplomático, son algunos de los campos donde incursionó dejándonos además una amplia obra escrita. Textos teatrales como Animales feroces (1963), Asia y el lejano Oriente (1966), La revolución (1971), La máxima felicidad (1975),  Mesopotamia (1980),  Escrito y sellado (1993),  Los navegaos (2006);  novelas como Pájaro de mar por tierra (1972), Cincuenta vacas gordas (1982)¸ Pronombres personales (2002), El vergel (2005); y ensayos como Tendencias del teatro contemporáneo (1966), Tres fechas clave del teatro venezolano (1979), Sueño y tragedia del teatro norteamericano (1985),  El teatro de Sam Shepard (1991) quedan en el acervo cultural latinoamericano de la segunda mitad del siglo XX. Una época, coincidiendo con las décadas democráticas de progreso económico y estabilidad política en Venezuela, de las cuales siempre fue no obstante una voz crítica en cuanto a sus logros y defectos, durante aquellas cincuenta vacas gordas perdidas hoy en la nebulosa de los tiempos. De hecho, Chocrón ironizó acerca de la consistencia del país como proyecto colectivo de desarrollo, cuando imaginó en Asia y el lejano Oriente la venta del mismo al mejor postor y con cada ciudadano recibiendo su parte del negocio: “Llegó la nuestra/ la hora de la venta,/ de repartirnos el precio/ de Asia y el lejano Oriente./ Llegó el momento/ de entregar la patria/ y recibir a cambio/ cada cual su plata”. Algo que tres décadas después se hizo realidad, cuando el chavismo vendió la patria a Cuba y otras potencias dictatoriales de Asia y Europa, pero no compartió siquiera la plata con el resto de la ciudadanía que quedó a merced de la violencia, las crisis económicas y la represión, en medio de un éxodo donde ocho millones de venezolanos han partido en busca de tierras más amables.

Otras partidas más íntimas quedaron consignadas en Mesopotamia, donde la búsqueda de un puerto sólido para atracar tras una existencia de azares, luchas y derrotas se alcanza gracias a la solidaridad de los demás miembros de “la familia escogida”, como le gustaba referirse al hablar de sus afectos más cercanos, poniendo al espectador frente a sus propios miedos y ansiedades. La soledad, la muerte, el fracaso, las inadecuaciones y frustraciones propios del vivir se presentan en la obra con una cercanía toocloseforcomfort, otorgándole a la obra su carácter revelador; si bien rebelarse contra un destino desesperanzador está en los gestos y acciones de personajes debilitados pero no derrotados. Aquí la llegada de Ismael, un visitante desconocido, pone a prueba la capacidad de desplegar y desplegarse, mostrar y mostrarse, ofrecer y ofrecerse de cada uno; con lo cual el invitado deviene una suerte de espejo donde los asistentes acaban reflejando lo mejor y lo peor de sí mismos, a fin de refrendarle y refrendarse que no están muertos. El “ansia de vivir”achacada erróneamente al convidado, les permite sin embargo descubrirse despiertos y alerta una vez más, al menos mientras dure el almuerzo y la visita de Ismael, quien en la última escena ocupará la silla vacante tras el fallecimiento inesperado de uno de los comensales; alegoría quizás de que, como apuntó agudamente Trini, la empleada al conocerlo, también llegó para quedarse.

Pájaro de mar por tierra, una de las primeras novelas venezolanas donde se explora la ausencia de autorreferencialidad del yo homosexual, centra la historia de Miguel Antonio Casas Planas, joven, bello y sin ataduras, quien decide escapar del trópico caraqueño, no para hacerse con una identidad, sino para deshacerse de ella o mejor dicho de lo poco que había acumulado en sus diecinueve años de vida. Memoria yéndose por el inodoro, junto con el pañuelo endurecido por el semen de sus masturbaciones nocturnas, horas antes de tomar el avión llevándolo a descubrir Nueva York. A partir de ese momento Chocrón empezará a llenar con las versiones de los otros el lugar del yo que Miguel-Micky va vaciando en tanto pasa por ellos: de la prostitución en Times Square a su relación con Frank y su mariageblanc con Tina. Y de ahí al desencanto con la ciudad, el regreso a Caracas donde conocerá a Gloria, la única mujer sexualmente atractiva para él, y su misteriosa desaparición en las costas de Aruba sin dejar rastro alguno. El drástico fraccionamiento del yo de Miguel a manos de los demás se plantea también fragmentariamente con la presentación de instantáneas, escenas aisladas en las vidas de quienes a través de cartas, conversaciones grabadas y telegramas intentan explicar a Micky explicándose, exponerlo exponiéndose; articular desde sus pequeñas historias la de Miguel, sin caer en cuenta de que lo logrado es la operación contraria, pues en vez de perfilar el yo de este lo difuminan. Solo Miguel está en capacidad de mostrarse tal cual quiere que lo vean, pero eso no le interesa; su apatía ante todo le priva de la autosatisfacción que conlleva el contarse a sí mismo, y en esa falta de egocentrismo es donde reside su incapacidad para narrarse. “Todo el mundo quería poseerlo. ¿Por qué? ¿Cuál era su encanto? A lo mejor no era el misterio sino la generosidad con que se daba cuando quería darse”, opina Gloria. Por supuesto ello no es, como supone esta, generosidad, tampoco falsa modestia. Es más bien el resultado de un desarraigo de la ciudad, la casa y el propio cuerpo, al cual Miguel se ve lanzado cuando busca emanciparse de una realidad asfixiante, puesta a desplazarlo desde los márgenes a un primer plano; de la periferia subdesarrollada a un centro hiperdesarrollado o subdesarrollado por exceso como es Nueva York, hasta que la ciudad “se le convirtió en un urinario gigantesco repleto de maricos”.

Aunque Isaac Chocrón, como la mayor parte de los intelectuales gay de su generación, no militó dentro de una opción sexual penalizada con el ostracismo en Latinoamérica y con el abuso e incluso la muerte, especialmente dentro de los sectores más desasistidos de la población, con esta novela y particularmente con La revolución, revolucionó el teatro venezolano, al presentar descarnadamente las miserias de una pareja de actores en decadencia, en un mundo hostil e indiferente. Eloy, el animador y maestro de ceremonias en la sala donde actúa Gabriel, alias Miss Suzy, representa aquello que Gabriel aborrece: el ser pusilánime, la cobardía, el sentido de derrota de quienes nunca lograron triunfar y tampoco vivieron su sexualidad plenamente. Gabriel, por su lado, trae al eje del discurso la agudeza, el ingenio y también la melancolía de lo perdido con el paso del tiempo y los affaires pasando veloces por su cama y sus apegos. Solo Eloy permanecerá a su lado sin embargo, para acompañarlo y acompañarse en el esplendor de antaño y la capitulación presente. “Todos fuimos bellos al principio —incluso Eloy. Fuimos bellos y deseados. Esa era la maravilla de ser joven: que uno es deseado. Y luego, sin a veces darnos cuenta, todos nos convertimos en algo semejante a mí”, concluirá, antes de que lo vivido se pierda para siempre.

El espejo donde reflejar lo vivido

Conocí a Isaac Chocrón en una época de gran plenitud para él y para la cultura capitalina. A fines de 1979 el escritor se acercaba al medio siglo y yo estaba a punto de cumplir veinte años.El especialista en danza, promotor cultural y para entonces secretario general de Fundarte, Elías Pérez Borjas, me llevó a su apartamento en Colinas de los Caobos, donde había empezado a planear como ángel guardián Luis Salmerón, exestudiante suyo en la Escuela de Arte de la UCV y quien, gracias a la guía de Isaac y del acreditado diseñador gráfico John Lange —también miembro de la familia escogida— se convertiría en un conocido fotógrafo. Pero para entonces Luis estudiaba cine, quería aprender dirección de la mano del “socio” de Chocrón, Román Chalbaud, y, como yo, asistía cual espectador privilegiado a las actuaciones siempre estimulantes de aquellos reconocidos intelectuales, unidos no solo por una profunda amistad, sino por una misma sensibilidad desde donde explicar y explicarse las cosas del mundo.

La poeta y periodista Miyó Vestrini había estado ese año entrevistándolo a él y a los demás miembros del petit comité para lo que sería su último libro publicado en vida, Isaac Chocrón frente al espejo (1980). Elías lo comentaba, finalizadas las sesiones en las cuales participó, describiéndome situaciones que encontraron luego su lugar en aquellas páginas, a manera de reflejo de lo vivido hasta entonces. Una vida muy colmada, donde frente al espejo de sí mismo se explayaba abiertamente, feliz por ser el centro de atención, como ocurría siempre cuando se hallaba en un grupo. “Porque Isaac no deja hablar a nadie”, remarcaba ahí Elías. Algo que tuve oportunidad de constatar durante las veladas en su casa y en las de los seres más próximos a él,ya fuera en la intimidad,o como ocurría durante ocasiones señaladas, en eventos multitudinarios; llenando sus invitados todos los espacios de aquel apartamento en Los Caobos. Al tiempo, se mudó a su casa definitiva: el penthouse de un edificio en La Florida, donde tuvo como vecino a José Ignacio Cabrujas, otro de sus incondicionales afectos, y junto con él y Chalbaud, integrante de la“Santísima Trinidad”del teatro venezolano del siglo XX. Por años las diversas estancias y la terraza —todo ello cuidado amorosamente, como todo en la vida del dramaturgo, por Sara “la escogida”, tal cual quedó consagrada en el libro de Vestrini— se abrieron a los amigos, y a las personalidades de la cultura mundial con quienes tenía una relación cercana, de paso por el país de los inolvidables festivales internacionales de teatro, las sorprendentes exposiciones museísticas, y los espectáculos de alto nivel en los teatros Teresa Carreño, Municipal y Nacional. Si bien prefería la compañía de los íntimos, con quienes podía compartir una proximidad sin barreras. “Lo que ocurre es que vivimos todos tan juntos que nos inventamos los unos a los otros. Una promiscuidad afectiva”, asentó, durante la conversación con Cabrujas para su libro-espejo.

Identificarse con tal estadio y asumir el propio devenir en lucha o, lacanianamente hablando, discordancia con una realidad a la cual los afectos incondicionales le daban sentido y hacían más llevadera, constituyó el sustrato de la vida del dramaturgo y enhebra como hilo conductor su escritura. Una escritura donde esa máxima felicidad que conlleva “no tener a alguien… sino ser de alguien… ser porque uno escogió comprometerse”, como asevera el Pablo de la obra, se hizo en y desde el Chocrón amante, tal cual extrajo para mí de su libro-espejo, un fin de semana en su apartamento de la playa con Luis y Elías. Fue en un momento cuando yo estaba escribiendo un ensayo sobre algunos triángulos de amor no correspondido en la obra de Marcel Proust, y para ilustrar su punto volvió a traer a colación la trasposición de los roles del amante y el amado a los personajes de The Ballad of the Sad Café de Carson McCullers. “Porque solo existen dos países, el de los que aman y el de los que son amados. El amante es quien da y es el amado el que se deja amar, pero también es quien decide cuándo y con quién irse”, concluyó premonitorio. “Tú eres mi amado”, inscribe también en un brazalete Miguel, un sacerdote y antiguo actor, como regalo para Saúl al despedirse en Escrito y sellado, su obra más autobiográfica. Aquí un profesor llega a Alburquerque para enfrentar “la muerte de alguien que fue mi amigo, pero también fue mi familia: hijo, hermano, compañero. Ningún rótulo abarca la dimensión de lo que fue esa relación. Lo conocí como mi alumno y luego vivimos juntos cuatro años. Llegó un momento en que nuestras semejanzas se nos hicieron insoportables. El alumno —el amado, agregaría yo— debe irse a la vida por su cuenta. Y así lo hizo Luis. No fue una separación, sino una mudanza de común acuerdo. Entonces, esa relación ideal que tú mencionas funcionó. Siguió estrechándose”, como efectivamente ocurrió en la convivencia de Isaac con el otro Luis, cuya existencia quedó truncada demasiado pronto a consecuencia del sida; el mismo virus que se ha instalado en el cuerpo de Miguel y de cierta manera pone a Saúl/Isaac ante su propia mortalidad una vez más. Y es que las muertes, de su hermana y sobrinos en el terremoto de 1967, de Esther Bustamante —la madre que no tuvo—, del hermano y de amigos cercanos como el propio Elías, sobre quien hablamos años después cenando en su casa, apenas transcurrida una semana del repentino fallecimiento de este, marcaron la piel personal y la del texto. En aquella cena me regaló una copia mecanografiada de Escrito y sellado, concluida dos meses antes; “recordando a Elías”, escribió en la dedicatoria.Y me la regaló, tal vez porque aquella noche conjugamos el vacío de haber ambos perdido lo que más amábamos.

Escribir para existir

“Tú quieres escribir o ser escritor. Si te dedicas a escribir a lo mejor lo serás, pero si tu ambición es ser escritor no vas a llegar a ninguna parte”, me aconsejó, en una cena de despedida en casa de Elías, poco antes de irme a Estados Unidos. Posiblemente porque en su caso la escritura era en sí misma una adicción. “Escribir es un vicio para mí. Me gusta tanto que estaría dispuesto a hacer hasta planas. Y es un gusto intenso, vital”, consignó en el libro de Vestrini; a la manera de Edward Albee, a quien conocí en su casa, y para quien escribir una obra tenía el efecto similar al de una droga, pues la escribía cuando el dolor de no hacerlo se había vuelto insoportable. La escritura era entonces lo que movía la existencia de Isaac Chocrón y simultáneamente ponía su vida en orden, le daba un orden a su vida, pese a los hiatos y desgarraduras propios del ser, haciendo de los personajes, como quería Samuel Beckett, símbolos para revelar sus ideas acerca de la existencia misma. En tal sentido, OK (1969) se devuelve a un tema recurrente en su obra, el de la compraventa, ya no de un país sino de la propia gente, en el acontecer de Mina, Franco y Ángela, donde los intercambios tienen un precio como trasfondo, ya sea en efectivo, cual es el caso de Mina y Franco o en favores, como es el caso de Ángela, con cuyo dinero “a cualquiera se compra”. Y es desde el lugar de estas transacciones de donde la obra adquiere todo su sentido y más, al subrayar la importancia de poseer un cierto capital a fin de tener la libertad para, aquí también, decidir cuándo y con quién irse o en este caso con quién quedarse. “Tuve la suerte de recibir la herencia de un tío, no fabulosa, pero sí suficiente como para vivir sin trabajar. Cuando llegó la herencia, conjugada con mis primeros derechos de autor por OK, tiré la parada y decidí vivir de acuerdo con lo que tenía”, recoge en su libro-espejo, haciendo del argumento de la obra el guion para su propia existencia.

Al poco de mi mudanza de Illinois a Nueva York, Isaac, en uno de sus periódicos viajes a la ciudad, me invitó a almorzar en “IlViolino” del Upper West Side, muy cerca del apartamento del coreógrafo Vicente Nebrada, otro integrante de su círculo íntimo, y de “Tower Records”, uno de sus lugares favoritos para comprar música. En aquella ocasión me preguntó sobre mi nueva vida en aquel Manhattan heredado de anteriores viajes, pero especialmente de sus vivencias y de las de Elías, cual dos venezolanos apasionados por la energía perennemente renovada de sus calles. “Tú siempre vas a vivir solo”, me dijo de repente; quizás porque había intuido que la soledad iba a acompañarme siempre, más allá de las relaciones amorosas y de la amistad “a prueba de metralla”, como le gustaba señalar a Elías, de mi propia familia escogida. Y más de tres décadas después de aquel almuerzo reconozco que tenía razón, pues el acontecer de mis días se ha desenvuelto en soledad, aunque nunca he estado solo gracias a los afectos consistentemente cercanos de quienes me acompañan aquí y allá. “Antes que a la muerte y a la vejez, Isaac le tiene miedo, sobre todo, a la soledad. Ese cinismo que exterioriza, en el fondo, no es sino el terror de vivir solo”, expresó Elías —otro gran solitario— en el libro-espejo. Una soledad que la escritura acompaña en personajes quienes, como el Ismael de Animales feroces, prefiere quedarse con los suyos pese a la incomunicación, con tal de no “salir a la calle gritando en busca de familia”; o como Estela en El acompañante (1978), viviendo la suya al lado de quienes la han hecho sentir más sola aún. Y esa soledad elemental, que en el caso del autor se transformó en una soledad creativa, repartida entre las horas dedicadas diariamente a la escritura y las convividas consigo mismo al cerrar el ordenador, se proyecta especialmente en su teatro. Un teatro dable de compartir con el de Sam Shepard, la disección de los valores familiares y la exhibición de los miedos más íntimos en caracteres crónicamente insatisfechos.

Los navegaos, su última obra, condensa tales temas en la cotidianeidad de Juan y Brauni, una pareja con muchas décadas de historia común; Parol, el sobrino de Brauni, quien llega inesperadamente a vivir con ellos y Luz, la empleada y depositaria de quejas y desencuentros. La obra se inspira en John Lange y el bailarín y coreógrafo José “el negro” Ledezma, los años cuando decidieron cerrar su apartamento de La Campiña y mudarse a una casa en Margarita, donde Lange se encargó del interior y Ledezma de planear y cuidar el jardín. La artista Ana María Mazzei me llevó hasta allí una noche, que fue para mí reminiscencia de otras muy gratas en Caracas; si bien la obra no se detiene en las armonías, sino en las disonancias propias de una larga existencia intensamente compartida donde, en palabras de Noël Coward, “la crueldad, la posesividad y la mezquindad de los celos son rasgos que se acentúan al estar enamorado”. Un amor, no obstante, puesto a sobreponerse a las miserias y la decadencia física del presente, gracias la densidad de la memoria en común. Por eso el deseo de volver al pasado de Juan, que Brauni le retrae con un “estás yéndote de la vida”, adquiere visos de urgencia en tanto más se acercan ambos, muy proustianamente, a la cima del tiempo recobrado, desde donde se obtiene una completa perspectiva de lo vivido, pudiendo así adentrarse en la nada de un futuro cada vez más próximo.

Recobrar el tiempo

“Estoy mejor, porque ya no tengo miedo. Ni de morir ni de vivir”, le confió Isaac a Milagros Socorro en una entrevista poco antes de alcanzar su propia cima, quizás porque, como los personajes de Mesopotamia, tampoco estaba solo. “Estoy contento aquí, pero hubiera sido feliz de haber logrado olvidar todo ese pasado, de haber logrado conformarme con la desgracia de saber que el único futuro que tengo por delante es esperar la muerte”, revela Hugo, a lo cual Mateo responde con un “aquí nos acompañamos” mientras aguardan, ya no “en el medio de la calle”, tal como había irónicamente mencionado Lucas, sino en la casa cual refugio del exterior y espacio para las confidencias. Pero sentarse a esperar no fue sin embargo lo que le interesaba a Isaac Chocrón, pues estuvo siempre custodiado por la escritura; concluyendo e iniciando proyectos hasta el final, rodeado por sus afectos y la admiración de lectores y espectadores interesados en una obra siempre actual y necesaria. Especialmente ahora, cuando muchos de los temas expuestos en sus páginas se han incorporado a la realidad del país, validando y universalizando los contenidos de obras y novelas dables de recobrar, no solo el tiempo del escritor, sino el de la nación misma.

Cincuenta vacas gordas, probablemente el texto más premonitorio en su producción narrativa, repasa las décadas de paz, alternancia partidista y bonanza petrolera, desde la mirada de una mujer que se hizo adulta con la caída de la dictadura perezjimenista, y alcanzó la madurez dentro de la democracia para entonces más sólida, próspera y longeva de Latinoamérica. Si bien la corrupción ya se hallaba infiltrada en todos los sectores de la vida nacional, minando las bases de un sistema que acabó desintegrándose con el advenimiento del chavismo. “Venezuela era entonces como una gran ternera asándose, rodeada de trece millones de personas, cuchillo, navaja o aun cortaplumas en mano, deseosos y dispuestos a arrancar un pedazo o al menos un mordisco de la res que tenían enfrente”, reclama la protagonista, en los respiros que le da su voyerista afición a espiar con unos binoculares desde la terraza los retozos de quienes se ocultan entre los árboles de un parque cercano. Ello, dentro del estilo de autores como Manuel Puig y Evelio Rosero Diago, quienes desde la perspectiva homosexual y heterosexual, respectivamente, también se apropiaron del yo del otro, adentrándose exitosamente en la psicología femenina.

Pero más allá de los recursos estilísticos inherentes a la escritura, destaca en los textos su compromiso con el país. “Mi ideal sería un estado donde todos fueran tan responsables, que todo el mundo supiera sus deberes y sus derechos y no existiera la autoridad”, recalcó en su libro-espejo, como un anhelo de madurez ciudadana, cónsono con el pensar de quienes contribuyeron a forjar y llevar a término los grandes proyectos puestos a darle forma a la segunda mitad del siglo XX venezolano. Consignarlo entonces para quienes no tuvieron la oportunidad de experimentarlo es el legado de la obra y de una existencia, disfrutada a plenitud y sin perder jamás la curiosidad ni olvidar el lado amable de las experiencias, por muy duras que hubieran podido ser. “A mí me parece que lo más importante es tener una curiosidad total por el mundo que lo rodea a uno y tener sentido del humor. No hacer tragedias ni dramas, sino buscarles la parte humorística a las cosas, la ocurrencia”, enfatizó en otra entrevista.

Nuestro último encuentro fue, como debía ser, en Nueva York. Nos citamos en el bar del Algonquin, donde ecos de Dorothy Parker, Noël Coward, Tallulah Bankhead y Donald Ogden Stewart resonaban aún en las paredes anteriores a la renovación que se llevó por delante la memoria del sitio. Pero el Gorham Hotel, donde con otros miembros del petit comité solía alojarse, ya había sido renovado y cambiado de nombre, también “Tower Records” había cerrado. Los lugares familiares iban pues desapareciendo, al igual que los amigos cercanos, aunquela curiosidad, agudeza de las observaciones y sentido del humor seguían intactos. “Lo único que hubiera deseado en la vida es ser un bartender”, reiteró de otros episodios archivados en la memoria, mientras sorbía su whisky y observaba el movimiento en torno a la barra. El tiempo ciertamente había pasado para ambos desde aquel almuerzo en “Il Violino”, si bien en su caso se acercaba el momento de devolverse hacia lo saboreado hasta entonces y paladearlo, como el whisky en su vaso; hacer acopio de lo poseído y ver, sí, su vida en orden pues Isaac Chocrón no dejaba nada al azar. ¿Se arrepentía de algo? ¿Lamentaba lo perdido? No se lo pregunté. “No puedo lamentar la perdición de un amor o de una amistad sin meditar que solo se pierde lo que realmente no se ha tenido”, sostiene Borges. Ojalá también para él haya sido así.


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