Albert Camus
Albert Camus | Archivo

Por NELSON RIVERA

No me escapo de transitar por lo más obvio: es uno de esos libros —como las Anotaciones de Elías Canetti, los escolios de Nicolás Gómez Dávila, las imprevisibles secuencias de David Markson o la empatía del Me acuerdo que va de Joe Brainard, pasa por George Perec y alcanza a Margo Glantz y Martin Kohan— que uno está autorizado a abrir en cualquier página. Y abierto el libro, escogido al azar el lugar donde leeremos, sea cual sea la extensión —dos líneas, cinco, un párrafo de ocho o diez, no importa— se produce un intercambio inusual: a cambio de un breve tiempo de concentración, recibimos casi siempre palabras duraderas. Ecos que van y vienen.

En eso reside la magia de los géneros de la brevedad —como el aforismo—: algunos de ellos cruzan hacia las membranas de la memoria, se adhieren y repercuten. No por breves hacen silencio. Lo contrario: porque poco nos cuesta memorizarlos, tocan sus tambores. Se instalan en la línea de salida del pensamiento. Y saltan apenas escuchan un llamado.

La noticia de que han sido publicados la totalidad de los Carnets en un solo volumen no solo compete a la feligresía de Albert Camus, también a los lectores que han merodeado con la idea y no han dado el paso. El volumen se llama Vivir la lucidez. Reúne los carnets distribuidos en los 9 cuadernos que el pensador utilizó desde mayo de 1935 hasta diciembre de 1959, en el preámbulo de su muerte (Camus falleció en un accidente automovilístico el 4 de enero de 1960).

¿Y que son los carnets? Los cuadernos de trabajo de Camus, que comenzó a llevar a los 22 años. En ellos tomaba notas de aquello que no quería olvidar, fragmentos salvados de una mente donde las cosas fluían demasiado rápido (“Ir hasta el fondo no es solo resistir sino también dejarse llevar. Tengo necesidad de sentir mi persona en la medida en que es sentimiento de lo que me sobrepasa. Tengo necesidad de escribir cosas que, en parte, se me escapan, pero que son la prueba precisamente de lo que en mí es más fuerte que yo mismo”).

Sin embargo, este ejemplo anterior puede resultar equívoco porque tiene un aire de diario personal. Y los carnets no lo son. En primer lugar, no guardaban regularidad. En ellos Camus consignaba fichas de ideas para narraciones o perfiles de sus personajes; trazaba esquemas narrativos; resumía historias que había escuchado; componía breves prosas sobre el asombro inagotable que le producía París; hablaba de aquellos temas —como el hambre que conoció durante los años de su infancia en una pobre barriada de Argel— que llevaba como heridas de su corazón (“Cuando la ascesis es voluntaria, se puede ayunar seis semanas (el agua basta); cuando es obligada (hambre), no más de diez días”).

En los carnets están también las oscilaciones de su ánimo; comentarios, potentes rayos, sobre autores y obras (“Voltaire sospechó casi todo. Estableció pocas cosas, pero bien”); pensamientos de orden metafísico (“Secreto de mi universo: imaginar a Dios sin la inmortalidad humana”); citas provenientes de su insaciable actividad lectora; sorpresas de la experiencia estética (“El descubrimiento de Brasil, de Villa-Lobos —con él, vuelve la grandeza a la música—. Obra maestra, solo Falla me parece igual de grande”).

Un fondo de inquietud

Los carnets son autosuficientes. Salvo excepciones —las anotaciones donde están sembradas las semillas, esquemas, consideraciones y debates relativos a sus obras—, no guardan dependencia de su biografía ni de su obra. En ellos borbotea, en su condensada intensidad, el rumor de lo humano.

Las preguntas de Camus son las nuestras: la justificación de la propia vida; la comprensión de las raíces y las ramificaciones del sufrimiento (“el sufrimiento es precisamente aquello a lo que no se es nunca superior”); la desproporción entre lo poderoso y la fragilidad inherente al destino del hombre. Esa visión de vivir al borde de la fractura, no se limita a la ambición totalitaria, también a las derrotas del amor, a la imposibilidad que se levanta entre los seres humanos (“Cuando mi madre apartaba de mí la mirada, jamás pude mirarla sin que las lágrimas afluyeran a mis ojos”).

Camus observa el estado de los tiempos: “El problema más grave que se plantea a los espíritus contemporáneos: el conformismo”. “Si es verdad que el absurdo está consumado (revelado más bien), es por tanto verdad que ninguna experiencia tiene valor en sí, y que todos los gestos son por igual aleccionadores. La voluntad no es nada, la aceptación lo es todo. A condición de que ante la experiencia más humilde o más desgarradora el hombre esté siempre ‘presente’ —y la soporte sin desmayo, provista de toda su lucidez”. En una anotación del Cuaderno IV expresa su recelo hacia el surrealismo: “La confianza en las palabras es el clasicismo; pero para mantener su confianza solo se las usa con prudencia. El surrealismo, que desconfía de ellas, abusa de ellas. Volvamos al clasicismo por modestia”.

Hasta aquí solo he copiado anotaciones de pocas palabras. Con el avance hacia los años de madurez los carnets se expanden: el temario se enriquece, la extensión aumenta, se siente a un escritor más libre y con mayor control de lo que plasma en sus cuadernos. Durante un viaje que hace a Italia a finales de 1954, escribe textos que no le resultan suficientes y los continúa al día siguiente, por lo que, por unas páginas, el Cuaderno adquiere el aspecto de un diario de viaje:

8 de diciembre:

Todo el día en la cama, con una fiebre que no cede. Finalmente no podré ir a Paestum. Volver a Roma en cuanto mejore, luego a París, eso es todo. Hay algo entre los templos griegos y yo. Y, en el último momento, siempre interviene algo que me impide acercarme a ellos.

En esta ocasión no hay misterio. Este año agotador me ha dejado extenuado. La esperanza de recuperar fuerzas y de volver para trabajar es puramente sentimental. Mejor haría, en lugar de correr hacia una luz que después apenas puedo saborear, pasar todo un año reponiendo mi salud y mi voluntad. Para eso tendría que liberarme un poco de todo lo que me abruma.

Esos son los pensamientos, fruto de la cama y la fiebre, de un viaje enclaustrado con Nápoles alrededor. Pero son pensamientos verdaderos. Afortunadamente, veo el mar desde mi cama.

El pintor amigo de F., ignorantísimo, que tiene que ilustrar para un programa de radio, la Pasión según San Mateo y que pinta un santo rodeado de mujeres bonitas y ángeles burlones.

No hay página donde no brille la inteligencia. La ambición de desentrañar el vínculo hombre-mundo.


*Vivir la lucidez. Albert Camus. Traductores: Eduardo Paz, Mariano Lencera y Emma Calatayud. Penguin Random House Grupo Editorial. España, 2021.


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