Antonio López. Lavabo y espejo (1967)

Por MARINA VALCÁRCEL

Cuando salimos de una exposición, sucede que un número abarcable de cuadros se quedan en el trasfondo de nuestra cabeza formando un eco. A veces dialogamos con ellos un tiempo. En la exposición Realistas en Madrid esta sensación se multiplica y al mismo tiempo se dispersa porque son siete los artistas presentes estos días en las salas del museo Thyssen. Quizás por ello, para facilitar la experiencia al visitante, los cuadros se han agrupado no tanto en temas sino en la secuencia lógica del paso de dentro de uno mismo hacia afuera. Desde la intimidad de nuestro hogar, de nuestras cosas: nuestra mesa, nuestro vaso o nuestro cuarto de baño, al umbral de la puerta y de ahí al patio, al pequeño jardín de atrás, a la empalizada, hasta romper los cielos de Madrid o lo cerrado de sus calles. Hay algo relacionado con el aire en esta exposición. Con el aire que envuelve las cosas y las aleja o acerca de nosotros, y con la luz.

Casi todo ocurre en Madrid y en sus alrededores. En un terreno reconocible: tanto que lo nuestro se vuelve a veces enigma, símbolo o, por lo menos, pregunta reiterada. ¿Qué hay detrás de ese Lavabo y de esa cuchilla de afeitar envueltos en esa luz fría y blanca de la mañana, frente a su compañero de sala, la noche, con esa mesa llena de objetos bajo una luz de lámpara caliente? Es la sala 2 de la exposición: Antonio López frente a Isabel Quintanilla.

La contención de muchos de estos cuadros, ese vaso solo pintado en lápiz por Quintanilla, recuerda al primer golpe de un verso. Un verso reconocible, contemporáneo, parco y espiritual. Los versos del mundo de lo reservado y de la intimidad. La figura humana raramente aparece en estos cuadros: pero nos cede su espacio, su huella. Y esta presencia-ausencia se convierte en silencio. A veces parece una pintura muda queriendo romper a hablar. Insistimos en la intensidad poética porque ésta se produce al ritmo en el que se agolpan en nuestro interior las palabras relacionadas con sentimientos: frío, silencio, desasosiego, sol, naranjo, tiempo detenido, tapia, granado, calle vacía. Objetos dormidos, a la espera de algo.

La mayor parte de estos siete artistas que nacieron algo antes de la Guerra Civil y que rehúsan ser etiquetados bajo un mismo nombre siguen vivos. Antonio López, llamado por muchos Antoñito, es el más joven. Empiezan a trabajar partir de los años 50 en un triángulo formado por el Casón del Buen Retiro, el Museo del Prado y la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Es distinto que sean la primera generación de pintores en la que el número de mujeres tienen tanto peso como el de los hombres. Antonio López explicará cómo este factor diferenciador es también el núcleo de la temática del grupo: el espacio doméstico, el hogar. Rastreando por sus vidas a partir de su cronología apreciamos cómo esas vidas se entrecruzan, algunos son hermanos, muchos se casan entre ellos, comparten estudio y también viajes a Italia y a Grecia donde descubren la pintura romana de la Antigüedad y Pompeya; pasan tardes de verano en Tomelloso, leen El Jarama de Sánchez Ferlosio y pintan muchas veces juntos los alrededores de Madrid. María López Moreno, hija de Antonio López, hace una preciosa descripción, como si se tratara de El Aleph, del pequeño mundo que conforman los objetos que había pintado su padre y que ahora vivían desterrados en el fondo de una buhardilla: «Formando un misterioso grupo de seres inertes, casi parlantes: escayolas de calabazas, granadas, membrillos, el pollo… Tan quietos que asustan».

Es Guillermo Solana, director del Museo Thyssen y comisario de esta exposición, quien nos guía a través de la vida y la obra de estos siete artistas:

En épocas anteriores, en los primitivos flamencos o, como vemos ahora en el Prado, con Ingres, la «alta definición» en el detalle debía ser símbolo de virtud. ¿Qué espacio le queda a la pintura realista después de la aparición de la fotografía?

—Es cierto. Hay una reseña sobre los impresionistas que hace Henry James donde dice que la falta de nitidez, lo borroso y deshecho, la pincelada impresionista, pintar rápido, produce una sensación de falta de solidez moral y de cierta laxitud del carácter. El detalle ha sido siempre representativo de la virtud técnica y la virtud moral. La ética del artesano era el detalle. Y la fotografía descoloca eso. Entre los realistas hay distintas reacciones: unos reaccionan buscando la hiperrealidad, una forma extrema de enfocar. Lo vemos en muchos de los realistas de los 50 a los 70 como en el fotorealismo en América. Con los realistas de Madrid ocurre otra cosa: El vaso de Isabel Quintanilla no es un vaso de cristal veneciano con una rosa, no está embellecido, es un vaso tosco. Lo único que importa es el milagro de la luz, la transparencia y la semitransparencia del cristal y el agua y ya está. El Lavabo de Antonio López es un prodigio, una revelación cognoscitiva, una revelación de puro conocimiento. No es un milagro estético. Lo bello, lo sublime son prejuicios que estorban a los realistas.

Pensamos en Lavabo y espejo de Antonio López, un cuadro que parece reunir mucho de lo que hay en esta exposición. ¿Qué hay detrás de ese lavabo? En esa repisa las cosas parecen estar colocadas como para una lectura distinta, como lo hacen las notas de una partitura. ¿Tienen las cosas, o las disposiciones de las cosas algún lenguaje simbólico?

—Absolutamente. Es un autorretrato reticente. Es muy característico de lo que hacen ellos en general, pintar al ser humano sin el ser humano. En el Lavabo, el ser humano queda agazapado, o se acaba de ausentar y las cosas toman su lugar y hablan. Hablan con lenguaje silencioso. Pero más allá hay otras cosas, hay alegoría o relato implícito o referencias a otros mundos figurativos, hay infinidad de referencias en ellos a la pintura antigua pero también a la fotografía contemporánea, al cine contemporáneo. La gente tiene la idea de que el realismo es muy fácil y en realidad acceder a las cosas que tiene que decir un cuadro de Antonio López a mí me parece mucho más difícil que descifrar un Tàpies. Curiosamente la pintura abstracta está más codificada que la obra Realista.

Antonio López dice que los temas no se eligen porque resulten bonitos o desagradables sino por su estricto interés. ¿Qué ve Antonio López en esos cuartos de baño? ¿Por que elige a veces temas con una parquedad casi monacal?

—El mundo de los realistas es deliberadamente limitado. Prefieren concentrarse en pocas cosas, cosas cercanas. La insistencia en determinados rincones, en un círculo muy limitado. Antonio López está en su estudio, en el semisótano de su casa y lo primero que ve es el cuarto de baño. ¿Y por qué no? Es el lugar más íntimo de la casa, lo más recóndito. A ellos les atrae buscar el corazón de la vida humana. Al mismo tiempo es lo más despojado de literatura, de retórica. No cabe la debilidad sentimental, es una intimidad dura y fría. Parca, desnuda sin ornamento.

¿Cómo funciona la perspectiva en Antonio López? ¿Responde al título de la obra de Panofsky La perspectiva como forma simbólica? ¿Qué busca con la doble perspectiva por ejemplo en Lavabo y espejo?

—Para mí sí tiene que ver con la visión de Panofsky, quien sostiene que no hay una sola perspectiva, no hay una perspectiva científica, sino diversas perspectivas que pueden interpretar el mundo de distintas maneras. Y Antonio López ha puesto todo su esfuerzo en desarrollar su propio modo perspectivo, que no es la perspectiva renacentista. Él busca una perspectiva que vaya más allá de la convencional y que se parezca más a la visión natural. Es incorporar a la perspectiva muchas características de movimiento, de determinadas ilusiones que nos da la visión real. Lo paradójico es que el efecto, al romper con la convención, es desconcertante, inestable, extraño e irreal en último término. Al final, las perspectivas curvilíneas del balcón de la calle Alcalá o de su casa resultan expresionistas por la distorsión, esa distorsión abombada, de gran angular.

Lavabo y espejo. ¿Tiene todo esto algo de deuda con el cine?

—Indudablemente. La técnica del montaje está ahí. En Lavabo y espejo estamos viendo dos vistas sucesivas; miramos al espejo y miramos al lavabo, hay un movimiento incorporado en la mirada que es como una secuencia cinematográfica, en dos planos distintos y les ha puesto hasta la separación de dos fotogramas. Hay algo que es muy análogo al cine. Eso son las típicas cosas que se les escapan a los que definen a Antonio y sus colegas como la última forma que el academicismo reviste en las postrimerías del siglo XX. Una pintura que se mide con el cine o que imita el procedimiento del cine de esa manera no es academicista. El realismo se ha utilizado políticamente contra el arte moderno y eso me hace recordar el interés con el que ayer Pedro Almodóvar se paseaba por las salas de esta exposición.

No recordamos una exposición de arte moderno en la que la presencia de dibujos a lápiz tenga tanta importancia. Hay algunos que casi son parejas de los lienzos al óleo: Higuera, a lápiz, e Higuera, al óleo. Uno no es el dibujo preparatorio del otro. ¿Qué aporta una y otra técnica al artista?

—El dibujo es fundamental en esta exposición y para ellos en general: primero porque para ellos, pintores y escultores, que son de formación tradicional, el dibujo es el territorio del aprendizaje. Segundo, es también el terreno en el que se ven las analogías entre ellos, entre un escultor como Paco López y una pintora como Isabel Quintanilla. Pero lo más importante es que el dibujo para ellos es un medio más, no es algo preparatorio, sino que es un medio que tiene tanto derecho a nuestra admiración como el óleo o el relieve escultórico: y lo tratan como tal.

Parece una concepción muy actual…

—Así es. Desde los años 90 el dibujo se ha convertido en un medio más contemporáneo que la pintura. El dibujo ha abierto el camino a la pintura moderna porque en el dibujo no se cubre la superficie material del soporte, se deja al descubierto. Y se permite que esta superficie, la materia del papel: la textura más fina o más rugosa del papel o del cartón, dialogue con los trazos. Por eso es una técnica, un medio mucho más abierto, en el que el proceso está mucho más visible que en la pintura al óleo en la que todo se tapa, en la que se borran las huellas.

¿Cómo es la técnica en estos pintores? Es una pintura detallista, basada en el cálculo, en el dibujo casi matemático.

—Antonio López tiene una aproximación casi científica. Habla de la objetividad, de la investigación del lavabo, de toda la serie de dibujos y pinturas preparatorios como el científico que tiene un problema de laboratorio y que está enredado con él siete años. Todo tiene un carácter más de física experimental, la aplicación de ecuaciones matemáticas a la realidad empírica y Antonio López trabaja así. Es un artista de constantes mediciones, que se fabrica sus propios artefactos de medición, su escuadra…

¿Utilizan nuestros realistas el apoyo de la máquina fotográfica como instrumento para pintar como los hicieron los hiperrealistas americanos?

—Todos los pintores modernos utilizan la fotografía. Todos: Delacroix, Courbet, Degas, Monet y, por supuesto, todos los del siglo XX sin excepción, incluidos los Realistas de Madrid. Después, unos siguen pegados a la foto como Amalia Avia, que por otro lado es a la que menos importa el detalle y la apariencia de trampantojo. Curiosamente no la utilizan tanto los que son más virtuosos técnicamente, los que se toman más en serio la precisión visual, como Antonio López o Isabel Quintanilla, quienes pintan del natural.

Antonio López, que empezó trabajando mucho desde la foto, y cuyos primeras obras parecen evocaciones de viejas fotos con un aire de sepia y de archivo de familia, con el tiempo ha ido convirtiendo en un principio ético pintar no de la fotografía sino del natural, por eso exhibe las marcas, las cuadrículas, incluso las anotaciones. En los cuadros se ven los estadios sucesivos que coexisten para que veamos el proceso pictórico.

En la fascinación por el arte de los umbrales: el tránsito de un espacio a otro, las puertas y las ventanas de los realistas, se ha dicho que tiene mucho que ver la pintura holandesa del XVII; Vermeer. ¿Buscan en ella un recurso para trabajar la profundidad o más bien se trata de la búsqueda de los espacios más íntimos de hogar?

—Son las dos cosas. Lo más característico es que la búsqueda de la profundidad, de la perspectiva en el interior holandés, coincide con una indagación que preserva el misterio de la intimidad, con el mantener esos fondos de esos cuartos, esos rincones entrevistos a una determinada distancia. El conseguir la profundidad espacial coincide con conseguir el sentido de la intimidad burguesa. Es, además, algo que nace en Holanda no por azar porque en el resto de Europa hasta el siglo XVII había palacios, mansiones y luego casuchas y chozas y en Holanda hay por primera vez casas burguesas y por primera vez y ahí se inventa la intimidad burguesa. Todo el realismo, no sólo en pintura, en fotografía y en cine tiene que volver a los holandeses porque son quienes inventan la intimidad en el espacio. Y Vermeer es solo la punta del iceberg de todo esto.

Queríamos terminar con una pregunta sobre escultura. No resulta fácil, son al menos tres los escultores representados en la exposición, los tres muy distintos. En Francisco López intuimos la estela clásica y esa Niña sentada que tanto recuerda a El Niño de la espina helenístico. Julio López, en cambio, nos lleva hasta el siglo XIX Medarso Rosso y Benlliure, pero luego vuelve a ser el Auriga de Delfos en la figura Jacobo II. Antonio López es otro mundo. Relacionaremos la pregunta con la aparición de la propia escultura en la exposición. Puesto que la figura humana brilla por su ausencia en la pintura. ¿Es la escultura la encargada de ejercer este contrapunto?

—Así es pero hay otras razones más pragmáticas para que la presencia escultórica sea dispersa, el público español tolera mal la escultura, como tolera mal el dibujo. Al público español le gusta la pintura. En nuestra exposición también había el intento de hacer más digerible la escultura disolviéndola en ese trayecto pictórico, creando esos diálogos que mencionas. El único caso en el que hemos dejado una sala sola de escultura ha sido la de Julio López porque su lenguaje es muy peculiar y no se llevaba necesariamente bien ni con su hermano Paco, ni con Antonio López.

Quizás sea eso. El realismo tiene muchas miradas, muchas capas. En una de las más profundas se puede encontrar la expresión de varias emociones. Están sin duda detrás de esos bodegones silenciosos, detrás de esas tres repisas en la vida de una mujer que acaba de salir y deja su ropa aún caliente sobre una pequeña maleta blanca, junto a la puerta. Se llama Cuarto de baño. Es Isabel Quintanilla, 1968. De nuevo la sala 2.


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