Diez meses luego del derrocamiento de la dictadura militar, se llevan a cabo elecciones generales para designar a las legítimas autoridades nacionales, entre ellas, los senadores y diputados que integrarían las cámaras del Congreso de la República. En la nómina de parlamentarios electos, aparece el nombre del abogado y periodista, Ramón J. Velásquez, quien a sus cuarenta y dos años de edad ya gozaba de una probada trayectoria política y profesional que incluía una sombría pasantía por las cárceles de la dictadura.

Su compromiso con el restablecimiento de la Democracia había quedado patentado en 1952, cuando en compañía de su paisano y amigo, Leonardo Ruiz Pineda, así como del editor José Agustín Catalá, publica el Libro negro de la dictadura, en el que se denuncian los desmanes del régimen militar. A poco, moría vilmente asesinado, en una calle de Caracas, Ruiz Pineda, y la vida de sus compañeros de aventura quedó pendiendo de un hilo.

Aunque Velásquez manifestó que él no fue sometido a suplicios corporales, no hay duda de que la tortura psicológica sí era infligida por sus carceleros, cuando veía casi a diario los hematomas que dejaban los interrogatorios y los gritos de dolor cual ave agorera que se desprendían de las entrañas de los infortunados.

En medio del estupor que generaban las prácticas del régimen, Velásquez conservó incólume su vocación democrática y los cantos de sirena que lo invitaban a sumarse al coro de oficiosos a sueldo no arredraron su resistencia a cohonestar un estado de cosas inaceptable para quien concibe la Democracia como una forma de vida, donde impere el derecho a vivir en plena libertad física y espiritual.

Así la cosas, el joven senador tachirense, electo en las planchas del partido Acción Democrática que se juramenta en enero de 1959 en el hemiciclo del viejo Capitolio Federal, es ya una figura pública de connotación nacional que había hecho méritos para asumir junto a otros hombres y mujeres el reto de edificar una Democracia viable y sólida a la vez, sin los resquemores que el experimento trienal había traído consigo.

No tuvo tiempo de calentar la curul parlamentaria dado que recibe la invitación a formar parte del Poder Ejecutivo Nacional, en el cargo de Secretario General de la Presidencia de la República. Allí se desempeñará por un poco más de cuatro años, al lado del controvertido líder adeco, Rómulo Betancourt, quien resultó electo presidente de la República en los libérrimos comicios del 3 de diciembre de 1958.

Aquel interregno por la sede del poder en Venezuela no obnubiló de ninguna manera la lucidez que desde muy joven campeaba el raciocinio de Velásquez, muy por el contrario, adquirió destrezas que le servirían de mucho en el manejo de las relaciones políticas con sus pares ya sea en el parlamento, el periodismo o en las esferas del sector privado.

Cuando estimó que su contribución a la estabilización del primer gobierno de la Democracia en ciernes había llegado al máximum de las expectativas cumplidas, se separa del despacho de la secretaría y se reincorpora a la cámara del Senado, para cumplir una encomienda que asumió con devota diligencia.

Es allí que nos topamos con su primer discurso ante sus colegas parlamentarios, con motivo de presentar el Proyecto de Ley de creación de la Corporación Venezolana de los Andes (Corpoandes), el 14 de agosto de 1963. De sus palabras podemos extraer un rasgo definitorio de su personalidad. No era hombre de largos discursos y de profusas reiteraciones.

Conocía muy bien sus fortalezas y debilidades, además el suelo donde pisaba. Ya en las postrimerías del período constitucional, son muchas las veces en que no pocos diputados y senadores habían cobrado resonancia por sus intervenciones en los numerosos debates celebrados en las sesiones. La veteranía pedagógica de un Luis Beltrán Prieto Figueroa, la vibrante oratoria de Jóvito Villalba, la parsimoniosa elocuencia de Arturo Uslar Pietri y la agudeza de Miguel Otero Silva, hacían de Velásquez un orador cauto y comedido.

No pretendía el uso de la tribuna como trampolín para rangos superiores en la madeja política, su fuerte era la palabra escrita, consustanciada con una prosa limpia y sin vacilaciones.

Acaso eso explica su ausencia en la polémica parlamentaria y la defensa frontal de sus posiciones frente al adversario ocasional. Ya se perfilaba como una figura de consenso, nada proclive a pasiones estériles. Velásquez a lo largo de su trayectoria política se caracterizó por su carácter, tolerancia y don de gentes. Conversador nato. Desarmaba con su sonrisa o con un retruécano al más enfebrecido adversario. Ni que decir de su capacidad argumentativa gracias a su vasta cultura universal, latinoamericana y venezolanista.

Tenía un hondo sentido de pertenencia a su terruño sin caer en extremismos regionalistas ya caducos. Por ello y en aras de hacer valer su condición de legislador por el estado Táchira, expone el fruto de un trabajo conjunto, hecho con esmero entre diversos factores que hacen vida en toda la región andina. Y señala con diafanidad: “El problema que aquí se plantea no es el de la construcción de más acueductos naturales, de más caminos de penetración o de grupos escolares, es el de la solución integral de una situación que se hace cada día más grave en una zona como la andina en la que reside una parte muy importante de la población venezolana” (1).

Desde entonces se hará palpable su patrocinio en favor del desarrollo regional que años más tarde formará parte de sus preocupaciones en torno a la reforma del Estado. Con su respaldo a iniciativas para el desarrollo regional, mostró que sí fue profeta en su tierra.

Diez años después regresa al Congreso, siempre como senador del Táchira, y es parte de una vigorosa y mayoritaria representación que entonces logró cuantificar el partido Acción Democrática. Si bien, nunca se inscribió en la tolda blanca, tal como una vez le recriminó cordialmente Betancourt, se mantuvo próximo a este hasta su última elección para el período constitucional 1989-1994, cuando decidió acogerse al beneficio de la jubilación por haber desempeñado por más de tres períodos funciones legislativas.

Es a partir de aquel año 1974, cuando se sumerge de lleno en la faena parlamentaria cuya importancia entendía muy bien, sobre todo en el marco de un período en que el sistema democrático venezolano lucía estable y seguro. Atrás habían quedado los difíciles años que significaron la resistencia clandestina y las amenazas de los enemigos de la Democracia. Ahora la tarea consistía en asegurar la buena marcha del sistema que costó mucho sacrificio, desvelos y dolor, de allí, que desde su punto de vista, el Congreso de la República, debía jugar un papel estelar más allá de lo eminentemente ceremonial: “No pueden reducirse las Cámaras a una simple labor legislativa, a oír los Mensajes del Presidente y a celebrar las fiestas nacionales. Esta labor de inspección, de fiscalización, de examen impecable de la conducta de los hombres públicos constituye una tarea fundamental” (2).

Una Democracia efectiva, en opinión de Velásquez, es aquella en que las instituciones funcionan de forma independiente y ejercen sin cortapisas la fiscalización de todos los actos emanados del Poder Público. Solo así se garantizaba en el tiempo la integridad y legitimidad de un sistema político capaz de subsanar sus propias falencias. Podemos advertir que el senador Velásquez comenzaba a convertirse en un mesurado Catón que, a la postre, hubo de prestar sus servicios en las horas más aciagas de la República Liberal Democrática.

En la dinámica legislativa, se impuso una suerte de división implícita del trabajo en el parlamento venezolano que contó con el aporte del senador Ramón J. Velásquez y, a tal efecto, efectúa múltiples intervenciones. Sus palabras son respaldadas por prolongados aplausos. Apuntalan esa confianza, su trayectoria como editor de las fuentes históricas y políticas fundamentales para la comprensión del país. Su producción como historiador también lo acreditaba para reservarle la preeminencia en el debate o la consideración de ciertos temas. En general, diserta sobre aspectos regionales, históricos, culturales y políticos.

Estimula la cultura de otras regiones al aupar, por ejemplo, la declaración de Monumento Nacional de la ciudad de la Asunción, capital del estado Nueva Esparta. Defendió la provincia y escribió hermosas páginas sobre los estados Táchira y Zulia; páginas evocadoras sobre San Cristóbal, Valencia y Coro.

Sus colegas parlamentarios le reservan a Velásquez los temas referidos a la conmemoración de luchadores antidictatoriales tales como Guillermo López, José Rafael Gabaldón y Pedro María Morantes, Pío Gil. El reconocido escritor de La caída del liberalismo amarillo y Las confidencias imaginarias de Juan Vicente Gómez tiene la palabra para exaltar los méritos como autor y editor de Rufino Blanco Fombona al cumplirse cien años de su nacimiento; o el valor estético y cívico del poeta Andrés Eloy Blanco en el 21 aniversario de su muerte. Velásquez desde el parlamento, pero también desde la cátedra universitaria y la prensa, exigirá que no se olviden los nombres de los luchadores por la democracia tales como Antonio Paredes, Santiago Briceño, José Rafael Pocaterra, Leonardo Ruiz Pineda, Jóvito Villalba, Luis Augusto Dubuc, Malavé Villalba, Rómulo Betancourt y Luis Beltrán Prieto Figueroa. Igualmente expuso la relevancia del aporte para la comprensión de Venezuela del historiador, educador y tipógrafo merideño, Tulio Febres Cordero, con motivo de proponerse el traslado de sus restos al Panteón Nacional. Cuando diserta sobre Febres Cordero afirma que a contracorriente del centralismo histórico generado desde Caracas, si queremos tener una noción real de nuestra historia, debemos conocer el período colonial, la vida de los pueblos y villas de las diversas provincias de Venezuela.

Hará lo mismo al conmemorarse treinta años del fallecimiento del historiador trujillano Mario Briceño Iragorry al valorar sus estudios de historia regional y colonial y su valentía como ciudadano al enfrentarse a la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez. Recordemos que Velásquez conoce en profundidad la obra y el pensamiento de Briceño Iragorry y hasta ha prologado dos de sus obras: La historia como elemento creador de la cultura y Patria arriba: nuevo ensayo sobre los valores de la hispanoamericanidad. En el ámbito propiamente histórico narra las acciones heroicas de Antonio Nicolás Briceño y de Antonio José de Sucre en aniversarios de sus nacimientos.

No obstante, las intervenciones del senador Velásquez no se limitaban en el solo ámbito histórico. En varias ocasiones, trasluce sutiles pasajes en donde pone de manifiesto la preocupación que comenzaba a gravitar en la opinión pública, que él como buen periodista oteaba más allá del recinto parlamentario, en torno a los excesos que desde las alturas del poder generaba la borrachera petrolera. Para ello apelaba a su efectiva forma de aludir al presente refiriéndose a los hechos del pasado, tal como lo hacía en tiempos del oprobio dictatorial.

“He querido decir todas estas cosas para señalar cómo Morantes es un valor permanente de la nacionalidad, porque siempre es bueno que haya el índice que acuse, que halla la palabra que despierte los oídos y también las conciencias; que haya ese visitante molestoso que dice cosas ingratas. A veces se habla con desprecio de él y se dice: ‘su obsesión moralista’, pero al lado de tanta gente desenfadada en cuanto a la moral pública, es bueno que de vez en cuando surja la palabra solitaria que es también la conciencia solitaria” (3).

En otra oportunidad, señala en tono admonitorio, “cuando uno se detiene a ver el drama y la tragedia de Cubagua, no sé por qué ve en ello una especie de ante visión de la Venezuela petrolera” (4). Ya en pleno apogeo de la Venezuela Saudita, como irónicamente la llamaban los más acérrimos críticos del primer gobierno de Carlos Andrés Pérez (1974-1979), el senador Velásquez vuelve a tomar la palabra con motivo del aniversario del fallecimiento de uno de los íconos de las letras y la política en Venezuela, para señalar sin ambages: “Vengo a destacar el inmenso valor cívico de Andrés Eloy Blanco, y a decir lo que he repetido en veces anteriores, que en una hora de amnesia histórica y de amnesia moral como la que padece hoy el país es bueno recordar a los héroes cívicos, estos héroes civiles de la nacionalidad” (5).

No pretendía el senador Velásquez, convertirse en lo que años después un antiguo colega parlamentario devenido en Presidente de la República, el Dr. Luis Herrera Campíns, acuñó para la pléyade de analistas de oficio el mote de profetas del desastre. No estaba en su ánimo generar polémica que alimentase grandes titulares de prensa y luego sacar provecho político-electoral. Para nada, se trataba de la voz independiente de un actor político que había visto caer en la lucha a más de un mártir en favor de las libertades públicas. Era la exteriorización de la inquietud que suscitaba los acelerados cambios en los patrones de conducta y esquema de valores que no solo cobraba auge en las nuevas generaciones, sino en la dirigencia política que tomaba el testigo en la conducción del país.

“Fueron largas jornadas en que se sacrificaron miles de hombres, jornadas signadas por el destierro, por los castillos, por la Rotunda, por los asesinatos, en donde él tenía que dedicarse a una empresa difícil: la de luchar por la dignidad del hombre venezolano. Y eso se está olvidando en Venezuela, se está perdiendo el recuerdo de la obra de quienes construyeron a la Venezuela democrática, con una vida de austeridad, con una vida de sacrificios, porque cuando Andrés Eloy Blanco formaba parte de los equipos dirigentes del partido que luego ha llegado al poder, el clima que rodeaba a la lucha política era de peligrosidad, riesgo, de amenaza física a la vida, no era una carrera hacia las Direcciones de los Ministerios, no era una carrera hacia el Gabinete…” (6).

La crudeza de su llamado debía concitar a la reflexión, eso perseguía el ya veterano hombre que a la edad de sesenta años detentaba la Auctoritas que le endilgaba su consistente ejercicio intelectual, reconocido en predios académicos y laureadas publicaciones. Desde una postura de intelectual de izquierda democrática, cuestiona la falta de conciencia histórica prevaleciente entre los venezolanos y la escandalosa corrupción administrativa que comenzaba a salpicar la élite política.

Para ello, el senador Velásquez convenía en la necesidad de recuperar el papel formador de la escuela tradicional e introducir las regulaciones en el marco jurídico a que hubiere lugar. Como hombre formado bajo rígidos preceptos de moral y buenas costumbres, rasgo palmario de sus orígenes andinos, también era padre de cuatro hijos, tres de los cuales comenzaban a despuntar los febriles veinte años.

Preocupado por el futuro de la juventud venezolana, esbozó:

“Yo me pongo a pensar, una juventud que no tiene ni en las escuelas ni en los liceos cátedras de orientación, sino de mediana enseñanza y que ve luego en la pantalla grande de los cines esa incitación al lujo, al consumo, a la riqueza fácil (…). Yo veo con alarma cómo ese avance es incontrolado y cómo las generaciones de la década de los 70 son bastantes conformistas, indiferentes muchas al destino del país y muchas dadas a la imitación de los modelos que desde las publicidades se les brindan (…). La formación en el hogar se acabó en este país” (7).

No “confundir la libertad con el libertinaje”, señalaba tajante. Imprescindible era “defender las reservas morales del país” que resultaban más importantes “que las reservas petroleras y las reservas hidráulicas” (8).

El senador Velásquez estaba muy preocupado por las fallas evidentes de la educación que recibían los niños y jóvenes en las escuelas, liceos y universidades. La instrucción que se impartía en su opinión resultaba insuficiente en la preparación para el trabajo del venezolano de las nuevas generaciones; aunado a la precaria formación cívica y democrática. En cuanto a la Historia –sostiene Velásquez– su enseñanza en el país pareciera eludir la indagación sobre lo venezolano. Los nacidos en esta tierra no habían logrado adquirir una conciencia histórica para vincular el pasado, el presente y el porvenir. Velásquez durante sus intervenciones siempre exaltaba la tradición, la historia y la cultura. Sin estos aspectos espirituales indicaba: “habrá una rica colonia petrolera. Seríamos un Hong Kong, Casablanca, un Puerto Rico; pero no seríamos una patria” (9).

Velásquez ahonda, en el discurso en homenaje a sus setenta años de nacimiento, que: “la historia es algo muy distinto que la simple crónica de los tiempos abolidos, pues ella refleja la fisonomía de una sociedad, las líneas de esa identidad colectiva que logra sobrevivir a muchas aparentes transformaciones mareando rumbos y decisiones que contrarían a nuestras leyes y a propósitos de transformación” (10). Velásquez hace este planteamiento en el contexto de la realidad venezolana en la cual el peso del pasado frenaba los cambios. La anarquía, la violencia, la pobreza y el hambre, los regímenes de arbitrariedad que predominaron en Venezuela, obligaron al pueblo a esa suerte de estrategias para la sobrevivencia.

Por otro lado, las masas campesinas que habían migrado a la ciudad no recibieron la educación cívica necesaria para vivir en democracia. Advertía Velásquez que la élite dirigente nacional no se podía confiar en un ascenso, en un progreso, sin retrocesos. Conocer las crisis políticas que ha vivido el país debía estar presente en la mente de la clase política. Con la democracia –sigue Velásquez– se había avanzado en el sentido de la convivencia de diferentes vertientes ideológicas y en la consolidación de la democracia como forma de vida. Son logros del régimen democrático, la pacificación, la reforma agraria, la política laboral y sindical, la nacionalización del hierro y del petróleo, el desarrollo económico y social de la provincia. Pero estos avances generaban nuevos problemas: el crecimiento poblacional está por encima del crecimiento económico. Había que hacer reformas. Sobre todo en el ámbito social (11).

Durante los primeros años de la década de los noventa, los venezolanos vivieron la agudización de la crisis que había hecho eclosión en febrero de 1983. La credibilidad de la institucionalidad democrática se encontraba gravemente cuestionada, las reformas a fondo del tradicional modelo económico se había topado con profundas resistencias y los indicadores sociales arrojaban cifras que alertaban en torno al peligroso incremento de la pobreza extrema.

Frente a este peligroso escenario la voz del senador Velásquez se hizo recurrente para exhortar a sus colegas parlamentarios, quienes ocupaban posiciones de conducción de los principales partidos políticos, a abrir las puertas a un proceso de reformas que desde la calle la sociedad civil había hecho suya, pero que paradójicamente no encontraba resonancia en la casa donde esas aspiraciones podían traducirse en Leyes que le dieran nueva vida al sistema democrático.

Con motivo del golpe de Estado del 4 de febrero de 1992 se inician en el Congreso Nacional una serie de intensos debates sobre el devenir del país. Velásquez, en sesión del 8 de julio de 1992, explica que la crisis que vive Venezuela es la más profunda desde los tiempos del bloqueo anglo-alemán de 1902-1903 y la Revolución Libertadora. De aquellas convulsiones de principios de siglo XX surgió un país sometido a la hegemonía internacional de Estados Unidos en lo internacional y en el plano interno, un territorio pacificado e integrado. ¿Qué surgirá del colapso de la Venezuela de finales del siglo XX? Velásquez advierte sobre el peligro de retrocesos y la posibilidad de una nación más democrática, con justicia social, si todos ponemos el empeño en ello.

Con firme convicción señala que la economía moderna en Venezuela la produjo la democracia. Las fortunas privadas, hasta los años cuarenta del siglo XX, eran de montos muy modestos. Con la creación de la Corporación Venezolana de Fomento (CVF) se incentivó el crecimiento económico privado nacional. La CVF fue liquidada en 1990, pero en su momento de auge estableció las bases del desarrollo de Guayana, la explotación del hierro, del acero, la electrificación, las centrales azucareras, la industria textil, el desarrollo agrícola, pecuario e industrial. La política educativa de la democracia permitió la educación a las juventudes en cada pueblo, en cada aldea de Venezuela. Se fundaron universidades regionales, se otorgaron becas, venezolanos de todas las condiciones sociales estudiaron en las mejores universidades del mundo. Esto trajo como consecuencia la formación de una clase media profesional.

Ramón J. Velásquez hace un alto. Respira profundo. Está emocionado. Toma aliento y continúa. Su voz carrasposa inunda el salón de sesiones. Los partidos políticos modernos en Venezuela –considerados como la vieja clase política en 1992– se encontraron a la muerte de Juan Vicente Gómez, el 17 de diciembre de 1935, con que no existían instituciones más allá de la Iglesia y el Ejército. Se vieron obligados a formar sindicatos, gremios y otras formas de organizaciones sociales modernas. En cierto modo, ese es el antecedente de la tan despreciada partidocracia. Lo más grave de los trastornos de principios de los años noventa es que al menosprecio de los grupos dirigentes se suma una grave crisis económica y social (12).

Al debatirse una propuesta de reforma constitucional, el 26 de agosto de 1992, Velásquez realiza algunas consideraciones sobre los tiempos de dictadura y nuestra democracia. Ramón J. Velásquez recuerda la arbitrariedad que caracterizó a la “justicia” durante las dictaduras de Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez. A quien se privaba de su libertad no se le respetaban sus derechos, ni el debido proceso. Eran secuestrados de los regímenes opresivos. Aherrojados o liberados al capricho de los abusivos mandatarios. En lo que respecta al tema del día, Velásquez apoya reducir, con la reforma constitucional, el inmenso poder del presidente de la República. El presidente de la República es una especie de Capitán General, dijo repetidas veces en entrevistas, en la prensa, en libros y folletos. Reflexiona sobre la democracia venezolana y recuerda que es una de las más recientes en América Latina. Sus dirigentes fundadores, Rómulo Betancourt, Rafael Caldera, entre otros, se disputaban la confianza de las masas en las lides electorales. En Venezuela la democracia es más que un simple ejercicio electoral, es un modo de vida. Respecto de las reformas necesarias para actualizar el régimen democrático, afirma que la descentralización ha significado el desmontaje del poder casi dictatorial que tiene el Presidente de la República. La reforma que profundiza el federalismo, que propone la moderación del presidencialismo y la transformación del poder judicial, debe ser apoyada por todos. Culmina así su intervención el senador tachirense (13).

La situación del país se hace cada vez más crítica. A través de los medios de comunicación social se crea un ambiente de catástrofe total. El 21 de octubre de 1992 Velásquez con serenidad y prudencia se adentra en la evolución histórica de Venezuela y en los antecedentes de la democracia venezolana. A partir de 1830 hasta 1863 dominan a Venezuela la oligarquía y los jefes guerreros, los Libertadores de la gesta emancipadora. Quienes cobraban a la patria las adquisiciones de sus lanzas. Con la Federación se amplía la ciudadanía. Se prescinde del requisito de poseer renta y de otros obstáculos a la participación. Son los años de la hegemonía de los liberales amarillos, triunfadores en la guerra larga o guerra federal. Su dominación se sustentó en la supremacía de un jefe guerrero sobre el resto y en esa suerte de federación de caudillos con sus montoneras que fue el Partido Liberal Amarillo. Alejado Guzmán Blanco del poder en 1888, el grupo dominante en la política nacional se fragmentó en diversos personalismos: rojas paulistas, anduecistas, mocheros, crespistas, etc.

A finales de siglo XIX estas pugnas personalistas se agudizaron con una crisis económica que desata la guerra. Escasea el dinero para comprar la paz. Irrumpen los andinos quienes perduran hasta 1945. El jefe de esta nueva hegemonía ya no requiere de apoyos de jefecillos guerreros sino que cuenta con el Ejército y de allí el control absoluto de la maquinaria estatal. Del Estado Centralizado Autocrático se pasa al Estado Centralizado Democrático. Hay cambios en otras esferas: la explotación petrolera permite el surgimiento de la clase obrera y media. Con la muerte de Gómez regresan del exilio los jóvenes que traen nuevas ideas de izquierda democrática, comunistas y democratacristianas.

A partir de 1936 se inaugura la participación de las masas en nuestros procesos políticos. Se reivindica el sufragio universal, directo y secreto; la incompatibilidad de funciones legislativas y ejecutivas. Se reclama la reforma social. Hay grandes cambios, sobre todo en la mentalidad popular. Se abandona el miedo y el silencio impuesto por las dictaduras y el pueblo aprendió a exigir, a reclamar, a protestar. Velásquez insiste en la importancia de la descentralización, iniciada con la elección directa de Gobernadores y Alcaldes. Pero faltaba mucho por hacer.

El senador tachirense reconoce la existencia de una gran crisis en Venezuela: la abultada deuda externa, las protestas callejeras, mayor desigualdad social, descrédito de los partidos políticos, corrupción administrativa, alto costo de la vida, especulación, déficit fiscal. Se realizan cambios para tratar de evitar el colapso: las empresas públicas ineficientes se transfieren al sector económico privado nacional e internacional. Esto, por cierto, disminuye la influencia de las organizaciones políticas que usaban esas empresas quebradas para mantener su clientela.

El Estado todopoderoso está débil y es una época de cambios. Así a grandes trancos sintetiza la historia y la situación presente del país. Tiene plena conciencia de los graves problemas. Y es conocido por todos sus colegas parlamentarios, su actitud, positiva y afirmativa, sobre el futuro del país. Venezuela cuenta con recursos humanos y naturales suficientes para salir airosa de la crisis (14). No se concretaron todos los cambios propuestos en esas largas sesiones. O no se hicieron con la suficiente celeridad. Sorprende cómo en Rómulo Betancourt, Rafael Caldera, Ramón J. Velásquez, entre otros, existía una gran lucidez sobre la gravedad de la situación. Pero no hubo voluntad en la clase política para asumir los errores y ni las reformas necesarias. Alguien dijo ante las políticas de descentralización, por ejemplo, que “no éramos suizos”. Otro, que “se retrogradaría al caudillismo y la desintegración nacional”. Y en esa Venezuela en crisis, cuyo régimen democrático estaba sometido a severos cuestionamientos, los pretores del Partido militar y guerrilleros derrotados de los sesenta, los apertrechados con la anticuada y destructiva doctrina “marxista-leninista”, estaban al asecho.

Tal situación resultó la excusa perfecta para que el monstruo del pretorianismo emergiese de sus escondrijos y saltara de nuevo al ruedo para ir tras su presa histórica, la institucionalidad democrática, civil y civilista.

Visto lo acaecido, se imponía la necesidad de recobrar la calma y la estabilidad suficiente que permitiera garantizar, sin mayores contratiempos, la realización del proceso electoral previsto para diciembre de 1993. A tal efecto, hacía falta una figura de comprobada experiencia política y de un patrimonio moral incuestionable que reuniese el consenso necesario para encarrilar el país. Y allí estaba Ramón J. Velásquez para cumplir lo que él denominó una especie de servicio civil obligatorio.

Así las cosas, el 4 de junio de 1993, las cámaras legislativas en sesión conjunta eligen al senador Velásquez, presidente interino mientras duraba el enjuiciamiento del presidente de la República, Carlos Andrés Pérez, quien había quedado suspendido del ejercicio de sus funciones como resultado de la aprobación de una solicitud de antejuicio de mérito por parte de la Corte Suprema de Justicia.

Desde un primer momento, el presidente Velásquez habló con franqueza en una suerte de pedagogía política que mucha falta hace en momentos de extremada confusión e inquietud. Advirtió que no era un milagrero y dado lo corto de su presidencia, lo sensato era crear el marco de condiciones mínimas para asegurar la estabilidad política y económica de un futuro gobierno surgido del ejercicio del sufragio.

“Tengo plena conciencia de los límites y riesgos de la labor que asumo. Entiendo la urgencia y la justicia con las que múltiples sectores reclaman la presencia y acción del Estado, que, al mismo tiempo, atraviesa por transitoria situación de graves dificultades fiscales. Esto nos obliga a no caer en promesas que luego no se puedan cumplir. Prefiero actuar antes que ofrecer. Prefiero que se me juzgue más por mis obras, que por mis ofertas” (15).

El gobierno de Velásquez vino a demostrar a la opinión pública de la hora que, independientemente del grado de consenso que pueda reinar en torno a un presidente de transición, este siempre se verá expuesto a los límites y riesgos de una crisis con tendencia a agravarse, sobre todo cuando escasea la disponibilidad fiscal y afloran las demandas de todo tipo por parte de la sociedad.

De manera que el presidente Velásquez dejó bien claro que su principal propósito era conducir al país de la manera más armónica posible hacia la celebración de las elecciones de diciembre de aquel año 1993 y asegurar la instalación de las nuevas autoridades en el ejercicio de sus funciones constitucionales.

En aquel discurso que marcaba su tránsito como cabeza del poder ejecutivo, no desaprovechó la oportunidad para exhortar, una vez más, a los principales partidos políticos a reconocer la existencia de una sociedad civil madura, que pese a las enormes dificultades del momento, necesitaba ser plenamente incluida en la ardua tarea de remozar la Democracia y otorgarle así un nuevo impulso para asegurar su continuidad en el tiempo.

Destacó el presidente Velásquez, los cortos pero profundos avances que trajo consigo la elección directa y secreta de los gobernadores de estado, representante por antonomasia de un liderazgo regional que no podía ser obviado. A su modo de ver, este nuevo cuadro político no implicaba el fin de los partidos políticos como pretendían hacer ver algunas voces agoreras. Por el contrario, la coyuntura podía resultar favorable para el establecimiento de nuevos patrones de conducta política.

A tal efecto, estimaba imperativo propiciar un Acuerdo Nacional entre las nuevas fuerzas políticas, económicas y sociales que habían despertado en los últimos años, con el objetivo en común de superar la crisis. La idea era proyectar el mencionado Acuerdo Nacional en el futuro inmediato, de manera de ofrecer al próximo gobierno, surgido de los comicios previstos para diciembre de ese año, el suficiente respaldo de la sociedad civil para poner en marcha las medidas y acciones en el mediano y largo plazo, tendentes a asegurar tanto el desarrollo económico y social como la estabilidad democrática.

“En el camino de asegurar esta nueva etapa de la vida nacional, que no es otro que librar de riesgos la democracia, el gobierno tiene que ser factor fundamental, que sin entrometerse en el proceso electoral ya iniciado, se constituya en camino de entendimiento, trabajando por reconstruir la unidad espiritual de los venezolanos, tan resquebrajada por la fiera lucha política a que hemos asistido en los últimos años” (16).

Una de las iniciativas en las cuales se reveló la voluntad de hacer del presidente Velásquez fue la de otorgarle mayor impulso a la descentralización administrativa. Sin duda, su paso por el gobierno significaba una gran oportunidad para poner de relieve la importancia de esta iniciativa que en un tiempo no lejano había sido uno de sus propulsores en compañía de otras personalidades que juntos integraron la primigenia Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (Copre).

En este entonces, Velásquez había comprendido, en su condición de historiador, que el modelo político venezolano imperante desde 1958 se encontraba en crisis, de allí que resultaba necesario contribuir desde todos los escenarios posibles para evitar el naufragio de la institucionalidad democrática y aprovechar la coyuntura para impulsar mecanismos de reforma en su propio seno.

Tras siete difíciles meses de gobierno, en que el presidente Velásquez sorteó toda clase de amenazas y riesgos, tiene la satisfacción de rendir cuenta de su corta pasantía presidencial ante los senadores y diputados electos en las elecciones del 5 de diciembre de 1993. No conforme con su sobrio ejercicio de Primera Magistratura Nacional, sin estridencias ni bacanales, que de por sí encierra una lección imperecedera, Velásquez tuvo el tino de terminar su presidencia con un mensaje que más que una memoria y cuenta de la gestión cumplida, fue un ejercicio de profunda reflexión sobre el futuro de Venezuela.

Una impecable pieza oratoria acompañada de una fina prosa, como la que adornó sus numerosos escritos, quiso dejar patente al momento de dirigirse a los representantes del pueblo reunidos en Congreso. Allí expresó con voz clara y firme las siguientes sentencias que, vistas a la distancia, guardan increíble vigencia:

  • El Estado venezolano es un ente insolvente para cumplir sus múltiples obligaciones, dado que la renta petrolera le resulta pequeña para seguir prodigando la ilusión de riqueza que se nos ha hecho creer.
  • La presidencia de la República no es más que una oficina de gestión alrededor de la cual se ejerce una demanda social inmanejable. Tenemos una presidencia del siglo XIX cuando necesitamos una que corresponda al siglo XXI.
  • El crecimiento económico en sí mismo no basta para crear bienestar social. De manera que atender las variables económicas sin atender a los problemas sociales del pueblo es un suicidio para el sistema democrático.
  • Para afrontar los problemas de Venezuela es indispensable un Acuerdo Nacional. No entenderlo a cabalidad sería entregar al país a los desmanes de una feroz dictadura. “El odio, la retaliación, la aniquilación del adversario solo conducen al desplome de la república”. Si cada cual insiste en tener la razón, el resultado será el naufragio de las posibilidades de recobrar la democracia.

Por último, indicó:

  • La reforma educativa debe ser prioridad absoluta para asegurar el cambio real que requiere la sociedad venezolana (17).

Cerró su mensaje a la nación formulando un llamado a alcanzar un Acuerdo Nacional donde se lograra plantear las soluciones a la crisis, contando con el concurso de todos los venezolanos de buena fe. No sin advertir que de continuar las pugnas y enfrentamientos entre las clases políticas, las consecuencias podían ser dramáticas para Venezuela y su quebrantada Democracia.

Así culmina Ramón J. Velásquez su carrera política como parlamentario y jefe de Estado en una inédita coyuntura política. Pero su figuración nacional en lo absoluto declinó. Las próximas dos décadas de su periplo vital estarán marcadas por su valioso testimonio que lo convertiría en una suerte de libro viviente al que todos acudían para tratar de encontrar respuestas a sus inquietudes. Siguió escribiendo, para la prensa y nuevos proyectos editoriales que vieron luz, como por ejemplo, los dos primeros tomos de la Biblioteca Biográfica Venezolana, coordinada por su gran amigo, Simón Alberto Consalvi.

Los últimos años los vivió reflexionando en medio de su gran pasatiempo, conversar con sus amigos sobre los vaivenes de la Venezuela que corría agitada los primeros trancos del siglo XXI. Por lo que a Velásquez respecta, no hay duda de que estimó haberse comportado a la altura del momento histórico en que le tocó actuar. Fue sin lugar a dudas un estadista a carta cabal.

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Notas

(1) Intervención del senador Ramón J. Velásquez para presentar el proyecto de ley de la Corporación de Desarrollo de los Andes, p. 11.

(2) Ibídem, p. 13.

(3) Intervención del senador Ramón J. Velásquez para referirse al traslado a Venezuela de los restos del escritor Pedro María Morantes “Pío Gil”, en relación con el Acuerdo del Senado de fecha 12 de julio de 1939. Proposición Aprobada, p. 35.

(4) Ibídem, p. 38.

(5) Intervención del senador Ramón J. Velásquez a propósito de la solicitud de derecho de palabra del ciudadano senador Eulogio González Maneiro para referirse al 21° aniversario de la muerte del poeta Andrés Eloy Blanco y concluir con una proposición. Proposición Aprobada, p. 39.

(6) Ibídem, p. 40.

(7) Intervención del senador Ramón J. Velásquez a propósito de la solicitud de palabra del senador Hermógenes López para referirse a las inconveniencias de algunas actuaciones contrarias a la cultura del pueblo venezolano. Proposición Aprobada, p. 49.

(8) Ibídem, p. 50.

(9) Intervención del senador Ramón J. Velásquez a propósito del exhorto al Poder Ejecutivo de declarar Monumento Nacional a la Asunción, Capital del Estado Nueva Esparta, p. 38.

(10) Homenaje al senador Ramón J. Velásquez con motivo de cumplirse 70 años de su nacimiento. Sesión del 25 de noviembre de 1987, p. 120.

(11) Ibídem, p. 128.

(12) Intervención del senador Ramón J. Velásquez a propósito de la solicitud de derecho de palabra del ciudadano senador Alfredo Tarre Murzi para referirse a los frecuentes y sistemáticos ataques en contra del Poder Legislativo. Sesión del 8 de julio de 1992, pp. 87-89.

(13) Intervención del senador Ramón J. Velásquez a propósito del resultado del trabajo de la Comisión Especial para estudiar el anteproyecto de reforma de la Constitución Nacional enviado por la Cámara de Diputados. Sesión del 26 de agosto de 1992, pp. 96-97.

(14) Intervención del senador Ramón J. Velásquez para hacer un balance histórico de la situación política, económica y social de Venezuela para 1992. Sesión del 21 de octubre de 1992, pp. 100-108.

(15) Intervención del senador Ramón J. Velásquez en ocasión de ser electo presidente de la República, p. 132.

(16) Ibídem, p. 133.

(17) Mensaje anual del presidente de la República, Ramón J. Velásquez. Sesión solemne del 28 de enero de 1994, pp. 143-161.

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Ramón J. Velázquez: sujeto y verbo del Senado. Discursos 1963-1994

Fondo Editorial de la Asamblea Nacional

Caracas, 2018


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