Lo que escribo es apenas un testimonio afectuoso hacia el mayor curador del sonido de las palabras que conozco. Alguien a quien cuando se le va a ver, se le debe escuchar.

I.

Es moneda corriente hablar de “la voz de un autor” para referirse a la manera en que su escritura nos afecta. Así, lo que en realidad es una metáfora auditiva, suele describir un hecho eminentemente visual como es la escritura, diferencia que conviene hacer después de la advertencia acerca de nuestro padecimiento fono, logo y falocéntrico en relación a la constitución esencial del lenguaje.

Pero para ser equitativos, si tal cosa cabe, otro tanto sucede con la voz cuando se usan expresiones visuales para referirnos a temas que son propios del habla. Suele decirse “veamos” para enunciar algo que va a ser explicado, o “punto de vista” para indicar, en realidad, la perspectiva que acompaña las opiniones. Estas últimas expresiones visuales, en relación al habla, han sido usadas como argumentos por los teóricos de la imagen para (de)mostrar, siguiendo de alguna manera aquellas complicadas revelaciones derridianas, que el pensamiento no es, ni mucho menos, equivalente a la voz.

¿No lo es?

II.

Apartando las advertencias de De la Gramatología, cualquier persona que tenga alguna práctica de escritura reconoce que el pensamiento fluye de una manera muy distinta a la linealidad propia de la estructura gramatical que suele pensarse solo presente en la escritura. Eso debería hacernos sospechar que nuestra forma de inscribir el lenguaje, más que representación de la voz, es una exteriorización distinta (o habría que decir “differente”) al concierto sonoro (sin-sonido) extremadamente simultáneo del pensar. Igualmente, quizás de manera equivalente (más nos vale en estos tiempos visuales intentar serlo), un productor de imágenes sabe que el pensamiento puede parecerse, en su simultaneidad, a la manera como la imagen contiene el significado.

El pensamiento puede crear, por igual, la ilusión de sonar y de verse. Y ambas exteriorizaciones (propongo pensar que no solo la imagen visual acontece en el afuera), requieren una suerte de negociación quizás parecida a la de los compartimientos freudianos del consciente y del inconsciente. Hay entonces, de acuerdo con esta torpe y provisional metáfora que encuentro, una consciencia sonora y una consciencia visual diferenciadas únicamente por el recorrido sináptico propio de cada entrenamiento individual, por lo cual, siendo así, no tendría que hacerse prevalecer alguna de estas conexiones neuronales como modalidad cultural generalizada o de mayor alcance significativo.

III.

Una consciencia sobre el sonido de las palabras, sobre la importancia de esa exteriorización, sobre el cuidado del decir hasta llegar a la declamación constante, a la declamación de todo: a la poetización de la teoría, del cuento, de la clase magistral, de la charla, de la conversación… esa consciencia extrema, pero no excesiva, es la que escuchamos en cada ocasión, en la voz de Rafael Castillo Zapata.

¿Cómo suena su voz? ¿A qué suena? Un poema atiende el sonido de las palabras y también la forma de su escritura. Una voz suena como suena cada palabra, cada letra, cada pausa, pero también a como inscribe –escribe– su cadencia. Las pausas es posible marcarlas únicamente en la escritura, para que, solo luego, encuentren una ocasión en la musicalidad de la voz. La escritura puede ser –o no– en ocasiones, eso: una partitura.

Rafael Castillo Zapata –su escritura y su decir– suena siempre a poesía. Así trate un árido tema teórico o así sea que se le impongan las maneras de la visualidad al hablar de la imagen, cada palabra es pronunciada, no solo con cuidado sino con tino. Con tono, mejor; con las reglas gramaticales que abarcan tanto la escritura como también la voz: el habla plena.

Es, la de Rafael, una voz poética.


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