Retrato de Elisa Lerner | Por Vasco Szinetar

Por CAMILA PULGAR MACHADO

¿La literatura no es un consuelo

para acallar un poco el estruendo de los machetazos?

Elisa Lerner

En las primeras páginas de La señorita que amaba por teléfono actúa Papel Literario como una referencia principal, cabalística incluso; pues su protagonista, Blanca Elvira, la “profesora de literatura española”, ha publicado aquí un artículo de dos cuartillas y medias sobre Ifigenia de Teresa de la Parra.

Creo que no podría iniciar este comentario sino aludiendo a este hecho. Es lo primero que debo mencionar sobre la magistral novela de nuestra querida escritora Elisa Lerner. ¿Por qué? Debido a que La señorita que amaba por teléfono (2016) debería comprendérsele bajo el marco de luz que emana de Ifigenia y que ha impregnado a más de una manifestación de nuestra literatura.  Ifigenia —así como Doña Bárbara— ha sido una novela capaz de prolongarse en nuestros intelectuales y aficionados de manera notable, y no hablo únicamente del género novelístico. Pero carezco de espacio, y lo que quiero decir ya mismo es que La señorita… es una novela que contiene una lectura inaugural de Ifigenia —tan peculiar como Lerner— que me lleva a considerar a esta ficción de una Caracas que va de finales de los años 40 hasta una cierta actualidad, como a una obra cuya fuerza nos pone otra vez ante los dilemas de la mujer escritora, europeizada, analista de la sociedad caraqueña, doliente de una doncellez que ha vivido en relación con un país como Venezuela.

En un sentido que diría es complejo, La señorita… traspasa las limitaciones de Ifigenia. Elisa deja a sus cómplices “unos folios” que serán ineludibles para quien los lea con acuciosa consideración de la historia novelesca de un país. La señorita… contiene no solo el personaje de una escritora mediocre que da clases en un bachillerato público caraqueño —quizás lo que más le guste hacer— y un día se lanza al ruedo de la crítica con un artículo modesto, sino además comprende al personaje de la narradora que es su estudiante, una doncella pues, y que estará sumida en cavilaciones frondosas sobre “¿qué es escribir?” (toda cita pertenece a la novela). Entonces, la “ilusión de rápido bosque” que enciende “la plaza” de la urbe y la montaña, “la magnífica montaña de cambios súbitos que tenemos en frente” abrigarán a la clarividente narradora, nuestra Hypatia, mientras ella ejecuta sus reflexiones de hondura produciendo una cosmovisión mucho más rica que la que encontramos en Ifigenia. La mundanidad de Elisa es la de un destino cuyas introversiones van cincelando (tejiendo, diría Leonardo Rodríguez) pasajes, personajes, parlamentos, croquis de una errancia inquisitiva. Esferas de sus múltiples tránsitos como el autobús, el salón del liceo, las salas de redacción, los hospitales, los cuartos propios, las ciudades (Caracas y Madrid), los barrios (El Paraíso y San Bernardino, “el barrio hasídico”); y los tiempos, el federal y el de una actualidad que va declinando hasta que la montaña “que, al unísono de la Historia del país, une y separa” sea de un blanco que “oculte los recuerdos más íntimos” de la patria.

Pero, claro, este enriquecimiento de la doncellez criolla y sus elucubraciones escriturarias es un asunto que debemos adjudicarle a la historia. La escritora que es Elisa Lerner cuenta con muchos más recursos políticos, diría, para sobrevivir profesionalmente que una mujer como Teresa de la Parra, autora en un tiempo muy eclipsado aún por la “sangre de noche federal o gomera” y por un machismo cuya impotencia y fracaso aún no había sufrido algún desmantelamiento irreparable. Como el que llega con la democracia en el año 58, ese que es el de la Generación de Elisa Lerner, además. “Estrictas islas de la escritura”, estirpe de solos, como los intelectuales de “la otra generación” —apunta Sanoja Hernández, extrayendo el nombre de un programa televisado de Elisa Lerner—. O sea, generación ya inmersa en subjetivaciones y desdoblamientos de profundidades babélicas. Así que Hypatia tiene Biblioteca y discípulos, más de un admirador que concurre a oírla en su uso de la metáfora, facultad extraordinaria o fuera de cualquier estandarización del oficio literario. Así como Sor Juana Inés de la Cruz fue la mejor versificadora de Nueva España, así Elisa Lerner es de las escritoras hispanoamericanas de metáforas más poderosas.

Escribe la narradora-escritora: “Me encanta que en mis folios la raya de la media brinque de aquí para allá. No quiero que parezcan ejércitos donde el orden reina en exceso. Han sido causa de mucho dolor bermejo en los pueblos… Democrática apetencia porque las páginas deambulen alegres en el libro a su antojo. Vayan a su aire en el derrotero desconocido que depara toda ficción. Libres de los designios de la escribidora y de los susurros fugaces de la moda literaria”. Y aunque los devenires sensoriales, kinestésicos, físicos, metafísicos también —y de una Nada que colinda con un Dios rabínico, arrullo cantor de sinagoga— a ratos nos sumerjan en evocaciones casi oníricas, diría, de las que salimos preguntándonos dónde quedó el acaecer lógico de la anécdota que hemos ido saboreando, Lerner no pierde jamás el cable a tierra, el vínculo entrañable con la realidad de su tiempo. O sea, hay realismo en este libro, dolorosamente padecido por el alma política receptora de vida que registra este perspectivismo tan mundano de su imaginario y sí somos finalmente conducidos hacia un desenlace histórico de Caracas, al menos.  A diferencia de muchos de los judíos del San Bernardino que La señorita que amaba por teléfono construye —en una fotografía sin paragón de la judeidad de nuestra ciudad— siempre prestos a continuar el forzado exilio, Elisa ha fundado un territorio, la democracia de Venezuela, que nace en el año de 1958 en el que ella será la única mujer del decisivo Grupo Sardio.

Me parece de rigor entonces intentar un resumen de la anécdota. Ya dije que La señorita que amaba por teléfono se inicia con Papel Literario y un artículo que será lo único aparentemente que Blanca Elvira logre concretar y el que va a causar algún impacto en la narradora, una joven bachiller que toma más de un autobús para llegar al liceo, “institución de cariz liberal”, apunta, y que está en el umbral de convertirse en escritora. Existe un extraño, para nada fiable, paralelismo entre Blanca Elvira y la narradora. En todo caso, esta última advierte a su profesora o al gesto de haber sido publicada en esos años de una urbe cuya vida literaria aún comprende las villas de El Paraíso; a donde esta joven estudiante va a visitar a su maestra que más que gurú se trata de una mujer que para esa época en el que las redacciones de periódicos y revistas ya podían difundir “un traqueteo”, un “océano de letras”, “a partir del cual el país quiso ser más democrático, menos militar”, es pionera en asunto de crítica literaria. El artículo no está mal, pero tampoco descuella por su prosa: “Una breve prosa biográfica, bien escrita, levemente romántica —sin llegar a apunte audaz— se leía como un embeleso cercano. Había inaugurado a Blanca Elvira a lo grande como escritora y yo creía haber encontrado un justo modelo literario a seguir”. Pero su artículo no se atrevió a decir, por ejemplo, “que la escritora con su novela Ifigenia en la mano, en guante de desafío, eligió días regados por el río riente que la vio nacer en lugar del semen de un venezolano dado a las parrandas. Sena y no semen”, arguye la genial narradora.

Esta joven judía crece y comienza a narrar sus aventuras como reportera además de su constante indagación en la vida poco afortunada de su mentora. Blanca Elvira, a pesar de representar cierta insuficiencia de una seudo intelectualidad criolla, será el gran dilema, incluso detectivesco, de esta novela, es ella la Señorita del “amante telefónico”. Y en su tragicomedia esta pueril mujer se convertirá en una gorda que provocará comentarios como “la gordura es la muralla china que el cuerpo construye con su desdicha”. En fin, la trama es riquísima, hasta humorística. Mi momento preferido es, precisamente, el de los episodios en que la narradora se amplía intelectualmente en las salas de redacción de algunas revistas y comienza a producir reportajes que no van a conformar, a la larga, su género predilecto, pero mediante los cuales la novela se lanza a una polifonía de gran narrativa.  Lamento no poder entrar en los detalles de un personaje como Marta, la hija de los españoles refugiados anarquistas, o el mismo periodista republicano español Antonio Aparicio, de apenas un párrafo. Uno de los mayores deleites de esta novela es que Caracas nunca se desencaja en una distopía en que nos hallamos tan deformados que preferimos cerrar el libro ante el susto atroz de nuestras desgraciadas derivas ficcionales. Elisa deja salir a la cronista a sus anchas y ganamos una experiencia de nuestra vida literaria de la segunda mitad del siglo XX verdaderamente íntegra.

Sí, somos seducidos por todo lo que embrollará la vida de Blanca Elvira paralelamente a la vida de su creadora, quien tendrá la misión de visitarla en su apartamento de clase media en San Bernardino. Blanca Elvira es una goy bienvenida entre sus vecinos hebreos. Visitas estas previa y posterior a la muerte de “la gorda didáctica” de vida ahogada en vicisitudes monocordes que nunca la sacarán de la severa prisión de su cuerpo sintomáticamente gozoso de glotonería. Pero la escritora de “un solo artículo” guarda un secreto que la narradora y antigua pupila resolvería si es que lo logra: la búsqueda de un manuscrito que sí existió y que sería La señorita que amaba por teléfono. “Ropaje oscuro de la escritura para que ella y el país no quedaran tan solos”.

Esta correlación, entre narradora versus personaje principal, acontece en medio de una enjambre de personajes que van desde los compañeros de aula liceísta hasta las estrellas de cine, los personajes reales que se escapan de la historia y entran en relación con la ficción como la misma Teresa de la Parra, los otros que sabemos representan a algunas de nuestras personalidades literarias a pesar de sus versiones, los vecinos del edificio de San Bernardino, novelistas, poetas, periodistas con que se topa o Blanca Elvira o la narradora,  y que alimentan la gran metáfora de esta novela. La de una sociedad letrada que ha sido bárbaramente herida por la historia, a pesar de sus ímpetus juventud, pero que sobre todo ha dejado una importante impronta, más de una huella que ahora podremos percibir perspicaz y gozosamente en aquello que las metáforas de Elisa Lerner archivan —custodian— de Caracas. Una Caracas literaria de audaz y profunda autora que transita su polis a plenitud es y será objeto carísimo para estas y las futuras generaciones de iniciados.


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