ANDRÉS BELLO, POR ORIANA ARMAND

Por ADRIANA VALDÉS BUDGE

“No las damas amor, no gentilezas…” 

Alonso de Ercilla y Zúñiga

Este prólogo no hablará de la nueva edición de las Obras completas de Bello, lo que hace el texto del editor general, Iván Jaksić. Tampoco de las circunstancias históricas que rodean este epistolario, las que se encuentran en la acuciosa e insuperable introducción de Oscar Sambrano Urdaneta, escrita para la edición venezolana e incluida en esta por su indudable valor.

Estas palabras se referirán, antes que nada, al asombro y a la dificultad de la América de los tiempos de Andrés Bello, un territorio por el que viajaron las cartas de este epistolario. A un asombro americano, el de un contemporáneo de Andrés Bello (1781-1865) como fue Alexander von Humboldt (1769-1859). Muchos personajes de la historia de Bello, entre ellos Simón Bolívar, aparecen también en la narración de los viajes de Humboldt y Bonpland a los territorios que se llamaban entonces Nueva Granada, Gran Colombia, Venezuela. La maravillosa biografía de Andrea Wulf (1) ha resucitado y popularizado en el mundo el sentido de extrañeza, de aventura, de inmensidad que acompañó los viajes de Humboldt por las tierras de América. Diez años más joven que Humboldt, Bello tuvo la oportunidad de conocerlo y tratarlo en Caracas —lo que ya es un asombro— e incluso de intentar con él y otras personas el difícil ascenso a la Silla de Caracas, que Humboldt realizó. Bello, junto a otros menos fuertes físicamente, quedó en esa ocasión en el camino (2).

El editor general de la presente edición, en su obra Andrés Bello, la pasión por el orden, ha escrito que “para el joven caraqueño de 18 años, el encuentro con Humboldt fue una verdadera revelación intelectual, ya que tuvo la oportunidad de observar directamente el trabajo de dos experimentados naturalistas (el segundo era Aimé Bonpland) con sus instrumentos científicos”. Humboldt, según dice Miguel Luis Amunátegui, mostró mucha estima intelectual por el joven Bello y sus conocimientos y aplicación; recomendó a su familia cuidarle la salud, que podría verse perjudicada por el exceso de estudio.

Al contar esta historia, intentó recuperar para lectores contemporáneos una experiencia americana muy diferente a la nuestra, que se resiste a la identificación inmediata, pues tiene una dimensión de incertidumbre, de aventura, de dificultad física, de precariedad que se aprecia perfectamente en las narraciones de Humboldt. Entonces, en Iberoamérica, la geografía era a la vez asombrosa y abrumadora. Las fuerzas físicas humanas se encontraban a merced de poderes externos muy difíciles de controlar. El mismo Bello, a pesar de la nostalgia constante expresada en sus cartas, nunca volvió a ver Caracas ni tampoco a su madre y demás familia, desde su partida de La Guaira hacia Londres. (“Tengo todavía presente la última mirada que di a Caracas desde el camino de La Guaira. ¿Quién me hubiera dicho que en efecto era la última?”, escribe en 1846). Al estar en Chile, cualquier viaje hubiera significado al menos seis meses de ausencia, sin contar los azares de los traslados en condiciones inciertas y muchas veces peligrosas, y sin contar tampoco los azares de la salud, que en esos tiempos no eran pocos: recordemos que 9 de sus 15 hijos murieron antes que su padre.

Esta inseguridad afecta también a las cartas como género. En tiempos de Bello, y en su vida, la llegada de una carta implicaba casi siempre un viaje difícil, largo, sujeto a los azares de la guerra, la piratería y las inclemencias del tiempo. Como vemos en su epistolario, por la cantidad de quejas suyas y de sus corresponsales, muchísimas se perdían. Las que llegaban a sus destinatarios, además, lo hacían con un desfase temporal considerable, difícil de imaginar en una era de comunicaciones instantáneas como la nuestra. También es difícil de imaginar, en la era de las imágenes, su inmensa importancia como fuente documental para conocer las noticias, las ideas, los lugares y personas que se describían, además de los pormenores de la vida y el temperamento de quien tomaba la pluma.

Es probable que hoy debamos dar por perdido el género epistolar como tal; las comunicaciones cotidianas se realizan con una inmediatez y una velocidad que ya se han incorporado a la vida como si hubieran estado siempre allí; los manuscritos y sus correcciones ni se ven ni se conservan; las colecciones de cartas no son ya parte de las obras completas de los autores. La extinción de las cartas es muy reciente en la historia humana, y a medida que se va produciendo valoriza el acervo de aquellas aún existentes.

Este epistolario de Andrés Bello es insólito de leer en nuestra época, una ventana abierta a sus preocupaciones diarias, a sus ideas y su trabajo intelectual, a su posicionamiento político a través de los años, a su vida familiar. Cabe advertir que a la muerte de don Andrés el número de cartas era mayor. Su hijo sacerdote, Francisco Bello Dunn, expurgó del archivo de su padre antes de confiarlo a Miguel Luis Amunátegui. Cuáles fueron sus criterios para hacerlo quedarán para siempre a la imaginación de los lectores. Tal vez correspondan a un consejo del mismo Bello a otro de sus corresponsales: “Acuérdese usted que habla con la posteridad”.

***

La misión de Andrés Bello en Londres, emprendida en 1810 y que se prolongó por más años de los que él hubiera querido, se inició de manera auspiciosa, junto a Bolívar y Luis López Méndez. Gracias a esa misión, que lo alejó de sus familiares y amigos, contamos con numerosas cartas, tanto de él como de sus corresponsales. Nos ubican en las circunstancias y van desde la más oficial y protocolar hasta la más familiar e íntima, pasando por las noticias políticas de su país, que habrían de cambiar con la victoria española sobre los independentistas y la consiguiente extinción de su cargo en Inglaterra. Quedó entonces exiliado, impedido de volver a su tierra a pesar de sus solicitudes a las nuevas autoridades. Debió procurarse la subsistencia mediante múltiples trabajos, muchos de ellos subalternos, y ni siquiera la vuelta de Bolívar al poder garantizó para él una vida aceptable en Londres ni la consideración que sus saberes y su calidad humana merecían.

En los difíciles años que Bello vivió en Londres, aparece más de una vez en sus cartas un fantasma. No es el de la pobreza, a la que dice estar acostumbrado, sino el de la miseria, una palabra que emplea él mismo y que dice temer no para sí, sino a causa de su joven familia. Se casó en Inglaterra con Mary Ann Boyland, inglesa, y llegó a tener con ella tres hijos, el menor de los cuales murió en la infancia; poco después, debilitada y abrumada, la propia Mary Ann falleció. La envidiosa vida burocrática hizo a Bello una y otra y otra zancadilla, hasta llegar a la humillación personal. Todo esto se hace patente en las cartas, como también la dignidad con que sobrelleva situaciones increíblemente difíciles.

En este epistolario se encuentra la carta en que Bolívar, con muchos años de retraso, reconoce los méritos de Andrés Bello. La carta, dirigida al ministro José Fernández Madrid merece citarse in extenso. Finalmente, el Libertador expresaba su estima por Bello y señalaba su larga data:

“…la miserable situación pecuniaria de esa legación (…) obliga al amigo y digno Bello a salir de ella a fuerza de hambre (…) yo ruego a usted encarecidamente que no deje perder a este ilustrado amigo (…) Persuada usted a Bello que lo menos malo que tiene la América es Colombia, y que si quiere ser empleado en este país que lo diga y se le dará un buen destino. Su patria debe ser preferida a todo; y él digno de ocupar un puesto muy importante en ella. Yo conozco la superioridad de este caraqueño contemporáneo mío; fue mi maestro cuando teníamos la misma edad, y yo le amaba con respeto. Su esquivez nos ha tenido separados en cierto modo y, por lo mismo, deseo reconciliarme: es decir, ganarlo para Colombia”.

Bello, por su parte, daba vuelta a la página en ese año 1829, cuando recibió noticias de la carta. Los reconocimientos de Bolívar llegaron muy tarde. Los desaires, penurias y humillaciones que Bello sufrió en Londres lo obligaron a buscar otros caminos para él y su familia. Casado en segundas nupcias con Isabel Dunn, y padre ya de varios hijos más, se embarcó hacia el hemisferio austral.

La pérdida de la Colombia de Bolívar fue la ganancia de Chile, la segunda patria de Andrés Bello.

*

Así como la geografía del continente estaba ante Humboldt para describir y clasificar la inmensidad, las diferencias respecto de Europa y el complejo vínculo entre el Nuevo y el Viejo Mundo, así estaba ante Andrés Bello un “casi todo por hacer” en materia de convivencia ciudadana en los pueblos americanos de independencia reciente. Las armas habían establecido las repúblicas; las letras serían las encargadas de trazar las líneas civilizatorias que les permitirían permanecer en el tiempo. Andrés Bello fue, en Chile, el máximo representante de las letras en su sentido más amplio. En gran medida, fue su trabajo el que hizo posible imaginar para los chilenos, y no pocos hispanoamericanos, una ciudadanía.

Antes, en Londres, el suyo fue un calvario de hombre de letras, de funcionario y de estudiante. Poco se habla en la primera parte de su epistolario sobre el constante trabajo intelectual del que dan testimonio los Cuadernos de Londres, de publicación reciente, donde se perciben las primeras siluetas de sus obras por venir, y la vocación del saber, que no abandonó ni en las más terribles circunstancias. La pobreza, la muerte de uno de sus tres hijos y luego de su primera mujer, el trabajo burocrático, nada de eso fue capaz de detenerlo en su camino hacia el saber, en sus trabajos al amparo de la biblioteca del Museo Británico.

Sus cartas serán entonces las de un sabio, siempre. Solo que el sabio en germen, el de Londres, no conocía su destino y difícilmente podría haberlo imaginado. La suerte de los hombres de armas, en su caso fundamentalmente Bolívar, decidía el destino de su enviado. La aventura geográfica de su admirado y próspero Humboldt no podría jamás ser la suya, ni era ese su temperamento ni su inclinación, más semejante a la de Wilhelm von Humboldt que a la de su hermano Alexander. Lo suyo fue ser un hombre de letras, contra viento y marea, contra una suerte adversa, contra burocracias, envidias, necedades y necesidades: eso hizo en Londres.

En esa ciudad, el sabio era a la vez un “estudiante”; sus cuadernos dan testimonio de ello. En el discurso de las armas y las letras del Quijote (que me sirve como música de fondo mientras escribo), la vida del “estudiante”, antecedente del hombre de letras, es sinónimo de penurias, de “la falta de camisas y la no sobra de zapatos”, en palabras cervantinas. Con su viaje a Chile, este sabio “estudiante” conoció el cambio “como llevado en vuelo de la favorable fortuna”. Hasta el día de hoy gobierna nuestro mundo intelectual “desde una silla”, la de su estatua frente a la Universidad de Chile, “la Casa de Bello”. Cervantes, a quien he venido citando, diría que es “el premio justamente merecido de su virtud”.

Bello es otro desde su llegada a Chile. O, mejor dicho, es el mismo, pero debidamente valorado. El tono de sus cartas cambia; para qué decir el de sus interlocutores, caracterizado por el respeto y la deferencia. Las autoridades políticas y administrativas recurrían a él cada vez que una tarea exigía especial diplomacia, conocimiento y habilidad. Se le confiaban asuntos públicos de la más alta importancia. Llegó a ser redactor del Código Civil, senador, elector de senadores y rector vitalicio de la Universidad de Chile. Su discurso fundacional de la universidad, una de las piezas esenciales de la cultura en nuestro país, habla de las letras en los siguientes términos:

“Paso, señores, a aquel departamento literario que posee de modo peculiar y eminente la cualidad de pulir las costumbres; que afina el lenguaje, haciéndolo un vehículo fiel, hermoso, diáfano, de las ideas; que, por el estudio de otros idiomas vivos y muertos, nos pone en comunicación con la antigüedad y con las naciones más civilizadas, cultas y libres de nuestros días (…) que por la contemplación de la belleza ideal y sus reflejos en las obras del genio, purifica el gusto (…) forma la primera disciplina del ser intelectual y moral, expone las leyes eternas de la inteligencia (…) y desenvuelve los pliegues profundos del corazón (…) para establecer sobre sólidas bases los derechos y los deberes del hombre” (3).

Estas palabras trazan el horizonte de los derechos y los deberes de las personas, y el de su ciudadanía; trazan también el mapa de las principales preocupaciones de Andrés Bello, figura fundacional. Hablan de las costumbres, que alguna vez dijo que son incluso más poderosas que las leyes; hablan del lenguaje; del conocimiento histórico de las obras del espíritu humano; de la comunicación con otras culturas; del gusto estético; de la disciplina intelectual y moral. Desde estas palabras, el ciudadano (hoy también la ciudadana) es alguien cuyo lenguaje es claro y lleno de ideas, conocedor del mundo, refinado en el gusto, capaz de imponerse una disciplina en las labores intelectuales y en las costumbres, y alguien muy alejado de lo que en nuestros tiempos se ha condenado como “estrechez de corazón” (4). No es este un inventario de realidades, sino un horizonte de aspiraciones, que conservan en gran medida su vigencia en tiempos difíciles como los que hoy viven las democracias del continente. También, por cierto, la primera patria de Bello; y la segunda, que redacta en estos momentos decisivos para su historia, una nueva Constitución.

El género epistolar promete habitualmente intimidad. Las cartas de Bello, como bien dice Sambrano, lo muestran “como hijo, como padre, como hermano, como amigo”, además de “trabajador infatigable”. Con sus hijos Carlos Bello Boyland y Juan Bello Dunn se conserva una correspondencia importante: el primero viajó por Europa y toda América; el segundo fue desterrado de Chile por razones de rebeldía política. Carlos Bello visitó Caracas, y su carta acerca del encuentro con la familia de su padre y el entusiasta recibimiento en la ciudad está entre las más conmovedoras del epistolario, tanto para Andrés Bello como para cualquier lector. Ambos hijos murieron lejos del padre y antes que él.

Andrés Bello escribe a su madre cartas muy elocuentes, tal vez las más desgarradoras en términos de sentimientos de toda su correspondencia, en la que no faltaron expresiones de enorme pesar. La muerte, a los 22 años, de su hija Ana fue “una de las más profundas aflicciones que he sufrido en mi vida”, anota. Tras la muerte de dos de sus hijos, recibe de Francisco Bilbao, exiliado entonces, cartas de una locuacidad romántica. Una de ellas dice: “El soplo de la muerte destroza tus injertos, dan sombra al sepulcro de tus hijos”. En palabras del mismo Bello: “Qué sucesión de desgracias en esta familia (…) Qué procesión de nombres va delante de mí al cementerio contra el curso ordinario de la naturaleza…”. Llegó a pensar que era víctima de una maldición, según cuentan algunos de sus biógrafos. No por tener muchos hijos se sintió al abrigo de “una vejez solitaria”.

Los testimonios epistolares se refieren especialmente a aquellos hijos que, por diversas circunstancias, se alejaron de Chile. Sin embargo, de ellos puede inferirse una consideración individualizada de cada miembro de su familia, por numerosa que esta fuese, y un afecto firme, sabio y constante, como podía esperarse de una persona de sus características.

El epistolario de Bello es una excelente introducción a su obra completa. Incluye tanto las cartas propias como las de sus corresponsales; incorpora las descubiertas en datas más recientes que la edición anterior; permite hacerse una idea del mundo americano que habitó, y toma la medida de su propia altura humana, académica, diplomática, política. Son además testimonio de que el discurso de las letras, y no solo el discurso de las armas, fue primordial en el surgimiento de la república, en el horizonte de sus libertades y en el trazado de una ciudadanía a la cual todavía podemos aspirar. Don Andrés Bello, nacido en una Venezuela que jamás olvidó, es uno de los pilares de la nación chilena.


Notas:

1  Andrea Wulf, La invención de la naturaleza. El nuevo mundo de Alexander von Humboldt, Madrid: Taurus, 2016.

2  M. Nava Contreras, “El día en que Andrés Bello quiso subir a la Silla de Caracas con Alejandro de Humboldt y no pudo”, Prodavinci, Caracas, 13 de abril de 2019.

3 El destacado es mío [Nota de la autora].

4 Debemos esa frase inolvidable al grupo musical Los Prisioneros, activo en Chile sobre todo en los años ochenta.


*Obras completas. Volumen 1. Epistolario. Andrés Bello. Introducción general: Iván Jaksic. Prólogo al epistolario: Adriana Valdés Budge. Ediciones Biblioteca Nacional de Chile. Chile, 2022.


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