Anti virus (2020) Caracas / Fabio Rincones©

Por ERIK DEL BUFALO

Al poeta Santos López

A diferencia del tacto, la visión o la palabra, la respiración nos ata al mundo de un modo involuntario. Por la respiración estamos en contacto permanente con la naturaleza exterior, es lo primero que hacemos cuando venimos al mundo y luego del último estertor se nos abre ese otro universo desconocido que llamamos muerte. Por ello, para los antiguos la respiración se confundía con el espíritu; en efecto, se trataba de dos nociones que eran muchas veces transportadas por el mismo significante, pneuma (πνεῦμα). La respiración ocurre en el cuerpo, pero su objeto, el aire, es exterior al cuerpo, incluso cuando se encuentra dentro de los pulmones no pierde su cualidad de sustancia independiente. Inhalar es alimentarse de un tejido imperceptible que recorre todos los seres sobre la tierra, exhalar es equivalente a salir de sí, de la experiencia del espacio abierto y, en un sentido más profundo, la prueba de una atadura con el absoluto. En la respiración somos a la vez el mundo y un lugar fuera del mundo, una interioridad que se hace en el pliegue y despliegue de la respiración.

Dentro de la respiración también fluyen las palabras, las ideas, los pensamientos que son esencialmente sonido, vibración, onda: en el aire hallase el medio por donde pasa el verbum o el logos. Puede decirse igualmente que el aire se ofrece como el terreno del espíritu, el cual ejerce de garante para atestiguar que el alma es distinta del cuerpo, y es allí, sin duda alguna, donde la pandemia del Covid-19 ha golpeado más fuerte, ha causado más estragos y donde se concentran las más profundas preocupaciones sobre nuestro futuro. Por ello, si los afectados y fallecidos concretos fueron directamente atacados por este virus en su cuerpo, el resto de la humanidad fue afectada de un modo contundente en su espíritu.

No nos extraña entonces que esta pandemia, globalizada en sus efectos inmateriales, haya atraído a tanta gente a un campo de reflexión que normalmente interesa a muy pocos, las polémicas filosóficas. Quizás por lo que Nietzsche llamaba la «gran salud», una salud que uno no adquiere nunca como se adquiere una mercancía de farmacia sino que se tiene que buscar siempre en el peligro que hace anticuerpos físicos y morales; o quizás porque la ciencia y el poder se mezclaron en una sola entidad mecánica, maquinal, una especie de nuevo Leviatán que ordenaba el encierro y nos afligía con imágenes de abusos gubernamentales a lo largo y ancho del globo. Incluso, llegamos a ver imágenes que no se habían visto desde la segunda guerra mundial, una Italia más represiva que la misma China.

Quizás lo anterior explique por qué la pandemia sacó de su abrigadero a la filosofía y la arrojó a la avidez hiperbólica de las redes sociales. En efecto, a finales de febrero de este año, desde aquel primer escrito de Giorgio Agamben, «La invención de una pandemia», una larga lista de pensadores comenzaron a saltar a la palestra de la opinión pública en red, lugar donde la filosofía se encuentra siempre como pez fuera del agua y el filósofo frente a una tribuna muy dispuesta a abuchearlo. La primera acusación contra Agamben fue que los «hechos» lo contradecían. Y, evidentemente, ¿qué puede un filósofo hablar de hechos en contra de los datos de la OMS, las grandes autoridades epidemiológicas, las instituciones médicas, las encuestadoras, los grandes medios de comunicación masiva y la casi totalidad de los gobiernos occidentales? La tesis principal de aquel artículo del pensador italiano gravitaba sobre el aire, el aire donde también están sembrados los conceptos filosóficos. Pero, a despecho de lo que se pueda creer intuitivamente, es en el aire, y no el cuerpo, donde en realidad progresa el objeto de la biopolítica, noción legada por el filósofo francés Michel Foucault y que fue acuñada, no por casualidad, en el contexto de una conferencia sobre higiene pública. En dicha conferencia se insinuaba que toda política pasa por el cuerpo, pero no es corporal, sino científica, medica y estadística. Así la biopolítica nunca se manifiesta como poder, se ofrece, en cambio, como salud. La salud corporal y conductual, personal y pública a la vez, se entiende; en un mundo que está muy lejos de aquel nombre latino tan cargado de sentido, palabra acorde, haciendo sonar a la vez tantos significados: la arcaica palabra salus de los romanos, donde salud, libertad, existencia y salvación se confundían con seguridad. De esta amalgama solo queda la complicación recíproca entre salud personal y seguridad pública, que, para Foucault, conforma la articulación cardinal de la política en las grandes democracias modernas. Por ello, el Estado ya no solo es árbitro, policía y docente, también es médico y terapeuta, lingüista y moralista, cuidador no solo de la ley y el orden, sino de las costumbres y creencias, de los sentimientos morales y hasta de la sexualidad.

El artículo de Agamben, heredero cierto de aquel Foucault de la biopolítica, luego de enumerar todas las medidas que para entonces había adoptado el gobierno italiano, medidas todas equivalentes a las disposiciones de un estado de excepción, termina diciendo que «en un círculo vicioso perverso, la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos es aceptada en nombre de un deseo de seguridad que ha sido inducido por los mismos gobiernos que ahora intervienen para satisfacerla». El miedo, no el virus en sí mismo, o, más propiamente, la soberanía del miedo es el fantasma que atormenta al filósofo; fantasma que no está mudo sino vocifera con estridencia y que no duda en atacar inmediatamente acusando al pensador de irresponsable, de errático, de poco serio o científico. Un viejo cuento sufí dice: Nasrudín vio la peste pasar y le preguntó a dónde se dirigía. «Voy a Bagdad a matar a 10.000 personas», respondió la peste. A su regreso Nasrudín, muy molesto, le increpó a la peste que lo había engañado, pues en realidad había matado a 100.000 personas. La peste, sintiéndose agraviada por la acusación del maestro, le replicó que ella solo había matado a 10.000, como había prometido, el resto de las personas había sucumbido por el miedo a su presencia.

Miedo que, antes de ser una emoción, preexiste a los hombres como un miasma, como una pestilencia en lo invisible, como la corrupción del aire que respira el espíritu. De modo que, si el espíritu significa respiración, el miedo significa un pantano que emana efluvios fétidos e irrespirables. Ciertamente, Agamben, cometió el desliz de comenzar su breve artículo con estadísticas, lo que lo arrojó inmediatamente al terreno de la cantidad y de la razón tecnocrática, que en sí misma representa la anulación de toda comprensión espiritual, pneumática, del problema. Por ello, tal vez, la airada respuesta de Jean-Luc Nancy, el primer filósofo materialista, en oponerse exasperadamente al italiano, comentando incluso una anécdota personal que involucraba su propia salud y en la cual Agamben habría sido  el responsable de darle un mal consejo médico que habría puesto su vida en peligro mortal. Este matrimonio, realizado en la respuesta de Nancy, entre razón técnica y mera opinión anecdótica, la cual siempre es capaz de encapsular miedos profundos, inconscientes y maquinales, ha constituido la atmósfera de este debate filosófico, al que se sumaron luego nombres como el de Slavoj Žižek, Yuval Noah Harari, Byung-Chul Han y Markus Gabriel, por decir solo las famas más prominentes. Todos, no obstante, coinciden, más allá de ideologías y escuelas, haciendo eco con la primera preocupación de Agamben, que el problema de esta pandemia pivota esencialmente en la juntura de tres factores: el control de la población, la normalidad pérdida y el miedo permanente. Miedo cuya dialéctica determina al poder desde abajo y la vida corriente de la población desde el poder. Sumisión voluntaria que recibe del poder el cuido y del metapoder el entretenimiento. El poder del Estado, sin duda, pero también el metapoder intangible, no gubernamental, que reside en organismos supraestatales como la OMS o la ONU, o infraestatales, como el de las fundaciones «filantrópicas», por ejemplo la de Bill Gates, que también, y no por azar seguramente, está emparentada con la industria biomédica, especialmente aquella que investiga nuevas «vacunas inteligentes», capaces incluso de «modificar permanentemente nuestro ADN».

El miedo colectivo donde se sumerge la angustia individual por la ruina de una normalidad pretérita, las modificaciones en las formas de producir o de trabajar, en esta gran migración de las fuerzas creativas desde el estrato físico al estrato virtual, nos lleva directamente al plano de la comunicación, en su sentido primario, como lo común entre los hombres antes de su accionar, de su hablar, de su pensar. A propósito de la «peste negra», Giovanni di Paolo di Grazia (Boccanegra) pintó, hacía 1437, la Allegoria della Peste Nera, obra en la cual la peste bubónica se encuentra representada como una muerte alada; es decir, la muerte viene del aire, en tanto creatura que penetra nuestra respiración y que, a pesar de ello, cabalga sobre un negro caballo que simboliza que su fuerza yace firme sobre la tierra y galopa sin miedo por todos los confines de Europa. En esta pintura, la peste va arrojando sus flechas como un albur, sin apartar a los hombres justos de los injustos; hecho que está personificado por seis jóvenes que juegan a los dados, esperando con terror la fatalidad de la contagiosa enfermedad.

La primera imagen de la peste es la muerte del otro. Esta muerte del otro ha quedado plasmada de un modo preciso por el ensayista Maurice Blanchot, quien por cierto siempre prefirió el aislamiento y la soledad, en La comunidad inconfesable (1983): «Mantenerme presente en la proximidad del otro que se aleja definitivamente al morir, tomar sobre mí la muerte del otro como la única muerte que me concierne, he allí aquello que me saca de mí y es solo esta separación que puede abrirme, en su imposibilidad, a lo Abierto de una comunidad». Lo abierto, o la normalidad de nuestra experiencia con el mundo, es lo que ha tratado de cerrarse a propósito de esta pandemia, que se manifiesta primeramente como encierro, abandono y silencio de la tierra. Esta enfermedad quizás haya revelado su crueldad más en las medidas que se tomaron para combatirla, como el confinamiento masivo, el toque de queda en muchos casos, el distanciamiento social o el uso delirante, traicionero, o no especializado del barbijo o tapabocas, el cual nos obliga a respirar nuestro propio aliento todo el tiempo, creando una barrea con el mundo cada vez que inhalamos y produciendo una brecha con el afuera cada vez que exhalamos. Pero también nos empujó a la migración de nuestra capacidades creativas o productivas al espacio «en línea», que nos arroja a un afuera carente de exterioridad, sin aire, donde las personas son puras imágenes, apariciones, sin cuerpo ni espíritu. Ya no es tan fácil respirar el mundo. O quizás sea la creación de un mundo irrespirable la nueva distopía de los poderes fácticos del globo. Entonces la agenda apocalíptica de la ecología adolecente a lo Greta Thunberg, el malestar social, laboral, sexual y racial, la «posverdad» y la crispación de la corrección política se asocian al Codvid-19 en una gran brisa destructora como la que arrasa, en la Cábala hebrea, al ángel de la Historia hacia un futuro lleno de escombros que vienen del pasado. A propósito de esto, Walter Benjamin, en la tesis IX de sus Tesis sobre el concepto de Historia (1938), describe a este ángel arrastrado por un «viento huracanado que viene del Paraíso». Un paraíso, no obstante, que ha perdido sus signos teológicos y que no es otra cosa que la promesa moderna de sustituir toda respiración (la vida entre el nacimiento y la muerte) por la inmortalidad artificial prometida por nuestra época. «Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso». Así, sobre el miedo de la peste, se instala en la mente de los filósofos actuales la nueva soberanía del progreso, cuyo rostro hasta ahora no deja de presentarse como formas de un totalitarismo débil o molecular, pero no por ello menos atroz y efectivo.

Es de este modo que el polémico texto de Agamben, escrito en el umbral de esta pandemia, no es acertado ni desacertado, erróneo, imprudente o falto de responsabilidad, más bien su tono es profético, en tanto anuncia la posibilidad no ya de una salvación sino del fin del mundo que conocíamos y que nosotros llamábamos «normalidad». Este cambio en el mundo futuro no luce, sin embargo, espectacular; probablemente, su aspecto más peligroso sea tan sutil como el aire, simplemente pretenda eliminar, acaso, esta materia etérea que se encuentra en la respiración, invisible, incorpórea, imperceptible e inadvertida muchas veces y que no solo nos mantiene vivos sino que también hace que la vida humana sea digna de ser vivida, y que los antiguos llamaban espíritu.


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