Elizabeth Schön, Guarenas (1956) | Alfredo Cortina / © Archivo de Fotografía Urbana

Por LUISANA ITRIAGO

Lo existente es una piel nacida

de lo inexistente

para la palabra y el vínculo

(Elizabeth Schön: La flor, el barco, el alma)

Una primera mirada para descifrar los hilos reveladores del universo poético de Elizabeth Schön remite, inicialmente, a la enumeración de elementos diversos como constante iluminadora evidente en la construcción de sus versos. No es afán gratuito de inventariar, tampoco de establecer límites, ni de señalar oposiciones, lo que cohesiona los disímiles elementos de estas enumeraciones. La coherencia nace de sutiles relaciones enhebrándose en permanente fluir hacia una totalidad. Así, por ejemplo, desde el cálido recinto de lo inmediato sensorial, se surcan tierra y espacios, al unísono “con la redondez plena del mundo y de los astros”:

“…

Te prefería suave,

caluroso,

dulce,

de las acequias,

los arroyos,

los nidos,

los aires,

los espacios,

con la redondez plena del mundo

y de los astros” (1).

O bien, desde la simplicidad del “Punto de la flor”, se alcanza simultáneamente la unidad “en los cielos todos”:

“Punto de la flor

Punto de la piedra

Punto del árbol

Punto del cielo

en los cielos todos” (2).

Gradualmente se va develando una especial armonía cuando cada palabra requiere para deslizarse de la presencia de otra, y otra más, hasta alcanzar su sentido en el espacio del vínculo “para que los límites no nos asombren como precipicios lejanos unos de los otros”:

“El espacio de los puntos

y de las líneas

es igual al de la piel,

ambos tejen las distancias

para que los límites

no nos asombren como precipicios

lejanos unos de los otros” (3).

Los diversos elementos, objetos y seres designados a través de este nombrar enumerativo se articulan en una red de afinidades en la que se vislumbran insospechadas cercanías:

“Para la vida sólo existe

la necesidad de la unión.

Y si no quieres creerme,

mírale el círculo a la tierra,

ve cómo la sujeta

ve cómo mantiene actuante

cuánto vemos y no vemos,

cuánto amamos y no amamos,

cuánto nace,

se multiplica

y muere.

Y proseguías

– Entonces,

¿Por qué asombrarse

frente a los muchos semblantes diferentes,

y atemorizarse

ante un agua con el viento

y el fuego dentro?

Y lo repetías

– La redondez del círculo

lo soporta todo,

aun a ti,

a mí,

tan distintos uno del otro…” (4).

No es el caso, sin embargo, de que el requerimiento de vínculo nazca porque la palabra en sí misma se considere vacía o carente de significaciones; por el contrario, caracterizar este universo poético es confirmar la reivindicación —enraizada en la función esencial de la poesía— del nombrar como portador de las más genuinas relaciones del ser humano con el mundo: la instancia primigenia del nombrar se despliega sugerentemente en los diversos libros de Elizabeth Schön.  Así lo podemos constatar en las frecuentes y variadas imágenes referidas a dicho proceso, algunas de las cuales enunciaremos a continuación:

Desde un despertar que descubre las cosas, en donde, por ejemplo, contemplar el fruto, la hoja y el árbol es apropiarse y sentir “el latido amoroso” de una “silenciosa entrega”:

“Mirar al fruto y sentir.

quedar allí,

junto a su lumbre

escuchando,

amando,

… (5)

“Arribar a la hoja

y saber que jamás la habíamos habitado

y quedarnos con ella

aspirando su lento fluir

su tímida convulsión

… (6)

“…

que el árbol entre

para aprender a distinguir su cuerpo

y poseerlo

hasta sentir que en los espacios

vibra únicamente el latido amoroso

de su silenciosa entrega” (7).

Hasta la constatación de que a cada cosa va adjunta su voz, instante privilegiado que sólo puede aflorar cuando las pupilas de un niño tocan lo hondo de la tierra: “Va el niño./ Va hacia donde están los aires, las lluvias, los hombres. / Y sólo si sus pupilas tocan lo hondo de la tierra se le ofrece el nombre…” (8).

Cada palabra busca recrear la sorpresa de ese primer instante que devela la existencia de los objetos y de nosotros con el mundo:

“Digo mar

y resplandecen las rodelas

y se alargan los alcores

mas sólo he pronunciado

aquella voz primaria

con la que el hombre

se unió a la tierra y a los cielos” (9).

Esta voz no es simple simulacro porque al retumbar, “igual al árbol, / al viento,/ a la arena, / ella también posee” y, como frágil embarcación, recorre cielo y tierra para otorgar “la primaria y única ofrenda” propiciatoria del nacimiento:

“…

La palabra

pequeña nube

pequeña embarcación

que recorre todos los extremos

del cielo y de la tierra

llevando consigo aquella

primaria y única ofrenda

de la que nacieron astro,

césped

pupila y sol…” (10).

Entonces, porque cada palabra ciñe en su nombrar con ese “peso de las cosas que si vamos a nombrar estalla” (11), pueden tejerse redes unitarias de sentido en las que “el enlace se asienta con la reciedumbre del pedestal encajado en la tierra” (12).

La misma constitución de la palabra poética, presagiadora del vínculo desde su honda raigambre existencial, inunda las imágenes que se convertirán en símbolos de polifacéticos significados en cada una de sus obras (13). Ellos comportan características que sugieren la constante movilidad para acercar: así los velámenes cruzan los mares; el labrador lanza las semillas; el pájaro en su Incesante aparecer, anula las distancias y los límites.  Otros símbolos afianzando aún más esta voluntad de cercanía, se presentan como recinto acogedor.  Así la gruta, el grano, el nido, la cesta, la cisterna, la vertiente, el fruto, pasan a ser inmensos continentes donde se establecen el albergue, la comunión de la ofrenda o de la dádiva. Desde esta perspectiva, la palabra poética pareciera convertirse en un gran vientre materno en indetenible gestación: simiente fértil para el alumbramiento y la vida.

Una fina urdimbre de correspondencias emana de la entraña de este particular nombrar poético y a los aspectos ya revisados se añaden los impedimentos que obstaculizan la senda del hallazgo para asentar el vínculo. En este recorrido se hace inminente, en primera instancia, el destierro de la razón:

“Que retome la frescura a la cuenca

para sentir de nuevo

su constante dulzura

donde resuena el antiguo camino de los bueyes

y seguir,

para que nunca más

la razón anide

en la senda oscura del hallazgo” (14).

Este destierro implica que la verdadera sabiduría no se otorga al abrigo del axioma o de la ley: ella nace cuando el alma contempla por primera vez:

“Hay una sabiduría

que se siente si al alma

le arrancan sus vellosidades

y contempla como si nunca

hubiera visto.

Las otras sabidurías

las que brindan el axioma

la ley

son ropajes con los que los seres

se revisten…” (15).

La verdadera sabiduría “es la del río / que se desliza, / la de las aguas que reciben / y reparten los resplandores” (16). Es la sabiduría que, más allá del teorema y de la ley, proporciona “el único y veraz descubrimiento”:

“…

Sólo se es capaz de un descubrimiento

y no el que implica el teorema

la ley.

hablo de ese único y veraz

que nos hace sentir como si

nunca se hubiera visto,

y jamás hubiera existido el tiempo,

el lirio,

¡el primer sol!” (17).

Equívoco como las falsas sabidurías, resulta olvidar “el círculo hondo, solitario” para colmarlo “con oro, gloria o poder”:

“El hombre en su ahínco por la materia y lo material

ha olvidado que en él hay un círculo hondo, solitario,

que no se colma con oro, gloria o poder…” (18).

“Los planes y el poder deslumbrante para el ópalo y el oro” alejan al hombre de la paz requerida para alimentar y asentar el vínculo amoroso:

“…

vive el hombre de planes escapándosele la paz y con la paz la calma para nutrir el grano y asentar el vínculo amoroso.

insiste el hombre en el poder

duplicándose las coordenadas del arabesco, el ópalo y el oro

el poder es una espesa neblina y como tal arranca los ojos para que no se pueda contemplar el perenne dolor de lo que oprime y menos se pueda saber, aún llegar a ese lugar oculto, íntimo, de cada quien, que tanto requiere, exige…” (19).

La carencia manifiesta de la razón, del poder, de la gloria, de “otras sabidurías”, de la riqueza y de la inteligencia para proporcionar relaciones esenciales con el mundo remite al significado último de la función poética en la obra de Elizabeth Schön.  Este significado surge como el hilo que “surca el espacio” para ser contemplado por “el anhelo de la perenne compañía”:

“El hilo que trae

el resplandor del alba

es aquel que surca el espacio

y sólo lo contempla

el anhelo de la perenne compañía,

el deseo del bosque

cuyas copas se dirigen

hacia la inmensidad y siguen” (20).

Y mientras “el entendimiento” ofrece apenas hitos en el camino, la fundamentación para la permanencia es de la índole de la flor y del amor:

“…

La flor,

el amor,

nacen y nacen a cada hora,

a cada instante,

y como si jamás hubieran existido,

son esos manantiales

que desde lo hondo de la tierra estallan

y no es posible detenerlos.

Lo demás,

el axioma,

la ecuación,

quedan para el entendimiento

como los puntales

que asoman en las llanuras

y sólo sirven

para que el gavilán se afinque

y emprenda el vuela” (21).

Es así como “todo nombre adviene del reticente amante”, convirtiéndose el amor en impulsor de ese nombrar que, desde su profunda dulce presencia, permanece simplemente “en hilo”, “en estambre”:

“Llegar,

luego hendir,

y hendir más

hasta que no sea posible hendir,

para permanecer en hilo,

en estambre,

con dulzura o simplemente

sabiendo que todo nombre

adviene del reticente amante” (22).

Hontanar que es el fundamento de la unión “si descubrimos el largo camino del sembrador”, desde donde la tierra lanza sus carpas hacia el viento, para el encuentro y el “enlace de todos los costados”:

“…

El amor es hontanar que se mira

si descubrimos el largo camino del sembrador

y si te llamo es porque el encuentro existe.

Y si sigo llamándote

es porque la tierra

lanza sus carpas hacia arriba,

hacia el viento,

hacia el enlace de todos los costados” (23).

La fuerza motriz del amor es entonces la que posibilita la función poética, al presentarse como la única vía para afianzar vínculos y certidumbres, en la ínsita necesidad de comunicación y pertenencia latentes en cada verso.  Es la poesía así concebida el camino para develar el hilo tenue que disuelve los opuestos y para vislumbrar en Encendido Esparcimiento la infinita presencia luminosa del Ser: el canto y la voz ofrecen la lumbre requerida “para el ascenso suave” hacia el “siempre Ser en el hombre y lo infinito”:

“El canto es suave, suave lo que adviene desde la hondura del comienzo.

El canto es dulce, dulce la palabra cuando brota del origen íntimo, ancestral.

Y la voz

un tiento en la prematura aparición, una fluidez en lo intocable de la abertura.

Luego su extensión, su arribo, para que los que buscan y anhelan encuentren en ella la lumbre requerida de lo abierto y sin otros bordes, otros sustentos, que su suave y dulce prolongación

Así emana el fuego, pasa

Así el fuego con el esmalte de un sol para el ascenso

suave, dulce…

Así el Ser en Ser de Ser, siempre Ser en el hombre y lo infinito” (24).

Del vínculo visible —piel de enumeraciones que recubre los versos de los poemas— se llega al supremo vínculo amoroso, tejido al abrigo de la lumbre de voz y canto, en suave, dulce prolongación hacia el infinito.


Referencias y notas

Todas las referencias y notas corresponden a poemas y libros de Elizabeth Schön.

El prólogo titulado Poética del vínculo acompaña su Antología Poética, publicada por Monte Ávila Editores en 1999. Colección Altazor.

Nota Final

“Los poemas que aparecen en esta Antología fueron seleccionados y corregidos por la autora y Luisana Itriago. A ella mi más sincero agradecimiento y mi más fiel cariño”.

E.S.


1 Incesante aparecer, Caracas: Imprenta de la Universidad Central de Venezuela, 1977, p.17

2 Aun el que no llega. (Colección Vertiente Continua). Caracas: Gráficas Acea, 1993, p.3.

3 Ibídem, p. 36.

4 Incesante aparecer, op. cit., p. 52

5 Es oír la vertiente. Caracas: Imprenta de la Universidad Central de Venezuela, 1973, p.39.

6 Ibídem, p. 40.

7 Ibídem, p. 41.

8 Del antiguo Labrador. Caracas: Editorial Arte, 1983, p. 27.

9 La Cisterna insondable. Caracas: Talleres litográficos de “Servicios Venezolanos de Publicidad”, 1971, p. 97.

10 Ibídem, p. 103.

11 Es oír la vertiente, op. cit., p.47.

12 La cisterna insondable, op. cit., p.98.

13 Estos símbolos aluden a los títulos – Del antiguo labrador, Incesante aparecer, La gruta venidera, El abuelo, La cesta y el mar, La Cisterna insondable, Es oír la vertiente – así como a imágenes cuya reiterada presencia las convierte en leit motiv y que circulan en las diversas obras de Elizabeth Schön.

14 Es oír la vertiente, op. cit., p.56.

15 Es oír la vertiente, op. cit., p.56.

16 La cisterna insondable, op. cit., p.130.

17 Ibídem, p. 136.

18 Encendido esparcimiento. Caracas: Imprenta de la Universidad Central de Venezuela, 1981, p.70.

19 Ibídem, p. 69.

20 La cisterna insondable, op. cit., p.116.

21 Ibídem, p. 126.

22 Es oír la vertiente, op. cit., p.54.

23 La cisterna insondable, op. cit., p.116.

24 Encendido Esparcimiento, op. cit., p.60.


Recordatorio

No puedo equivocarme al decir que fuiste, en todas mis edades, la persona más cercana. No podía entender cómo siempre estabas, con tu ternura y amor infinito, para entregar tu máxima ofrenda de afecto y cercanía.

No tengo palabras para describir esa magnífica y cálida relación; existió y perdura siempre en lo más recóndito de mi ser para nutrir mi amor por la vida y mi más profunda espiritualidad.

Admiro la amplitud y riqueza de tu alma generosa. Te amo, Nanita,

Luisana.


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