Gabriela Rosas | Alejandra Flores

Por JOSÉ LUIS MORANTE

La colección Arcania que impulsa la poeta y editora María Gabriela Lovera Montero, en el catálogo digital de Petalurgia.com, acoge Descarrilada, un nutrido equipaje de aforismos de Gabriela Rosas (Caracas, 1976). La venezolana desempeña un quehacer plural en el que son facetas complementarias la poesía —verdadero hilo conductor de su estética—, la narración breve, el quehacer editorial y la docencia en talleres de creación. A lo largo de su recorrido, el horizonte de publicaciones integra las entregas La mudanza (1999), Agosto interminable (2008). Blandos (2013), Antología de Cuentos Postmodernistas (2014), Quebrantos (2015), y Con Truman y sin ti (2021). Su obra poética, parcialmente traducida al inglés, italiano y otros ámbitos idiomáticos, está ampliamente representada en revistas y antologías y ha conseguido reconocimientos como el Primer Premio Nacional de Poesía para Jóvenes Juan Antonio Pérez Bonalde (1995) y el Primer Premio en la Bienal Nacional de Literatura Lydda Franco Farías (2014).

Por primera vez, de forma monográfica, Gabriela Rosas añade a su trayecto el minimalismo y la voluntad lacónica del aforismo. Desde la síntesis expresiva, amanece la entrega digital Descarrilada, cuyo título, según comenta la poeta y editora María Gabriela Lovera, proclama un expresivo gesto de rebeldía. La obra de Rosas se integra en un proyecto editorial colectivo personificando el naipe de El Carro, séptima carta del Tarot. En las veintidós imágenes que componen la baraja, la elegida representa el control de la mente sobre las pasiones. Cobra así un sentido pleno el estar “descarrilado”; es decir, el no seguir los trazos del camino y avanzar por fuera, en la periferia de lo establecido, rompiendo las normas del estar diario. Sirven de umbral al libro dos incisiones mínimas seleccionadas del aporte textual de Eugenio Montejo —“Ama que se va el día”— y de José Luis Morante —“Con letras de lluvia escribía otro sueño”—. Las dos se integran en la estela del aforismo lírico, cultivado por escritores referenciales como Juan Ramón Jiménez o Rafael Cadenas.

El decir breve de Gabriela Rosas constata una fértil veta existencial que emana directamente de su mundo poético. Conviene recordar que la escritora cultiva un intimismo humanista, claro espejo del yo interior, en el que se vislumbran obsesiones básicas como el amor y el desamor, un territorio pasional siempre convulsionado por el deseo y el oscuro vuelo de la pérdida, la disgregación en el tiempo o la zozobra de encontrar sentido a la propia existencia. Las hebras lacónicas alientan un trayecto reflexivo donde los estados vivenciales resuenan con fuerza: “Para amarte me inicié en el fuego”, “Ser el poema o el rayo, la misma intensidad, la misma quemadura”, “Cada uno con su derecho al incendio”, “Para decir amor, primero digo cuerpo”, “Que tu boca sea el lugar donde nos encontramos”, “Llueve y es contigo”, “Pensar en la llama me consumió”. Son textos que se desmarcan de una contemplación distante y objetiva del trasiego afectivo y se nutren de un activismo cercano que apenas encuentra calma.

También la palabra es cuerpo que renace en cada amanecida con músculos y huesos, abrazo y calidez. Los interrogantes del quehacer poético desvelan, como si recorrieran la oscuridad tanteante de un espacio interior, dilatados enigmas. Abren ventanas de comprensión, enlazan el legado de la experiencia biográfica y los trazos del quehacer escritural: “La poesía nos hace mejores amantes”, ”Escribo para que el cuerpo sea poema”, “Sin dolor no hay placer”, “La poesía es como el amor, te pasa o no te pasa”. El personaje definido en los textos de Gabriela Rosas mantiene un compromiso con la lucidez; postula en su mirada una realidad insuficiente, alejada del temblor estival y la calidez celebratoria de los cuerpos al sol. Quien habla es una incisión vulnerable de nostalgia. Desde la evocación, la ausencia encuentra sentido y permanencia.

Resalta en esta levedad la perfección semántica de algunos aforismos, cuajados de belleza: “Desamparo es no tener quien te desnude”; o la excelente reflexión paradójica: “Yo estaré de pie cada vez que me olvides”.

El recorrido argumental de Descarrilada nos deja entre las manos una actitud en guardia, donde el repliegue en los laberintos interiores es el camino franco para la memoria. La experiencia vital se erosiona por el discurrir del tiempo, ha perdido certezas para agostarse en los espejismos de un estar carente de ideales. Es el tiempo de negociar coherencia y dejar sitio a las sensaciones que testimonian la derrota.

En esa intemperie, las presencias familiares se convierten en refugio donde germina lo vivido; nace así la brisa del retorno, la necesidad de convertir en permanente patrimonio la fuerza terapéutica del aforismo. Los recuerdos se hacen voz contra el estar a solas. Con dicción despojada, en la mirada fragmentaria de Descarrilada, Gabriela Rosas armoniza pensamiento y lirismo existencial. En los dardos conviven la voz sosegada de lo coloquial y una percepción que guarda el misterio de la intensidad y el tanteo fecundo de lo  imaginativo. La voz expande nervaduras con sinceridad emotiva, con esa austeridad de ojos abiertos que escribe un desenlace a la esperanza.

Diez aforismos

Ninguna flor obedece a su silencio.

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No es que te lean, es que te relean.

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Desamparo es no tener quien te desnude.

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Cada uno con su derecho al incendio.

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Que tu boca me sirva de oración.

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Que el viaje sea tu cuerpo.

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A mí el mar se me derrama.

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Llueve y es contigo.

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Esto de ser nosotros es agotador.

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Las palabras no se recogen.


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