Ida Gramcko y Elizabeth Schön (1950) | Alfredo Cortina / © Archivo Fotografía Urbana

Por IDA GRAMCKO

Elizabeth Schön comenzó a escribir para verter una serie de pensamientos que se habían ido acumulando en torno a antigua y densa interrogante. El alma, la esencia, el hombre, todo el venero filosófico que los grandes libros nos han trasmitido a través de los años, parecía vivir una edad nueva en el joven recinto de su corazón recién nacido a la palabra.

Aquello era una cosa íntima, casi un diario de aprendiz, un cuaderno de reflexiva colegiala.

Pero la palabra hizo su buen juego de luces y, un buen día, en que sobre el tapete de la página, ella había colocado su oscura ficha problemática, la risa comenzó a saltar, los saltamontes se le fueron a la zaga y un corro de animalejos del bosque la rodearon en una ronda mágica. Lo mejor de todo es que no se dio cuenta y que el fino lenguaje de su espíritu siguió solapadamente su proceso mientras la mano creía agarrar solamente una idea, el brillo de una idea, la estrella más cerebral y lejana.

Quiénes tuvimos conciencia del asunto fuimos los otros, el público improvisado que, como otra ronda inquieta, se lanzó sobre sus cuartillas apasionadas y desordenadas.

Y los amigos, los vientos y los pájaros nos alegramos realmente, de acuerdo con el júbilo de la voz que se sentía reconocida y afirmada. Imaginamos que los pensativos maestros que forraban las tapas de los libracos, con efigies de camafeos o de viejas estatuas de mármol, también aplaudieron en el corro familiar, silvestre y humano. Porque había nacido un poeta, y cuando nace un poeta, el júbilo de la tierra suelta sus más altas y henchidas cataratas. Cataratas también, fuerza torrencial y telúrica, y hasta fontanas tibias y líricas de las que aún se peinan las crenchas sobre un blanco tazón jardinero y cercano, aparecían, como salpicaduras, entre la precisión de las teorías y entre la fija luz de los enunciados. Toda una reverberación de farolillos, un paso nocturno, recorriendo pasillos, conduciendo bujías y lámparas. Tropical, y, de repente suave; enérgica, y después, ondulante la libre poesía de esta nueva voz que nos nutre, para nuestro entusiasmo, no se percató en los comienzos, de su oportuno hallazgo. Pero el idioma siguió creciendo, bifurcándose, enriqueciéndose de gemas, máscaras, escalofríos, espantapájaros, y llegó otro día en que hubo que posesionarse de la circunstancia. Y la autora de La zapatilla de un tiempo, libro en preparación, se dedicó, con la paciencia de una estudiante simple, con los ojos muy abiertos y el insomnio en la cara, a disciplinar, a ordenar y a despejar su tesoro de siglos, el enorme legado que, como el maná, le había caído del cielo, del cielo con nubecillas de su pureza y su huérfana infancia.

Pero ¿cómo iba a desterrar la profundidad inmutable que se desprende a veces del vocablo? No había sido un huésped; era su habitante y su entraña. Y Elizabeth Schön tuvo la sabiduría de conservarlo, envuelto en gasa fina, en un halo de terciopelo, casi con la gargantilla de pétalos que asoma en muchas de sus frases. Curioso encuentro de una triade de elementos y de capacidades: la exaltación salvaje, la serena conclusión, la ingenuidad estallante…

La selva, el cráneo, la caricia mansa… Y esta última, en muchos de sus trabajos, porque Elizabeth Schön parece moverse siempre dentro de una atmósfera de cuidadas penumbras, de esmalte y de porcelana. Y, de pronto, a través de un deslizamiento en el que parece resbalar y caer en un prado el golpe súbito, la piedra lanzada en mitad del lago. Cuatro, cinco, diez redondas y agudas verdades.

Estamos, entonces, ante la perspectiva de un artista completo, capaz de integrar sus múltiples posibilidades. Estamos en el comienzo. Pero la paciencia, La zapatilla de un tiempo, que agita su compás sin descanso, podrá conducirnos, a través de tramoyas y «arlequines de cayenas», hacia el vivo y real escenario. Hacia la palabra libre, pájaro de los cuatro vientos, eterna rosa renovada en cada amanecer, sobre los tiestos, los verjeles, el cabello y el ánfora.

«Los personajes del alma —dice— cuando viven en otra, quedan como una gruta inmaterial que sólo al que la posee le está permitido recorrer y mirar sus escondites».

Eso es lo que importa: los secretos, los escondites.

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*Publicado en El jinete de la brisa. Caracas: Editorial Arte, 1967.


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