“Un joven poeta siempre es una esperanza”, escribió el escritor y profesor Oswaldo Larrazábal Henríquez en la dedicatoria que rubricara en el ejemplar de su libro Novela venezolana del siglo XIX que me obsequiara en su casa, donde convocó a un grupo de sus estudiantes de la Maestría en Literatura Venezolana con motivo del fin del curso. Yo le había llevado antes un ejemplar de mi primer libro, Concierto vegetal a la luz de la luna (1991), que acababa de recibir de los editores. Había obtenido el Premio Mucuglifo de Poesía, auspiciado por la ULA y el Diario Frontera. Ese premio era uno más entre los tantos que proliferaban en la época, minúsculos, por los que casi nadie se interesaba. Pero la publicación de ese primogénito cambió mi forma de ver las cosas: digan lo que digan, no basta solo con escribir si lo que escribes no puedes compartirlo y llega a personas a las que seguramente nunca conocerás. Un joven poeta no sé si sea una esperanza, pero por lo menos para sí mismo lo es. Precisamente sobre un novel –pero no ingenuo– poeta, va esta reseña crítica: hablamos de Los Palos Grandes, de Carlos Egaña (Dcir Ediciones, 2017).

Cuando recibí este ¿poemario?, ¿libro de poemas?, ¿cuaderno de anotaciones?, y lo revisé pasando la vista por sus textos, explorando y tratando de asir un poco de qué va la cosa, apareció el extrañamiento. A vuelo de pájaro se apreció la presencia textos de diversa naturaleza o, al menos, que sus marcas textuales eran distintas entre sí. Pero el libro aparecía en una editorial que publica poesía y ya se lee con este pre-juicio. Este, de Egaña, vendría a ser como el hermano raro de las tres camadas que van hasta el día de hoy. Está conformado por 35 textos, algunos en prosa, otros afectados por la tectónica, los más escritos en líneas poéticas que solemos identificar con poemas. A la pregunta de si cuando estuvo escribiendo el libro pensaba que hacía uno de poesía, el autor contesta que siente que ese género (aunque desconfía de las clasificaciones) es el que más se adapta a lo que hizo, aunque como Maurice Blanchot comparte la idea de que cada texto es un género en sí mismo, tiene sus propias características discursivas.

Quien esto escribe pertenece a un par de generaciones anteriores a las del autor del libro que nos ocupa y, por tanto, pese a tratar de seguir el rumbo de los cambios, se mantiene aferrado a los conceptos de géneros y demás clasificaciones. Da vértigo asomarse a las nuevas posibilidades. Un “chamo” (el término para nada es despectivo) que nace al mundo de las publicaciones en estos tiempos, va describiendo aquello que ve y conoce; trata de exponer el mundo en el que se desenvuelve, que experimenta los cambios más rápidamente; entiende que somos seres virtuales y, como budista del siglo XXI, no se deja atrapar por las ideas de tiempo y espacio… aunque, curiosamente, su libro se autodefine y delimita en un momento y en un lugar precisos.

Este libro hace constantes guiños al lector, suelta migas de pan para que las aves lectoras las consuman y se pierda para siempre el camino de retorno. El título de esta reseña ha sido pescado, extraído, de una de las tantas pistas que se dejan caer al azar (¿?): el último texto es indicial… “(Aquí un libro anarquista, verdaderamente / blanchoteano: // un experimento que supera los géneros, la opresión, el fascismo de la lengua. // ¿Qué diferencia un poema de una digresión / de una memoria?”… Y es que hay que tener la mente abierta y los prejuicios al margen para poder entrar en este “trabajo” en el que la inteligencia está reñida con la emoción.

Un poema, o el objeto escritural que denominamos como tal, está compuesto por varios elementos. Si nos ponemos un poco más “espirituales”, deberíamos decir por diversas “energías”: las imágenes (es requisito esencial, aunque no entendidas estas como mera prefiguración); el “valor” que le otorga el lector; la emoción que el texto “despierta”; los demás componentes estéticos que contiene; y, es seguro, las vibraciones coincidentes que solemos llamar “empatía” (cosa que va más allá de lo que tradicionalmente se dice de esta).

La “inteligencia” (aquello que normalmente se piensa que es esta) también, por supuesto, está presente. Radica en aquello que percibimos cuando adivinamos el proceso de escritura y reescritura, la ordenación de las palabras, la suspicacia sorprendida con las manos en la masa. Pero esta inteligencia, si no es controlada, calibrada, puede destruir (permítasenos la cursilería) la magia que produce el escrito. Eso inasible que te sale al paso y que pensamos coincidencia (si somos muy racionales) o hecho gratamente inesperado. No obstante –es nuestra visión muy particular–, la poesía es una forma de inteligencia, una manera del pensamiento o un tipo de pensamiento en sí mismo, un instrumento de captación e interpretación de objetos externos o internos. Así, esa otra forma del intelecto que entendemos comúnmente como “inteligencia”, se convierte en un obstáculo para el poema y su razón de ser. Es como una fuerza contraria de la cual no resultará una síntesis ni estética arbórea, planetaria, o como quieran (y puedan) definirla.

El texto que comienza y sigue y sigue y sigue hasta la dislexia o el cansancio con “Yo soy la computadora soy yo soy la computadora soy yo soy la computadora”… demuestra en su “juego” experimental una intención y acá se descubre como cosa pensada, hecha a propósito. De la misma forma el de la página 17, que se refugia en la distribución del escrito en la página en blanco (la tectónica), también habla de un ser “pensante” detrás de sí. Sin querer ser rígido, no es lo que la tradición nos ha dicho que es un poema: aquel texto rebosante de interioridad, emociones, cuyo lenguaje se rige por las figuras literarias. Algunos dirán que los juegos textuales también son literatura, aunque dependan mucho más de lo visual que de otros filtros como la cadencia, la sensualidad, la sugerencia inherente de la frase.

Este texto de la página 17 y su antecesor, Niñas que sonríen como arañas, que sonríen como / Lupe,… plantean una estrategia de lectura como la que vimos ya en Poemas del escritor (Fundarte, 1989), de Yolanda Pantin: en una página teníamos la descripción lírica del escritor y su circunstancia y, en la siguiente, el texto que “el escritor” acababa de escribir en dicha situación. El libro de Yolanda, además, dialogaba con el libro de Thomas Mann o la versión fílmica de Luchino Visconti.

Los Palos Grandes es un terreno de lucha entre estas dos maneras de ser y decir (inteligencia vs. sugerencia). No es propiamente un libro de poesía (menos, un poemario), sino un cuaderno de ruta hacia un lugar que no sabemos dónde está. Pero, eso sí, es literatura. A lo sumo, se trata de un libro híbrido: hay narraciones (o fragmentos de estas), anotaciones de ideas, ejercicios literarios, formas epigramáticas y, por supuesto, también poemas. El valor de este libro no se apreciará sino, quizás, más adelante. Su valía radica en la conjugación de imágenes mentales que el lector realice y que se evalúa mediante el lenguaje simbólico; no solo dependerá de la representación sensorial directa.

Cuando los recuerdos autobiográficos o la experiencia del lector (sea la que sea, incluso la intelectual) concuerden con el estímulo que ofrezca el texto, entonces y, definitivamente, el “disfrute” se hará presente.

Carlos Egaña no ha escrito aún su libro de poesía, ese que dará de qué hablar a lugareños y foráneos. Su insistencia, su sed de perfección, su “maldición” racional, lo llevará a seguir intentando. Este es un primer paso, quizás tembloroso (pese a la seguridad que transmite cuando se conversa con él). Una vez reposen los vientos de la palabra y la psiquis, hasta él mismo se sorprenderá de lo que va a escribir. No restamos con este comentario valor al libro, todo lo contrario. Solo advertimos (o tratamos de hacerlo) que el demonio del poema aún no ha hecho presa de él.

La colección de poesía que viene construyendo Dcir Ediciones pasará a constituirse en una joya de estos turbulentos días. La mediocridad, el camino fácil, la falta de profesionalismo, la poca intelectualidad que perviven en este momento aciago de nuestra historia, la escritura fácil que encuentra publicación así sea en los blogs o páginas web de los propios autores (insisto: ahora es difícil toparse con algún autor inédito), han ido minando el árido campo del intelecto. Por tanto, hay que felicitar el ojo de quienes dirigen esta editorial. No puedo ni imaginar las deliberaciones que se debieron sortear para tomar la decisión de publicar este breve tomo. Y tal escollo habla por sí mismo de un libro que debe considerarse al momento de revisar la poesía venezolana de estos últimos años.

(para Marlo Ovalles, entusiasta)

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Esta reseña fue publicada originalmente en la página web de la Fundación Caupolicán Ovalles.


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