JESÚS SANOJA HERNÁNDEZ (1930-2007). ARCHIVO FAMILIAR

Por JESÚS SANOJA HERNÁNDEZ

Salvación

Quédate ahí, pájaro, reventando de amor el cable

y lárgate lleno de gloria a la sexta parte,

y muérete, si quieres.

Pica mientras tanto cuanta flor desees,

agitando tus alas en el número, subiéndote a lo alto,

quitando peso a los astros.

Échate en el nido y desde encima

cubre el huevo que atesoras, mortal debilidad

donde músicas suenan sus saetas, donde fuga

pone llamas en el aire, redes a cautela.

Da vuelta allá arriba, mirando mi cabeza

kilómetros abajo, lanza investida de la tierra

sombra atrapada en propio cuerpo.

Luego desciende, muérete entonces si lo quieres,

y téjeme máquinas con tu araña silbadora.

Sálvame.

El que lamenta

Blanco dentro de blanco con un concepto blanco

sobre mi sombra,

vacilo ante la acción, puerta que no acaba,

abanico abriéndose a lo largo de mí mismo,

fanáticamente yo dentro de un clavo.

La garganta se parte en dos, quien nombró guillotina

en la casa mía, si parezco desprendido

y rueda mi cabeza por abismos de solitud.

Los creyentes a montones mueven sus caballos de Apure

y juzgan meteoros, sabios de Golfo Triste,

expertos en Cubagua, poderosos señores de la orquídea.

Pero este llanto, pero este ningún año, pero este diente.

Haría falta engomarme, pegarme a la pared

como una loca pintura sin dueño, y estar afuera

estando aquí.

Acoso

Esos gestos me hacen turbio, choco con el mezquino

cuando así levantas el día, casi demencia

en vez de agua obediente en el motor divino.

No des más cera a mi nariz, ten piedad

de la caverna que adentro respira, sílaba larga,

espina atravesada, y de la lujuria majada en tiras

que viene con la serpiente cerro arriba, que pega

al pez solo y se coloca en la punta como belfo de lo cruel.

Calla, no empujes mi alma hacia el teléfono,

por una vez déjame amor adherido a mi pimienta,

grasa luz de la recta, acción de ceñirme al pico

y ser entonces viva podredumbre de un refugio.

Por favor, cánsame de la paz de otra boca.

Uña

La uña morada por el golpe

mete sus latidos hasta lo último

y se ennegrece entonces mi carácter.

Creíame en reposo sobre las violencias de la tierra,

quieto en el orden de los días.

Y una sola uña me desencueva

tomando conciencia de mi azar, situándome

en la súplica.

Voraz ser el que termina en uña.

Fascinación

Hubo quien dijo qué mala lluvia

bajo la permanente cola del paraíso

y cuánta planta luminosa al pie del número

y cuántas hembras con expresión lujuriosa

y cuánto objeto produciendo fuego.

Hubo quien obedeció metiéndose en la campana

para esperar los gritos de amor. Y quien puso la escalera

hacia lo más alto que el hombre sueña,

luciendo vestidos de carácter

y con oreja abierta en carne, lo que ya parece seducción.

Hubo un teñido, un coloreado rostro,

y menos mal.

Pues tanta desnudez es como infecunda

y da a la claridad un tono mate.

Poemas de La mágica enfermedad (1969)

Caballos de ayer

Tales caballos levantan largo regocijo, aquí y allá,

penetrantes en el sueño que de golpe salta de tus ojos.

Vienen de lejos,más allá de la laguna, con fuerza oscura

que castiga los escombros del día y suena música de viajes.

 

No traen la gloria luciente de los mitos, huelen a carne,

corren en desbandada hacia un límite invisible, se encabritan,

se calman y hábilmente se sitúan entre el paraíso

y las lomas del ayer, coronadas por el deseo, ya exhaustos.

 

Al fondo, naves del tiempo con tempestad de oros

tocan algo imprevisto y las crines se alzan en el espanto

y los bufidos desparraman soles en la espuma

y el instinto se escapa entre zumbidos y perfumes.

 

Atrasan aquel horizonte azul antes que la lluvia

asuma virtud de vino y bañe hasta el final

las transparencias de los cuerpos, bautista de mi selva,

privilegio de mis aguas. Lanzan luego mirada

hacia lo oculto, de abajo a arriba, y se disparan.

 

Sus yerbas, su venerado mastranto, los ijares de sudor

pasan volando con la tarde, y en sus cascos

la hora funeral estremece ciertos muros

que dividen campo y pueblo con un zas de muerte.

 

Primero los de azabache y sombra, después los untados rucios,

y los blancos de narcisos trotes y los de manchadas frentes

ocupan con rapidez las esquinas, como ejército, tejido,

ola de patas lustrosas, inundante vaho de orgullos.

 

Tales caballos esclavizan mi memoria, la atan

al lugar donde habita, intermitente, la palabra:

su lejana vibración cambia de color en un aire denso

y se oye un galope de prodigios a distancia, por allá,

entre ríos y sabanas, encadenando misterios

en medio de la polvareda, último respiro del espíritu.

 

Tales caballos. Aquella movilidad fragante, su apoyo,

y los lomos como en guerra y el viento devorado por la Nada.

Viendo el bosque

El bosque se ilumina en bejucos, salen sus gritos

de transparentes gallos, acumulados cristales

a ras de fuego arman escape al igual que orquídeas

y zumban toros fantásticos en el centro de la llama.

Sea el brillo y su espanto metido en clavo

sobre la tabla del espíritu. Sea el copete colorado,

el incendio en curvas, el violáceo anuncio de sequía,

la sacudida de orejas en cada animal que corre, la esmeralda

en la fiera sin lomos, el papagayo dulce entre las lianas.

Antes de caer

el agua

en este turbulento huerto de los dioses.

El tirano

El pez vivo como un caballero medieval, algo reluciente

en sus dedos de nave, ese pez que nada en la historia

de aquí a allá, de acá a la vagina caprichosa del amor,

ese pez no importa que muera y quede, podrido, en su desgaste;

un pez así es un breve escalofrío de la existencia.

Más príncipe que el sol, ese pez de siempre es ahora,

es escama, es tiempo sedicioso, una marejada floral

sobre pardas rocas, la vanidad bañada en aguas súbita.

El pez en la mudez obscena. el tiempo con sus movimientos

en la cifra. Bate el mar y llega a cúpula, a designio.

Viaje imaginario

Hacia la plaza que luce un fulgor de multitud disuelta,

rectamente, no como filósofo engreído, tampoco

montado en máquinas litúrgicas, con orejas lavadas en el cielo.

 

Hacia la costa, con su vuelco al otro lado,

y hacia la roca que estalla en la parte alta de la esfera.

Hacia lugares previamente determinados por el azar.

 

Hacia el Este de Caracas, matando tulipanes y abriendo el ojo

para leer qué ocurrió el 15 de noviembre de 1903.

Hacia la división de la inteligencia y las pasiones.

 

Hacia el mar, que me aterra en sus honduras.

Hacia una montaña de olorosos árboles,

hacia ese sitio, entre pinos, por mi preferido,

y hacia el sol apagado mientras pienso en Dios.

 

Hacia la vanidad, sombra apenas del objeto.

Hacia el altar del tiempo y hacia Río Chico,

para aclarar lo sucedido alguna vez, de mañana,

en el patio, bajo matas de grosellas, junto a barriles fríos.

 

Hacia las penas, hacia el paso último,

va mi corazón.

Visiones

Niebla el primer mes y antes de la muerte,

aunque ahora vea turquesas a través del vidrio.

Polvareda sobre las azoteas, penuria en los acordes

y cien veces torcida la fórmula del trato.

Dardo en el ardid del tiempo, reja del mundo

a pedazos sobre el siglo como cangrejo de mar,

otra vez caña con picante ruido de mutilación

y fruta cortada, sangrante, en solidez de choque

contra la madera o cilindro de gran estrella.

Al décimo mes aquí y allá la real podredumbre

alrededor del animal, y los senos desgarrados

y el espacio seco cuando ya penetre el humo

por ventanas, con garzas en lujosas amatistas.

La ciudad aniquilada y los distritos divididos después del

pillaje, todo poseído sin sorpresa, casi a petición de una boca

que devora por amor acto. El fuego como albergue solar y

la danza de la llama en el momento en que los sacerdotes

suenan cigarras y espantas yerbas y tabacos. Sin dilación, la

tierra se ha abierto como una mujer y hay toques de ultramar,

laberintos que se cierran, medos en las llaves, ejércitos sin

escudos llorando al pie de un edificio.

Cabriolas de infinito, el seis muestra su cara.

ha vencido y sólo péscase engaño en la voltereta del dado,

sólo fuga, sólo partes de lo que fue íntegro

y ardía como caballo, salaba como un astro, vivía,

soltaba y trepaba, miraba disparos en la noche.

Una vez más la claridad se pierde entre pestañas.

Enigma

Ya muestras tornillos de sufrimiento, ya agitas

ocres con párpado

a pinzas levantado

sobre el canal del planeta, lobo.

Sobre mi herida espumante y sin corona. Ya.

Cruel naranja que te partes, ácida

hasta en el amor que de mí chupa

y me da bagazos en el rincón,

me abandona, me liquida. Naranja sin ternura.

Nada hace tu nariz oliéndome, tu cabeza

tirándome a o seco, ni la embestida;

nada logra pasar en sombras por mi cuello.

Cuchillada de duda pones en mi hora.

Podas sin piedad, mi flor, mi espina,

vas a dejarme liso, vas a meterme en cama,

dándome sólo espasmo como arma,

hincándome agujas en cada pata. Podas, podas,

y quedaré cuerpo, quedaré nada.


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