Rubén Darío Carrero / Jeilin Espinel©

Por RUBÉN DARÍO CARRERO

Los saltos del tiempo

I

La locura son gestos razonables que cualquiera puede imitar.

Estoy sentado frente a estas personas (los pacientes de los días jueves), dialogando con el presente (el pasado en mi mente) y siempre

es lo mismo:

El futuro sin habitaciones, el silencio y sus opiniones,

el instante o eso que el enemigo ciego llama «coincidencias»,

a tientas, a secas.

 

Escucho el sonido secreto de lo innombrable, su monotonía,

las trivialidades

y las pausas del tiempo mitad enero, mitad febrero.

 

El neurólogo aprieta sus labios y llama a mis pensamientos

saltos del tiempo.

¿Dónde va este recuerdo si todo lo que dice la voz sigilosa es cierto?

Mis seres amados dicen que los pensamientos son coincidencias

eternas.

II

En el Rincón de los Toros, el edificio azul de ladrillos donde

se conocieron mis padres,

el tiempo es llano hasta el quinto piso rodeado de puertas

entreabiertas.

Allí voy a curarme de esta perversa paciencia azuzada

por los recuerdos.

La gente va y viene por los pasillos incólumes y tranquilos mirando

al piso,

la puerta eléctrica funciona si el que entra o sale cuenta una historia

y los pastores de instantes en los ascensores

van y vienen buscando la bisagra de los alrededores.

 

El consultorio abre sus puertas al mediodía cuando llega

la recepcionista

con su vestido de flores ceñido al cuerpo interrumpiendo

con vehemencia

la incesante imperfección de la espera.

 

Mientras esperas se puede ver el silencio

agitado por los espejismos de la mirada fija.

Todavía trato de corregir

las consecuencias de mis fantasías.

III

El discurso desaforado de la memoria describe los hechos

sin los adioses al siglo XX.

 

«Los hechos», así llamas al miedo cuando le hablas al espejo.

Es un hecho que estoy aquí viendo mis manos

en este espejo veloz que es la realidad

y mi cuerpo espera su turno como un aplauso.

 

Estos son los saltos del tiempo en mis pensamientos.

Todo permanece igual en la sala de espera

y en la boda de la sombra y la persiana.

IV

El niño autista reparte turnos imaginarios entre los pacientes

y como islas o bocinas en el océano de la mano

aparecen, flotando, pedacitos de papel, esbozos de un mapa del tesoro, pentagramas, segundos, el ritmo y la rima de esta historia,

inicios, garabatos, vocales, dibujos maravillosos, notas musicales,

rayas, peces, estrellas, altares.

 

El niño autista me mira sonriendo y habla con mis pensamientos:

«Tus gestos tiemblan como conejos».

A manera de cuento, verso o cierto tipo de terapia,

yo cambio la frase del niño para escribir (exactamente lo mismo,

con otro sonido):

«Todos somos un conejo como el color de la máquina del tiempo».

 

La blancura indecible y tibia es un instante

incesante

y me digo

todos esperan su turno como una metáfora.

V

Mi turno es el turno del recuerdo, la ambigüedad desolada,

la estática de las postergaciones, el color de la alucinación apagada.

 

Los acompañantes de los pacientes fingen leer revistas del revistero.

 

Es su turno, dice la recepcionista, y pienso en aquel patio en 1996:

Un grupo de niños persiguiendo una iguana a la hora del recreo

en una escuelita que parece la última palabra de mi vida

en mi lecho de muerte, sin piernas, en África

como el maniquí en las vitrinas de la calle Vargas

y en la realidad de mi mente, en la esquina de la panadería,

el salto elástico del león

al gato de la vecina que ronronea entre mis piernas.

 

Calma me aconseja el neurólogo, deja de tomar café, deja de leer, 

regresa a tu cuerpo, busca a esa mujer

(la que siempre aparece en tus radiografías),

la sonrisa en la panadería, y háblale, simpático, 

parroquiano, amoroso.

Al amar verás el futuro como abrir y cerrar la mano. 

Será el fin de tus cielos apagados.

VI

Paradoja del lenguaje el diagnóstico del neurólogo.

Sus fantasías sobre mis fantasías: Mandarinas apiñadas.

Piensas con las palabras… Saltos del tiempo en las palabras,

dice el neurólogo.

VII

La observación de mi madre: el encierro y eso de hablar solo.

Madre, el encierro viene, pasa, regresa,

pero no es un círculo, es la soledad de la coherencia,

la luz en el cielo, los hechos, las cosas, el tiempo.

Así pasan los días en este siglo XIX que es mi vida.

Mi enfermedad, madre, no son frases hechas.

En todo caso, es el dictado de la casa, el ruido,

la falsificación, el seibó, algunas otras palabras.

 

¿Será el silencio la contradicción que necesito para curarme, madre?

«No, hijo, no es así, lo que pasa es que piensas con los recuerdos».

 

Mis pensamientos cesan y una pausa inverosímil abre la última escena.

Lo he visto y siempre lo he sentido: el futuro es otro recuerdo.

Las palabras finales del neurólogo viajan en el tiempo:

—Repite conmigo: Debo pensar menos.

—Debo pensar menos.

—No escucharé conversaciones ajenas.

—No escucharé conversaciones ajenas.

—Acepto el mandato de lo que sucede.

—Acepto el mandato de lo que sucede.

—No todo en el mundo es un niño cruzando la calle.

—Ese niño toma la mano de su padre.


*Los poemas aquí publicados pertenecen al libro Otro futuro o nada. Rubén Darío Carrero. El Taller Blanco Ediciones. Colombia, 2020.


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