MARÍA ÁNGELES PÉREZ LÓPEZ/MANUEL ÁNGEL LAYA

Por MARÍA ÁNGELES PÉREZ LÓPEZ 

[Conozco]

Conozco mi culpa.

Aprendizaje lento e insobornable.

No hay quien dé más por menos,

ni manera

de asumir esta flor que hiere el agua.

 

(de Tratado sobre la geografía del desastre, 1997)

[El hilo se enhebra]

El hilo se enhebra

en el estricto hueco de la aguja

y trae memoria del huso, de la rueca,

de la paciente disciplina de que hablaba

el libro de los proverbios,

del largo tránsito por el algodón,

por su torcedura

desde que alguien lo miró crecer en su semilla

imaginando el blando copo de riqueza

hasta que es parte diminuta

e imprescindible

de la bobina, la máquina, el pedal.

También del pie o los dedos que lo mueven,

lo liberan

de su propia trabazón, su coyuntura

si es hilo solo, apenas desprendido

de la costura tortuosa y necesaria.

El hilo arrastra en sí

una puntada secular e inconmovible

que nos anda trabando, remendando

al comienzo del frío, del pudor,

del forzoso reconocimiento de la tribu

en la lana, en el cuero,

en la piel,

en la enorme cicatriz de los cuerpos desnudos

y amparados.

 

(de La sola materia, Premio Tardor, 1998)

[La mirada insolente]

 

para Ana Orantes, a quien su exmarido prendió 

fuego un 17 de diciembre de 1997

 

La mirada insolente

es una forma aguda como un clavo en la tierra,

contiene una porción horrible de sí misma

y apenas imagina la depauperada humillación de estar

como si no,

del cuerpo que se arruga

y se encoge en su nudo primerizo

volviéndose ceniza, haciéndose invisible

materia degradada por el odio,

la paja que se prende con blandura.

La mirada insolente

acompaña a la mano, a la pierna insolentes

para apresar el cuerpo con el garfio del miedo

porque ella está tan sola y ya vencida,

herida de la queja y azotada

con el tizón de espanto que lleva el que es su ángel

del mal o de la ira.

La violencia insolente

hace temblar los márgenes del cuerpo

y en su lenta combustión como de encina

la tinta de las venas escribe ese calvario

cuando era profanado el templo de la carne

y en el aire se anotan garabatos, grafitis

con la voz enfangada y sucia de ese grito

que calcina los labios, las cuerdas de la boca,

“porque yo no sabía hablar

porque yo era analfabeta

porque yo era un bulto

porque yo no valía un duro”.

 

 

Oh cuerpo de papel para la hoguera.

 

(de El ángel de la ira, 1999)

[Reclamo]

Reclamo demorarme en cada gesto,

la lentitud feliz en las dos piernas

si tengo todo el sol sobre la nuca

y el tacto es una forma nutritiva

y exacta de sentir sobre la sangre

el viaje subterráneo de la dicha.

Reclamo malgastar cada minuto

en mover lentamente los dos pies

si el sol viene a incendiarme por las tardes

y el tiempo de la prisa es secundario,

si un momento viene en su eternidad,

su condición perenne y sin derrota.

Reclamo la imposible permanencia

de un brazo sobre el aire del verano,

el giro de una mano que se aparta

del cuerpo y se mantiene sin caer

hasta negar rotunda algunas normas

y leyes legisladas en invierno

como la de los cuerpos abatidos

contra el suelo, en el tiempo de la muerte.

Reclamo la bellísima ocasión

de estar al borde mismo de la tarde

en esta permanencia, en la fijeza

de la luz recortada contra el cuerpo

translúcido y tan lejos de su ruina.

Reclamo este minuto sin orillas.

A sabiendas de todo lo reclamo.

 

(de Carnalidad del frío, Premio Ciudad de Badajoz, 2000)

[Sobre su pecho muerto]

Sobre su pecho muerto, la mujer

pinta una gran ventana para el aire.

El corazón, en su áspera alegría,

asoma al sur su sala octogonal

por el hueco del seno que extirparon

la enfermedad, la mano, el bisturí.

Sobre su pecho muerto, la mujer

raspa cualquier recuerdo doloroso

y colorea el soplo y el zumbido

del arrebato rojo de quedarse.

El hospital se borra en su blancura,

esa sala de espera es no lugar,

la habitación sin lágrimas ni olivos

es también no lugar, los lavatorios

y ascensores que nunca se detienen,

el pasillo alargado como el miedo

de biopsia en biopsia es no lugar.

La madre le cosió dos senos tibios

con hilo destrenzado del cordón

que la anudaba al tiempo y sus asomos.

Ahora un médico serio, preocupado

descose uno de ellos, lo retira

en silencio, y la extensa cicatriz

que corre por el tórax como el frío

abrasa los paisajes de la tundra.

Pero sobre su pecho, la mujer

sombrea un árbol negro, transversal

por la ira de perderse en el otoño.

También nubes y niños anhelantes

en su transpiración y su ajetreo

para mojar la tarde y las palabras.

El viento que entra en tromba la despeina

y su risa es un pájaro veloz.

 

(de Atavío y puñal, 2012)

[El bisturí]

El bisturí inocula su dolor.

En el corte limpísimo florece

el polen que envenenan las avispas,

su aguijón turbulento y ofensivo.

La mesa del quirófano está lejos

de la luz y la tierra del jardín,

su amor desesperado por la vida

y el material mohoso del origen,

lejos de la pasión de los hierbajos

y la piedra porosa en la que sangra

la desgastada edad de las vocales

que escribieron verdad y compañía.

En la asepsia que exige el hospital,

el bisturí recorta el corazón

de la página blanca del poema,

la sábana que tapa el cuerpo enfermo.

No queda ni memoria ni alarido,

tan solo un hueco rojo en el lenguaje.

En la mano que empuña la salud

hay sin embargo un corte diminuto,

una línea de sangre y su alfabeto.

con Álvaro Mutis

también con Gambarotta

 

(de Fiebre y compasión de los metales, 2016)

[Hocico]

Contra el caliente hocico de los perros

se alían los rastrojos y los cables

de la grúa que sueña con ser pájaro

y reclamó la altura y el color.

En el suburbio enferma la estrechez,

ladrido que se lanza tras el viento

y el nerviosismo de las lagartijas.

Escapan las manadas de gacelas

en la imaginación del abandono

y las radiales rompen las baldosas

como si fueran cuerdas de violín,

venas uncidas hasta el corazón

o el tallo de las flores que se imponen

con su fuerza minúscula y tenaz

al áspero enlosado de cemento.

En el paisaje gris del desamparo

los niños y cacharros de los parques,

piedritas y columpios de metal

exigen, con su amor, no ser heridos.

para Luis Enrique Belmonte

(de Fiebre y compasión de los metales, 2016)

[Lanzar contra la luz]

 

 

Lanzar contra la luz todos los peces

y evitar que las redes los atrapen,

que los muerda el anzuelo con su boca

curvada en la violencia de morir.

Desanudar la asfixia, trabazón,

bocanada de anhídrido y espinas

en que se hunden la angustia y los tacones

cuando el jueves se cierra, abochornado,

sobre su propia lista de imposibles.

Lanzarlos como quien avienta lana,

como quien suelta el trigo tras la trilla

o la harina blanquísima en el pan,

para que permanezcan en su vuelo

igual que permanece en la memoria

del agua cada fibra de la luz.

Para que se detenga su caída

contra el asfalto sucio, contra el miedo

metálico que exudan los arpones.

Para que permanezca en cada letra

el copo diminuto de almidón

como quietud de aquello que se mueve,

pez que se escurre raudo entre las manos

y nada en la canción de las agallas.

con Eugenio Montejo

 

(de Fiebre y compasión de los metales, 2016)

[En el aire, la piedra]

En el aire, la piedra ya no duele.

Cuando rueda, recorre con violencia

la edad que se camina hasta ser bronce

y transforma en herida cada lasca.

Limadura, fracción con que el lenguaje

despedaza la piedra en sus dos sílabas

como vocablo hendido y estilete

que afila la humildad de la derrota

para ofrecer la dádiva del miedo,

la floración solar del sacrificio.

Piedra cuchillo, caracola de aire

que encierra los sonidos de la tribu

en el tambor solemne de la guerra,

en la angustia y pezuña de animal,

en la desesperada turbación

con la que Gaza sangra por sus cifras.

Sin embargo, la piedra se resiste.

No está dispuesta a ser domesticada.

Hay en su corazón un alto pájaro.

Hay en ella arrecifes, elefantes,

caminos y escaleras, soliloquios,

las circunvoluciones, el destino,

el álgebra, la luz de las estrellas,

el abrazo de Abel y de Caín.

Hay en su corazón un alto pájaro.

Cuando vuela en el aire, ya no duele.

 

(de Fiebre y compasión de los metales, 2016)

[El fuego alguna vez fue un animal]

 

El fuego alguna vez fue un animal. Un músculo violento que saltaba abrazando cada hoja. Un lengüetazo extremo de calor en la altura voluble del bejuco. La imperiosa fricción de lo invisible con los órganos blandos de la luz, como boca que todo lo mordiese.

Para atraparla hay lanzas, alaridos y el estupor que nunca dimite de sí.

Hay sangre entre los huesos y las hachas.

Se movilizan piedras y animales, estirpes y cuchillos hacia la cacería de lo incierto.

Pero ¿quién es quien domestica a quién? ¿A quién le pertenece ese fluido? Espécimen borrado por la lluvia, por la memoria húmeda del mundo, es también su raíz y su inocencia. No es cierto que ya esté domesticado. Siempre somos su piel y su carnaza.

El fuego alguna vez fue un animal. Hoy es tigre y es cueva, es tiempo y es techumbre, la escisión de lo denso y ligero en dos mitades que luego se besan y derrochan.

Le entregaremos lo que acaso fuimos: las largas ceremonias de los bosques en su ritual de nudos y de tallos, la cicatriz del viento, la ceniza, el pánico de las muchachas que caminan solas en la noche, la infancia con su escritura de humo.

Y nosotros ardiendo en esa pira, ¿seríamos también un alfabeto roto? ¿Caligrafía impropia y displicente?

Pero decir nosotros es pensar en ¿qué? en ¿quiénes? ¿Las viudas del ritual sati, en el norte de la India, que se ofrecen a las mismas llamas de las que brotó la unción animal con el esposo? ¿Los que arrojan en la noche de San Juan hasta la última rama del olvido? ¿Los que soplan las brasas de los basureros y golpean sus dientes contra lo tumefacto por si de ellos rezuma un grumo intestinal? ¿Los que queman banderas ante las embajadas y luego creen que un colibrí bebe en su pecho? ¿Los que se apellidan Ramos y saben que habrán de entregarse a cada hoguera? Entonces alguien te regala otro apellido. Si has quedado tan huérfano, podrían entregarte otro cualquiera: Escudero, Expósito o Vasallo. Tal vez Lerner, el que vino de muy lejos. El médico inglés James Parkinson también puede regalarte el suyo.  Pedirás, con angustia, con los brazos atados a la enfermedad, que te devuelvan quien habías sido: una ramita verde de avellano que solo conocía lo flexible. Pero antes o después, todos los nombres bajan hasta el fuego. Bajan las lanzas, las manos perfumadas de resina, los códices que Diego de Landa quemó en Yucatán, la Biblioteca de Alejandría con su despiadado recuento de volúmenes perdidos y el año 33 en la Plaza de la Ópera en Berlín (quemar cuerpos y libros termina pareciéndose, alguna vez el fuego fue un cuerpo insólito, como el de un animal).

Sin embargo, contra todo pronóstico, contra la ignición del todo y de sus partes, alfabeto y fulgor también se funden en la abrasada extensión de los campos para que en los brotes vuelva a inventarse el nitrógeno, la estampida, la unión de lo vivo y lo muerto que se muerden, se succionan, se enlazan como si no hubiera entre ellos nada más que el amor. Su combustión.

para Elisa Lerner, tan cercana

(de Incendio mineral, Premio Nacional de la Crítica, 2021)

[Re es a raíz como rem a matriz]

¿Serán los ojos dos botones vivos? ¿Qué abrochan, qué están contemplando en la parte interior de tu cabeza? ¿Es que son a la vez animales de lo visible y lo invisible?

En la noche profunda, cuando los cubren los párpados, cuando nada se reconoce sobre ti, aletean veloces, casi autónomos. Como si los hubiera poseído la inquietud de no verse, la angustia oscurecida en la ceguera. ¿Qué ordena su galopante respiración? Se mueven deprisa mientras tu cuerpo flota, absolutamente inmóvil, en el aceite espeso de la noche. Entonces los ojos son perros de la sombra. Ladran a una luna que no ven, enloquecidos por la cortina metálica del párpado. No hay cuchilla que atraviese ese lugar. En su voz se confunden los minutos, regurgitan una saliva seca, un grano de arena clavado en la pupila.

¿Serán los ojos dos botones vivos? ¿Dos copas subterráneas en las que bebe el sol? ¿Cómo es que anudan a la vez tiniebla y mácula? ¿Qué abrochan, qué reúnen en el telar trazado en la retina? Mordieron la luz y no van a soltarse como no te sueltan ni te dejan caer, atados a ti por amor, por un gesto perfecto y doblegado de amor.

Han soportado el peso del mundo desde que amaneciste. Registraron la transparencia y el relámpago, las nubes que nos contemplan sin inmutarse. Han soportado grandes baldaquinos, los minaretes de la Plaza de España, la supurada acumulación de restricciones y ángeles muy niños vestidos de pobreza. Se han adherido, pegajosos, a cualquier superficie, a los escaparates, las baldosas, los teléfonos en madrugadas de hospital, las diversas mediaciones entre el mar y el poniente. Han visto pasar estrellas mudas, el alto silabeo del castaño, su plenitud fugaz en cada hoja, sus frutos redondos y atentísimos cayendo contra el suelo como caen las estrellas muy ancianas.

Han soportado los nombres que les diste mientras deshacen la madeja del color, pero no necesitan el lenguaje. Los imaginas como dos bulbos inmensos creciendo cada noche, dos gramíneas domésticas que no obedecen porque solo quieren beber oscuridad. No importa que sepas que son hijos del día, encarnación solar en que salta la savia y esconde su raíz entre lo oculto.

En la noche profunda, cuando los cubren los párpados, cuando nada se reconoce sobre ti, aletean veloces, casi autónomos. ¿Qué están mirando frente a lo impenetrable? ¿Adónde se dirigen entre tanto silencio? Tus músculos regulan los movimientos de los ojos pero no sabes hacia dónde se dirigen. No hay alegato ni lagrimal bastante. Tal vez quieran borrar sus temibles visiones, como cuando pedaleas muy deprisa para dejar atrás el regalo del miedo. Tal vez escriban todos los nombres que este día no debería olvidar y tú olvidaste. Tal vez van a entregar toda la luz a la compacta sombra en la que entran.

Aletean veloces, casi autónomos. En su órbita no giran, no hay elipse bastante para su inagotable traslación, permanecen a la vez quietos e inquietos, tiemblan y se fijan con el más férreo anclaje. En su órbita danzamos inesperadamente alegres. Danza a su alrededor la rótula redonda, el cráneo redondo, el corazón como una enorme uva redonda que suelta su gelatina inesperadamente alegre. Los testículos, el útero, los pezones perfectos y doblegados de amor.

¿Serán los ojos dos botones vivos? Su gelatina quieta ante la córnea está desnuda igual que lo estás tú cuando flotas, inmóvil, en el aceite espeso de la noche. De pronto estallan como canción carnal sobre la ropa, como palabra quieta que aletea, la gota inesperada del deseo. Nada podrá contra ellos la violencia de Zeus, el terremoto devorando Haití, Saturno en sus anillos, sus criaturas, la boca humedecida en la consternación.

¿Quién dijo que todo está perdido? Vienes a ofrecer lo que tus ojos brindan, lo que restan.  Escribes para que tus manos puedan ver. Para amar su permanente condición de brote. Para la felicidad de las dunas y los objetos sencillos. Para que en la noche profunda, cuando los ojos traban lo ilegible, ningún nombre quede borrado de su herida.

¿Quién dijo que todo está perdido?


NOTAS

1 Una garza extinta sobrevuela la penumbra. Junto a ella hay distintos vertebrados y un conjunto equívoco de huesos que alguien estudia con paciencia hasta que los tarsometatarsos traigan el apellido Montané.

2 Tomas un hueso, lo afilas y con él escribes sobre el muro del párpado. Siempre confundes alguna letra, no sabes qué se aloja en tanta oscuridad. Solo hay muro y tapial de un párpado altísimo, no alcanzas a subir hasta arriba del todo. Contra él chocan los animales en fuga. Ha quedado pellejo estampado contra ti. Como si quisieras grabar el vuelo extinto y fueras a la vez matriz y tórculo.

3 Paredes en las que borroneas iniciales, suela gastada, despiece quieto. Todo viene a decirse y no lo entiendes. Ni fósil ni botón que sea bastante. Pared párpado. Papel párpado. Contra él chocan mujeres que huyen de Burundi, el Congo, Herzegovina, Bosnia, mientras lloran semen salvaje sobre ti. Un vendaval de avispas y soldados en que sangran la historia y sus tacones.

4 Vuela la garza contra el vendaval. Se llama Fulica montanei y no se reconoce sobre ti. Tampoco teme ni a avispas ni a soldados, ni a quien anota huesos en el debe y haber.

5 Maleza, fragmentos, montículo ininteligible. Hurgas entre los objetos y botones tiernos de Gertrude Stein, porque en las cajas, paraguas y botellas de soda, en los brillos vidriados y los cristales ciegos, frotamos los residuos de la vida. Lo que obstruye la muerte. “Sacred Life”.

6 Pero también en lo extinto hay una belleza inequívoca, en la mojadura y lo destemplado del allí. Lo que es parte de la vida porque es muerte. “Sacred Stein”.

7 ¿Quién dijo que todo está perdido? A Fito Páez, a Mercedes Sosa, a quienes han cantado para ofrecer su corazón entregas esta página solísima que crece con los ojos de la sombra.

(de Libro mediterráneo de los muertos, Premio Fundación José Hierro, en prensa)


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