LUZ MACHADO, ARCHIVO FAMILIAR

Por LUZ MACHADO

Calcomanías alrededor de la mesa 

I

El cuchillo 

Se ha quedado quieto el relámpago.

II

Los platos

Después del diluvio

el sol cortó la luna en rebanadas.

III

El tenedor

Estás aquí conmigo,

para no permitirme olvidar a Neptuno

ni la embriaguez de los viejos dioses del mar.

IV

La cucharilla

Nada sabe el metal de manos resurrectas.

V

En la mesa

La dueña comparte su destruido corazón en torno de la mesa, acompañada.

Y cree en el cielo todavía,

porque a pesar de todo

puede recordar

altísimos papagayos azules.

VI

Los vasos

Porque recuerdan el Santo Grial el hombre los posee.

Así se bebe diariamente

la eternidad en ellos.

[1961]

 

Ruego a la poesía

Un día te dije: ya no vengas.

Entre agujas y escobas voy y vengo en la sal del día

como cáscara alzada en el oleaje.

No podía recibir tu cabeza pensativa,

tu suave cabellera constelada,

tus pasos fraternales

y tus manos, tus manos,

en las que el mundo parecía detenerse para las ofrendas.

Yo te sentí, sin embargo,

ir y venir conmigo sobre mis hombros

como un pájaro, pegada a mi espalda, inseparable

como mi propia sombra,

plegada en un rincón

mientras alzaba el alma de los floreros

con un ramo

y descubría palabras a los hijos.

En algún sitio hallaba tu sombrero de fragancia,

tus guantes para recordar los lirios

y tu nombre, para dormir con él

sobre mis sueños.

Mas, ahora estás triste. O estoy ciega.

Porque apenas te veo para esperarme

a la puerta del crepúsculo,

y el camino es tan largo

que ya no creo alcanzarte

para sentarme junto a ti y hablar contigo,

bajo la última estrella,

hablar de lo que es mío y es tuyo y nos importa

porque yo te conozco y me conoces,

oh, mi pequeña lámpara gemela, poesía,

ante quien solamente me arrodillo,

pecadora.

 

[1951 / 1956]

 

 

La casa sola

I

Hombre: toma tú el candelabro. Enciéndelo. Verás su luz

elevarse temblorosa como papiros rotos en cada cirio. Toma tú

el candelabro y llévame. No me dejes caer.

Ciegos van los ojos. Ciego el corazón.

Tu paso yo sigo. Persigo tu voz.

Ciega voy sin ojos. No quiero caer.

El largo corredor habrá de estar oscuro. Me lo dijo

mi madre. Y a ella lo advirtió la madre dos veces madre mía,

mientras hojeaba un libro oloroso a resinas y con hojas

como alas de libélulas, crujientes y doradas.

Enciende ya, que es largo el corazón, como los ríos.

No me dejes caer

Sordos mis oídos, solo oigo tu voz.

Tómame las manos. Te sigo tu olor.

Sorda voy, mas, te oigo. No quiero caer.

II

Ya es el día. La noche cortó su gavilla de cobre

y la derramó en el prado. Ya conociste la dulce extensión

de las raíces. Y la sangre cortó su fruto gemidor y futuro.

Abro los ojos. Te reconozco en marisma o en selva,

en mar o en lluvia, en el silencio o en la soledad,

entre sus anémonas delirantes.

Sobre la yerba conociste un rebaño de olor. En la tormenta,

el diálogo. En el silencio las voces nocturnas moviendo

en sus aislados molinos el agua suspensa del misterio.

Ciega, sorda, fiel, solo tu huella aprendí a recorrer

recogiendo el grano que a ti me llevaba. Mas, ahora, de pronto,

un río como fiebre nos ha roto el costado que fue uno.

Toma tú el candelabro.

Enciéndelo de nuevo. Ciega soy. Sorda soy. Hechura de tu forma,

la última soledad llama.

III

La madre debe abrir las puertas.

La criatura —otra criatura— vendrá hacia acá. Y yo estaré despierta.

¡Oigo ya! ¡Veo y toco! ¡Liberada en la cumbre ya regreso!

¡A mis espaldas alza la luz! ¡Levántala!

Que me veas caer. [1954]

 

 

Fin de año

Todo está en orden.

El árbol iluminado,

los manteles para la cena,

el vino y el pan de la Navidad,

todo cuanto es materia dispuesta desde el ánimo,

ordenado para la víspera de la última noche

que escribe el calendario.

Todo está dispuesto. La familia

armoniza las cosas. Y la madre

preside melancólica

los brillos renovados,

la transparencia limpia y el aroma.

Recuerdo días

que ya son solo un número,

pausa en la meditación.

Bajo el jazminero que suelta una estrella

en el último alcohol de la tarde, recuerdo.

Y cierta paz

deja caer sobre mi corazón su levadura,

un color de crepúsculo en el río.

Cuando viene la sombra

entro a la casa nuevamente.

Después de medianoche

advierto que no queda en mi lecho

ni siquiera la arruga del día, obligatoria.

[1962]

 

En mi habitación

Aquí están mis zapatos, con la forma

de los pasos y el pie que los dispone.

Aquí están mis vestidos, mis blusas y mis faldas

y mi ropa interior,

liviana y sencilla como una campánula silvestre

ya marchita,

mis medias que olvidaron las orugas

y han conocido antes la máquina y el ruido,

y después el latido y la huella;

mi paraguas, lánguido capullo, calabaza

del color del durazno y la cayena,

oh, mi mejor amigo defendiéndome

del cielo y su arrebato.

Espejos, libros, memorias de los viajes,

la música viniendo desde lejos,

su posada mariposa libérrima,

un lecho donde el sueño solo es más sueño,

una lámpara antigua de la abuela materna,

una diversa advocación de vírgenes

para la belleza y por los hijos, para la soledad,

esta máquina de escribir que llena de picotazos el silencio

como una gaviota furiosa y hambrienta

contra la huidiza verdad del mar,

este olor que de pronto se viene del jazmín

del jardín, desde la calle

a pelear contra el mío y mis perfumes

saliéndose de mí o del armario abierto.

Y retratos.

Y la vida haciendo ruido adentro y en torno

en cada día que pasa.

 

[1962]

 

 

 

En el fondo del espejo

Detrás de ti

hay cualquier cosa menos tú misma.

Ni tu vida.

Muro, cuadro, color, objeto, luz o sombra,

algo, que no tú misma.

Y por ello no puedes ver.

Tendrías que estar atravesada de ti, menos profunda

y clarísima,

dominando el destino,

el pasado, el presente,

ayer, hoy,

para poder mirarte rostro y espalda

fuera de ti,

como desde la muerte

la vida.

 

[1961]

 

Admonición del espejo

Detrás de ti solo verás las cosas,

otro rostro, otra imagen, no a ti misma.

Detrás de ti, algún muro, cuadro, color, paisaje,

algún objeto inmóvil cubriéndote la espalda.

Eres como la luna ante el espejo.

Tu espalda está mirada de otros mundos.

No te busques aquí, en esta claridad tensa y brillante.

Advertirás apenas los rasgos del pasado ahí presente

y la certeza de morir.

Y no te mires más.

Ya no te mires.

[1963]

 

Asco

Trapo y basura hallarás siempre.

Nervios, entrañas, carcomidos.

Ojos para mirarlo,

manos y oficio para su acabamiento,

ningún sentido para devolverlos

al origen,

ya en ellos sola memoria.

Trapos, basuras, gusanos,

hojas secas, desperdicios,

cabellos como telarañas

en el viento.

¿Una flor?

Cómprala.

Hasta el jardinero trae a la puerta

su cuota de mezquina indiferencia,

se regocija si el gusano cae

—azufre devorante—

y sonríe

pensando en más trabajo

y más monedas.

Combato —solo yo— la ruina en el jardín

entronizada.

Polvo sobre las cosas,

sobre una misma

como sobre las cosas.

Entiendo ese quererlo todo ya vencido.

Es la única manera de olvidar la belleza.

[1965]


*Poemas tomados del volumen Pequeña lámpara gemela de Luz Machado. Fundación La Poeteca. Caracas, 2023


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