Juan Luis Landaeta | Archivo

Por JUAN LUIS LANDAETA 

Sorprende constatar que el césped no ha crecido más de unos pocos centímetros. Lo mismo ocurre con las hierbas enanas que se insertaron en el estado Falcón, para la cancha de polo de aquel famoso banquero. Si te agachas, puedes palpar partes de la figura que quedó por completarse. Parece un párrafo enorme sometido a censura, incluyendo tachas y omisiones. Es algo que se debe saber: todo incendio es una narración, el comienzo de una frase dolorosa, pura.

 

Yo conocí a Socony, sumamente pálida. En ella consumí buena parte de mi juventud. Socony era callada como un cisne que, acabado de morir, aún presumiera de la forma de su cadáver esbelto. Le encantaba que le hablaran en tercera persona y que se bromeara sobre su ascendente lunar, la mancha que tenía en el cuello y su completa incapacidad para nombrar las especies animales. No supe más de ella, pero una noche nos subimos a una azotea y desde allí vimos la piedra. Le tomé las manos, sintiéndole las uñas sin pintura y luego le besé con miedo el cuello. Socony pegó un grito pero no me detuvo. Era muy blanca, como ya dije, pero tenía la nariz y el pelo de una negra. No sé cómo explicarlo. Dicen que periódicamente ese grito resuena y despierta a algunos vecinos de la urbanización. Es leyenda. La urbanización se llama La Soledad y la calle es la número 5. Todos sabemos que en la soledad las cosas se pierden más rápido y adquieren un carácter ficticio.

 

Hablo de una ciénaga pastosa. Donde brotó, los alrededores eran oscuros. Estoy hablando de la oscuridad de un cerro cuando el sol se esconde. Para mí eso es la noche, una suma de montes oscuros que ya no alcanzo a ver, como dos piezas de carbón superpuestas. Negro sobre negro, en el recuerdo de mis manos.

 

Llevé a mis hijos a conocer el sitio. Hundían sus zapatos en las huellas de los osos y se seguían unos a otros, oliéndose el culo, como hacen los animales. Porque mis hijos y yo estuvimos allí antes que mucha gente, es que te pido que me escuches. La barbarie no genera violencia, eso es una mentira vil, como las atribuciones mortíferas del magma que nosotros vimos y luego fotografiamos tras el cerro. Ahora que lo pienso, fue en realidad una serie de apariciones. Encima de ese cerro hay una cruz enorme de lata, con puntos de faros que alumbran hacia la ciudad, por encima de los cuarteles y la carretera. Desde el carro se puede ver. Pero desde el camino interno del cerro, no. Buena parte del trayecto está cubierto por ramas de samanes. Como sabemos, el samán es el árbol de las grandes tramas venezolanas. Uno ve los samanes torcerse con el viento, pero resistir siempre. No hay deriva en el curso de los vientos que tumbe un samán. En cambio los pinos, con esa arrogancia que parece forjada por un creyón escolar, no aguantan el más mínimo embate. Mis hijos son así: un pino y un samán. El mayor es terco. Su robustez es idéntica a la terquedad. El menor, que lo es por poco, es quien motiva la detención que te suplico desde el inicio de estos garabatos. El menor es el que se estrelló con el monte.

 

Apenas llegamos a la planicie, ahora sí, a la luz de la cruz enorme que corona el perfil del cerro, fue él quien empezó a sudar en abundancia. No hablaba, pero me transmitió serenidad con la mirada. Ese niño, que es delgadísimo, empezó a temblar con una euforia muda. Se le cayó la mandíbula y se tiró de rodillas. Te digo que la grama no crece demasiado en la zona del evento. Con una destreza que jamás le conocí, extendió su dedo y empezó a recorrer la silueta. Movía los labios sin pronunciar palabra alguna. Sus ojos estaban muy abiertos y ni se inmutó cuando uno de los caballos soltó un bufido. Aquella especie de príncipe alado empezó a trazar eses con sus piernitas a mayor y mayor velocidad. Algo estaba entendiendo. Federico, el mayor, que luego se haría piloto de aviación, se abrazó a mi pierna y aunque no temblaba, se moría de miedo ante aquel espectáculo. Mis manos estaban en mi cintura, con los codos abiertos, formando con todo mi cuerpo una especie de diamante. Por encima de mis hombros comencé a sentir soplos macizos, como si el aliento de alguien que estuviera detrás de mí, jugara a repartirse en pedazos.

 

Esos son los muertos, dicen por ahí. Esos son los muertos, me sorprendí diciendo en voz más o menos alta, con Federico amarrado a mi pierna derecha. Repetí la frase una vez más, buscando convencerme o salvarme de algo, cuando vino Rómulo con las manos llenas. Dije que esos eran los muertos y él asintió. Traía unas piedritas o unos insectos. El niño, que no había pronunciado una sola palabra desde que llegamos, me dijo con sus ojos: estos son los muertos. Abrió sus palmas y dejó caer en mis botas el primer grupo de huesos. Me dio la espalda, salió corriendo y casi lo pierdo de vista. Volvió. Ahora traía el segundo grupo de huesos diminutos, piezas de algo que no puedo describir como humano. Eran huesos, sin más. Me parecía imposible interrumpirlo. La verdad es que algo en mi pecho me impedía hablar. Todavía me cuesta articular todo lo que Federico y yo vimos aquella noche.

Calculo que mi hijo menor hizo más de diez viajes, colmando la capacidad de sus pequeños brazos a cada tanto. Poco a poco estuvimos sitiados por colecciones de cráneos ínfimos, costillitas y tibias. Todos muy blancos. El niño confiaba en que, como los desiertos, los cementerios se podían mover. El transporte terminó poco antes de sentir el canto de los pájaros que predicen el amanecer. Le tomé las manos cuando parecía haber terminado la faena y comprobé que tenía las uñas largas y mugrientas, casi como garras. Se empezó a rascar los hombros con una velocidad que no tardó en abrirle paso a una herida. Al conseguirla, hundió uno de sus dedos en la piel rota. Me dijo lo siguiente con miradas. Los hijos nos hablan a través de la sangre y son nuestros ancestros quienes mejor los escuchan:

Un ídolo es un fósforo.

Un árbol en la cabeza de un niño.

Un elegido que ata la asfixia

al rincón donde las palabras

tropiezan con el presente.

La espiral es la forma de la vida y nadie lo puede dudar. En 1999 se descubrió la estructura del ADN, cuyo nombre desglosado es ácido desoxirribonucleico. La espiral da paso a la existencia, siempre y cuando operen las fuerzas de su tránsito de izquierda a derecha, como venciendo o anulando el curso del tiempo.


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