GRACIELA YÁÑEZ VICENTINI, POR VASCO SZINETAR

Por GRACIELA YÁÑEZ VICENTINI 

El tumulto

en mi cabeza

un tumulto

de pájaros nocturnos

mirándose

en lo abierto


El rigor

Alguien ha entrado en la memoria blanca, 

en la inmovilidad del corazón.

Antonio Gamoneda. Libro del frío.

Siempre fui la de los dientes duros.

Podía tragarme cualquier cosa.

Adicta al hielo, siempre,

podía beberlo sin dolor.

Siempre fui la de la buena vista.

Para mí, era evidente siempre

lo que no veía nadie, nunca.

Encontraba errores por doquier.

Partía la fruta por el medio

de un solo tajo

y sacaba, con todo cuidado,

las imperfecciones que no quería comer.

Creía tanto en mi intuición de bruja

—de bruja santa—

y en mis procesos de disección,

que me tragaba la podredumbre

 

hasta el fondo

y no sentí el veneno de la fruta agria

hasta que me congeló —completo—

el corazón.

 

Confié en mis ojos hasta que dejé de ver.


La canasta

Es fácil detectar la fruta podrida.

Uno la ve irradiando podredumbre,

infectando a las demás.

Uno sabe.

 

Inútil el gesto de dar la voz de alarma.

Inútil querer apartarla, salvar al resto.

Velar por la canasta.

Uno trata.

 

Y, sin embargo, algo tiene la manzana enferma.

Algo irradia, algo irradia

que procura su permanencia,

y uno no entiende qué pasa.

La peste

se arraiga.


El amuleto

Es que yo era tu amuleto

y tú no lo sabías

Clea Rojas. Pobremas de prostíbulo

He tenido tres manzanas de la discordia.

Dos pendían de mi cuello, y la tercera

prefiero no mostrarla a nadie.

 

Se fueron perdiendo, mis manzanas.

Esas cosas que crees que cuidas mucho

—como un secreto—

y un día descubres que ya no las tienes.

 

Al principio, duele.

Perder una manzana siempre duele.

 

Te preguntas a qué manos habrá ido a parar

aquello que signaba tu suerte.

(Seguramente no cayó

en los dedos de la más bella).

 

Con el tiempo, piensas en los beneficios.

Las muñecas de vudú que ya no te dedican.

Las zancadillas que ya no te tienden.

Las disputas que ya no protagonizas.

 

Con el tiempo, aunque aún duela,

entiendes. 

 

Sin embargo,

siempre queda una bruja suelta,

ávida de conjuro.

Alguna diosa enferma

incapaz de aceptar el duelo.

Siempre alguna vieja eterna,

propensa a preguntar sandeces

al espejo.

 

Y, por eso, en mi gaveta más recóndita,

que conservo entre cerrada y abierta,

 

siempre queda la manzana que no muestro.


La caída

como esas frutas que

llueven del árbol sin

necesidad de que

uno las baje o

sacuda el tronco y

aquella rama que

las tiene arriba a

una cierta altura sin

que nos parezca que

son de otro mundo o

algo que el brazo no

podría alcanzar jamás

tocar rozar quizás

o siquiera yo

pudiera

imaginarme como

mío de

manera alguna

(esa caída)

 

(esa caída natural de las frutas)

 

como funciona lo

que se da solo

(así)

por obra y gracia de

aquellas cosas que

se van cruzando y

es como si

ya fuesen nuestras

sin necesidad de serlo o

de pretenderlo ni

pedirlo acaso al fin

 

(no hay que pedirle nada

a nadie

nunca)

 

(esa caída)

 

porque ha bastado el

recibirlas en

esa caída tan

desposeída y

originaria en que

cae la fruta en

la mano abierta y

basta un mordisco así

para que yo también

pase a ser

parte de

 

la misma fruta

 

se cae ella y

también me caigo

yo

 

(en la caída natural de aquella fruta)

tan mía

ella

y yo

también

tan suya


El poeta

Tú vives tu vida como la escribes —me dijo—

¿Y si tus poemas fueran más felices?

y me dejó pensando      pensando

 

Y si no requiriésemos de teoría literaria

para explicar la candidez más simple

Y si la profundidad no provocase espanto

y se pudiera amar el mar sin sumergirse

 

Y si la belleza naciese menos trágica

y la fruta incapaz de corromperse

 

Y si la marea se meciese menos negra

y la miseria se aceptase miserable

 

Y si el desalojo no fuera recurrencia

y el todo menos que la resta de sus partes

 

Y nuestro único poeta feliz         no fuese Whitman

y procurásemos un frío más amable

 

y me quedé temblando

 

Claro —acepté— el Poeta es un pequeño Dios

El jardín sólo hay que recrearlo

 

Y si todo fuera arándanos

 

(Para Claudiana)


La concordia

A veces sólo es preciso

llegar

al corazón de la fruta


La deuda

Tener casa

es poder tomarse un Toddy

a las 5:30 de la madrugada

Escribir un poema

sin molestar a nadie

sin despertar

a un solo muerto

Tener casa

es estar solo

sin que eso ofenda

a los animales

Quedar en deuda

—a toda hora

apenas y siempre—

con mi propio sueño

 

Tener casa es

hospedar al monstruo sobre el hombro

lo mismo

que albergarlo adentro

No deberle

siquiera

 

mi silencio

(Para Jacqueline)


La escogencia

Quién iba a pensar que la protagonista

iba a escoger blueberry

en lugar de apple pie.

 

Hay frutas destinadas a esa hora póstuma,

en que sólo queda esa invitada

póstuma,

 

la que llega —siempre— al momento de cerrar.

 

Supongo que tener casa, a veces,

es adueñarse del arándano

que nadie quiere.


*Graciela Yañez Vicentini es poeta, narradora, editora y traductora. Los poemas aquí reproducidos pertenecen a La caída natural (Dcir ediciones, Venezuela, 2023).


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