Gabriela Kizer

Por GABRIELA KIZER

Palabras

A veces quisiera que fuesen descendientes de campesinos,

los de Millet o Van Gogh, de ser posible.

Quisiera rehacerlas con tiza de montaña,

encontrarlas de pronto en el azadón de algún ancestro

que corta la turba, que hunde la pala en tierra

hasta dar con la oscura joya.

Pero nada tuvieron de tubérculo o de raíz.

 

Acompañaron, eso sí, a pelar las papas generosas de la

Europa negra

y se vinieron al Nuevo Mundo en sacos llenos de recetas

de papas.

De allí los viejos no pudieron sacarlas.

 

Los padres de mis padres se tomaron a pecho el Nuevo

Mundo

y perdieron el pasado.

Los hijos de mis padres apenas estábamos para tomarnos

a pecho

alguna plana de la escuela.

Pero ahí no fueron aprendidas.

 

En la celebración de la Pascua

los abuelos rezaban sin otro fervor

 

que el de ser judíos hasta la médula.

Rutinarios e imperturbables continuaban su oración

por debajo del chismorreo de las mujeres.

Luego se cantaba en aquellas mesas sin ley

y se repetía la canción que conmovía a mi madre.

 

A veces, cuando paso demasiado tiempo sin ellas,

con desesperación tomo la pala y pesadamente comienzo…

Pero en vez de la buena turba,

en vez de la memoria pedregosa de los muertos,

el metal choca contra el piso enmohecido del barco

que ha iniciado su lento viaje desde Besarabia.

Shabat

La cara de Raquel bajo la rigurosa sábana

ya no era Raquel

 

ni siquiera sin hermanas,

sin torta de miel,

sin el alma apostada a la primicia

de algún casamiento afortunado.

 

En el brazo que asomaba

bajo la manga de la bata azul

—no levanten la sábana—

había otro plato servido.

 

La abuela murió un sábado en el sueño de Dios.

 

Hubo que vigilarla hasta que él despertara

—los difuntos recientes temen a los espíritus

y quieren regresar—.

 

Pero la abuela y la muerte tenían tiempo

secreteando historias del otro mundo.

Como uña y sucio fueron cubriendo los espejos

hasta que no se supo quién estaba en el rostro de quién.

 

La abuela murió un sábado en el sueño de Dios.

 

Quedaba postergado el laborioso trasiego entre los

mundos,

la premura, tu pobre viaje de siempre;

quedaba postergado suponer que había camino escarpado

o brecha que tomar o cualquier cosa

que no fuese tu migaja de cuerpo todavía,

aunque sin sueño propio, abuela, ya sin sueño.

 

A tu lado, no pude sino repasar la puntada

que se fue dando sobre ti,

pero no pude separar tus rasgos de tus rasgos,

no pude sino saber que no debía verte,

que estábamos las dos sin ojos para la vida, abuela,

bajo la sábana de tu niñez que me escondía

en el juego y la risa, y en el miedo

¿quién nos da un rostro?,

¿quién desgarra nuestra triza de origen?,

¿qué mano diestra nos prepara

para el barro gustoso, para el cambio,

sin acicalamiento, abuela,

quién nos da un rostro?

 

Yo quisiera traer la vieja arcilla

de las manualidades escolares,

endurecer esta tela con yeso,

reintentar la máscara invariablemente agrietada,

un rictus capaz de decir la quietud de tu sangre.

 

Pero tu sangre avanza como avanza la tarde,

pero tu sangre avanza como en coro.

 

Bidones de sangre tibia te contienen en sueños.

 

No es materia para modelar.

No haremos mundo con esto.

 

Solo rezo, solo canto, solo arrullo

bajo la rigurosa sábana.

Muchachas

¡Oh, Neptuno de la sangre!, ¡oh, su terrible tridente!

Rainer María Rilke

Quiénes éramos

muchachas pacatas, salvajes, voyeristas,

apenas dejábamos atrás la calidez sin respuesta

en los ojos de las muñecas

cuando el resplandor de la tarde

caía sobre nuestros párpados

despojándonos repentinamente de mundo.

 

Pero aún nos gustaba columpiarnos

muchachas leves, suspendidas,

sin poder todavía imaginar al espantajo

que iba ya en el empeine aflojando la pulpa,

enrareciendo sueños

densísimos, empecinados

en destilar de nosotras algún licor añejo

que no alcanzábamos a ser.

 

Muchachas pacatas, salvajes, voyeristas,

cada tarde trepábamos a las ramas más bajas

como lagartos acechábamos

los rumores cerrados de la savia:

 

el exhibicionista a la vuelta de la esquina,

los senos estrujados de fulana,

el beso de Frimy en el transporte

—su enigma dilatado, el embeleso

en los ojos de Colón y Torquemada—.

 

Pronto seríamos bocado y abrevadero.

También indecencia, llama difícil, brasa para tiznar.

 

Pero aún nos gustaba columpiarnos

muchachas leves, suspendidas…

Odisea

Que recorras tú un Mediterráneo arcaico e impreciso

o el mar de Polibio, Plinio el Viejo y Estrabón.

 

Que esté contra ti el dios que desquicia las rocas de las

costas

o que nuble —a su pesar— los ojos de Aquiles para

salvarte.

 

Que llegues a Cartago, Mauritania y Sicilia

o a tierras de lestrigones y lotófagos.

 

Que debas consultar el alma de Tiresias o la voz de tu

padre

para salir de la doble llama del octavo círculo

en que Dante te tiene retenido.

 

Que yo sea Creúsa o Troya, Homero o Dido.

 

Que puedas ver la pira que tus ojos han levantado

y sobre ella: la novilla asperjada con agua lustral,

los granos de cereal que recubren el cuchillo,

la oscura sangre a chorros.

 

Que puedas saber de la parte ofrecida en tu nombre

y del intacto tenedor de cinco puntas

que guardo para tus manos a la hora del festín.

 

Que las mías resistan la voracidad de los dioses.

 

Que frutas, pasteles y fragancias los deleiten sobre la llama:

lo no cruento del amor, me pido (me pides, quizá).

 

Que este poema no te dé por perdido.

 

Que no justifique la desdicha.

 

Que tú seas quien eres.

 

Que no haya otro fantasma que el del sueño

libre y cansado cada noche.

 

O bien

que sea el sino, la zampoña,

el deseo del dios (su risa hueca, macerada, hostil)

en que naufraga

la belleza del mundo que trajiste:

apenas liquen, cascajo, grava rota,

palabra ardiente.

Lancóme

No siempre se puede usar Lancóme. Ya sé que debería concentrarme en el mapa que pisamos: sus caminos inescrutables, las grietas en relieve. Podría interesarme la edad de las rocas. Estamos de acuerdo. Yo también detesto los temas femeninos, pero se trata de la base que prefiero y del rímel que no me produce alergia. Por lo demás, reconozco que ha llegado la hora de prescindir del argumento y de fijarse un poco más en la función de los intransitivos. Prometo que lo haré. Asimismo, intentaré deshacerme del sujeto y de todos sus determinantes. En el lugar de nosotros habitaría el poema. Sería un fenómeno casi natural, casi sin máscara. Pero no siempre se puede usar Lancóme.

Apollinaire

Al ser abandonada por un antiguo oficial de las Dos Sicilias, la joven polaca Angélica de Kostrowitzky resolvió prodigarse al juego. Una madrugada sin suerte solicitó a sus hijos que huyeran de la pensión belga donde los había hospedado.

 

El hijo mayor de Olga Karpoff —como en París se hizo llamar la dama— dictó clases de francés, fue contable en la bolsa y crítico de arte. Menos agraciado que su madre, se apasionó por una divorciada aficionada al opio, envió los mismos poemas a dos mujeres, editó textos libertinos y maliciosas apostillas sobre escritoras. A modo de obsequio recibió dos estatuillas fenicias que le valieron la acusación por el robo de La Gioconda.

 

Un tanto desencantado de la vida, vio en la guerra su paraíso artificial: estampó con tinta violeta veinticinco ejemplares de un breve poemario cuyas ganancias serían para los heridos, pero cansado de esperar a los otomanos en la segunda línea de trincheras, solicitó su traslado a infantería. Parece que leía el Mercure de France cuando una esquirla de obús se incrustó en su cráneo. Él dijo que nada sintió.

 

En vísperas del armisticio, juntó las telas, pinceles y colores que había prometido a Pissarro para el ocio sagrado. Esa tarde Ungaretti apuraba el paso para visitarlo con una caja de cigarros róscanos. La multitud se agolpaba en las calles gritando: ¡A mort Guillaume! Al recibir la noticia, Picasso guardó la navaja con que se estaba afeitando y sintió que dibujaba su último autorretrato. Blaise Cendrars le reprochó no haber sido un verdadero experimentador por haberse negado a probar cierto aceite de Harlem con el que había logrado salvar a setenta y dos amigos.

 

Acaso no esté de más agregar que amó un jardín cerca de Praga, la muchedumbre de París, un níspero del Japón bajo el que estuvo sentado en Roma, y a una joven que creyó hermosa y era fea. Jamás desmintió ningún rumor sobre sus orígenes, y aunque trajo a la página la evanescencia del humo y el temblor del espíritu nuevo, solo estuvo convencido del valor meramente anecdótico de la existencia.


*Los poemas aquí reproducidos pertenecen al libro de Gabriela Kizer En falso. Prólogo: Luisa Castro. Edición al cuidado de Nicole Brezin. Visor Libros y Fundación Para la Cultura Urbana. España. 2022.


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