Elisa Díaz Castelo / Archivo Yucatán Cultura

Por ELISA DÍAZ CASTELO

Ayer por fin dejé de suicidarme.

Heiner Müller

Quise morir. Es cierto. Estaba exhausta

de tanto despertar a contracuerpo y en mi piel

siempre la mitad de la noche.

No había lugar en mi vida

para nada que no fuera la muerte.

Todo era demasiado y me dolía

el más mínimo acorde, el color rojo.

Quise morir, aunque mi cuerpo

no quisiera, quise, a pesar de la sangre

que insiste en recorrerme, a pesar

del crecimiento de mis uñas

y considerando, incluso, que el cuerpo

respira por sí solo cada noche,

 

Mi nombre hacía agua, sabía a tierra.

 

Y hay en la vida ese qué será de mampostería

y mamparas, de escenario vacío

que culmina en su ausencia.

 

Me dolía la saliva de mis niños,

sus noches de cuatro horas,

su proscenio. Su llanto que rompe anaranjado

como soles que sangran y coagulan.

 

Son las veinticuatro horas abiertas,

sus corredores encendidos,

es la moneda inestable del afecto,

el reciclaje de la ternura.

Es saber que estamos regresando

hacia ningún lugar y no volvemos

a encontrarnos con los que ya se han ido.

 

Es saber que todo el tiempo que me queda

no vale lo que un instante gris en la ventana

turbia de hace años. Es la vigilia descaminada

de los que mueren de sueño

y no pueden dormir.

 

Preferí la muerte, ese común denominador.

Quise esta muerte descastada, esta averiada muerte.

Quise morir. He dicho. Quise.

Eso es suficiente a veces: querer algo.

Quise morir y dejé el nombre de mis niños

en la sala de estar, camine de espaldas

y cerré la puerta. Quise vaciar mi deuda con la vida,

desvestirme de la sangre, ese vestido rojo

que me abriga por dentro. Quise romper el límite

entre el cuerpo y su sombra.

 

Quise morir. No pude. Qué fracaso.

 

Y me estorba la voz con la que he vuelto.

Mi voz, este lugar absuelto.

Voz encanecida con su registro de naves incendiadas,

voz digital, trasplantada voz de raíz roja.

Me cansa mi voz

siniestra de palomas

que aletean su ruido en las iglesias,

voz que es algo porque no enmarca nada

más que un vacío de cúpulas y atrios.

A falta de Él hablo hasta por los codos.

Porque fui al otro lado y Dios estaba muerto.

Todos los dioses: muertos o cansados,

descalabrados dioses de estatuillas.

Sólo tengo mi voz que me acompaña,

su ablación malherida y oraciones

desprovistas de nadie.


Orfelia desvaría con LAS METAMORFOSIS

  1. Quise aligerar el regreso del fin del mundo con un poco de conversación.

2. Eres de los fantasmas que continúan a través de sus heridas.

3. Envejeceré. Entonces nadie podrá creer que alguna vez fui amada.

4. Me gustaría cambiar tanto que la gente diga que no puede verme.

  1. No es eso. Sólo quiero mover a los muertos con mi voz.

2. No lo sé, pero no lo sé, pero tengo miedo.

3. Corrimos por el crudo y oscuro silencio.

4. ¿Cómo honras tú esos años? ¿A veces recuerdas?

  1. Moriste una segunda vez y no tuviste quejas.

2. Apenas te toqué. Te alimenté con tristeza.

3. Tu amor por mí es viejo. ¿Puede ser cierto algo así?

  1. Te olvido aunque no quiera.

2. Me comeré tu sombra.

3. Algunos llaman a esto sobrevivir.


Orfelia mira la foto borrosa de un conejo

El inframundo era una larga costa azul de Grecia.

Turistas rusos y algunos cisnes se disputaban

los metros de la playa. A nuestro alrededor

atardecía el idioma de los muertos. Estábamos

en otras palabras, guarecidos en los huesos

dorados de nuestras sombras. Se hundían

mis pies en la arena. No me dolía

avanzar. Entonces, a nuestra izquierda,

en un pequeño prado, vimos un conejo

ávido y esponjoso. Perfecto.

Tú me tomaste del brazo

y con un dedo sobre los labios indicaste

que guardara silencio porque una vez,

en otro lado del mundo, encontramos

un armadillo y mi emoción lo ahuyentó.

Ahora sabía cómo. Doblé la sábana

de mi ternura adentro. Lo observamos

un buen rato sin hablar. Nuestro silencio

sonreía. Le tomamos esta única foto.

Parecíamos más cerca. Reconocí

la urgencia de la quietud

y pude detenerme por completo

a un lado suyo. Tu sombra

tendida sobre la arena me lo dijo:

hay cosas que se pierden. Cuando te pregunten

qué significa diles esto: poco después,

sin prisa, el conejo desapareció.


Orfelia se pone la piyama

Olvido para qué me sirve el cuerpo.

Se ha cerrado sobre sí mismo y hace mucho

que no soy, casi, nadie. En otras palabras,

duermo hasta volver

a mi virginidad. Duermo tanto. Todas

mis cicatrices duermen también.

Dejo entrar todo lo que se aleja y no sé

mirar hacia adelante. Mírame. Esto

es lo que el tacto puede hacer

Aprendo cosas nuevas: a caminar lento,

a respirar adrede, a masticar veinte veces.

Cubro cada árbol con el recuerdo de las hojas.

Hago listas de reproducción

para que los muertos se desvelen con mi sombra.

Me hago vieja. Lo tengo aquí conmigo. A mi cuerpo.

Es extraño llevarlo a todas partes: un niño

pequeño en brazos. Un muerto. Pensar que no

se quedó contigo esa última noche.

Levantaste un poco mi blusa y preguntaste:

¿puedo quitarte esto? Como si hubiéramos vuelto

a recién conocernos, desandados nuestros cuerpos

por la despedida hasta el anonimato. Tal vez

de tanto y tanto tocarnos nos borramos. Nos borramos.


*Elisa Díaz Castelo nació en México (1986). Ha ganado premios como como poeta y traductora. Los poemas aquí ofrecidos pertenecen a su libro El reino de lo no lineal (coedición del Instituto de Bellas Artes y Literatura, Instituto Cultural de Aguascalientes y Fondo de Cultura Económica, 2020), ganador del Premio Bellas Artes de Poesía de Aguascalientes 2020.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!