SANTOS LÓPEZ, POR VASCO SZINETAR

Por ANA MARÍA HURTADO

Una mujer

Bebe agua

Y medita

Frente a mí

En la otra orilla

Santos López

…Y tengo un gran deseo de morir y de ver

Las riberas del Aqueronte donde hay flores

Cubiertas de fresco rocío

Safo

Adentrarse en los textos del reciente poemario de Santos López, Dido: diez poemas de amor (Buenos Aires, 2023) requiere un afinamiento de la escucha y una disposición a acceder a otro tiempo, otro espacio, a un despliegue de cantos que son danza, lamento, invocación, salmodia, a escuchar una voz que surge de la profundidad, o de la lejanía, o tal vez de lo más íntimo y cercano. La voz femenina de los poemas nos interpela, nos hace preguntarnos, asombrarnos, nos abre al misterio: “Mi amor no es placer sino asombro”.

La singularidad de lo femenino surge cuando se descubre que algo dentro del cuerpo de la mujer es enigma, el espacio de lo íntimo donde se despliega el misterio y cuya existencia excede a la palabra; desde ese espacio simbólico se formula la antigua pregunta, siempre vigente: ¿qué quiere una mujer? Tal interrogante se sostiene en la fascinación, dada la imposibilidad de la respuesta. Por otro lado, esa condición que se sitúa más allá del lenguaje y da cuenta de su insuficiencia, también determina cierta radicalidad, la tendencia al sin límite expresado tanto en el amor, la exigencia o la desdicha. Este carácter singular de la feminidad, trazado desde lo imposible y lo ilimitado, aparece como prominente rasgo en la tragedia de la reina Dido, relatada por Virgilio en el canto IV de La Eneida. Desde la antigüedad clásica, oscilando entre mito, leyenda y realidad (otro rasgo de la imaginería de lo femenino) acude la reina Sidonia a encarnarse en la voz de Santos López. Desde Cartago, la dolorosamente arrasada ciudad del norte de África, donde confluían oriente y occidente, llega la voz de Dido, su mítica fundadora, hasta el alma de este excepcional poeta nacido en los llanos orientales, heredero de voces diversas: indígenas, africanas y europeas. De tal manera la vasija del poeta recibe este delta de voces antiguas, como ocurre en Los buscadores de agua: “Extrañamente algunas veces somos herederos de un corazón/que como una vasija, otros han llenado primero”.

Santos, cuyo oficio de poeta-chamán sabe de los descensos al inframundo, de los ascensos a las regiones celestes y el regreso con una cartografía poética que registra estos viajes, estos descubrimientos, y los comparte, tal como el chamán que nos devuelve en signos y colores insólitos las imágenes que observó.

La reina Dido

Nos surgen las primeras preguntas lanzadas a las costas de Cartago: ¿por qué el poeta toma la voz femenina —o es tomado por ella? ¿Y por qué precisamente la voz de Dido?  Intentaremos una respuesta oblicua acercándonos a ese arquetipo —forma arcaica del inconsciente colectivo— que personifica en Dido un aspecto crucial de la psique femenina. Lo preceden otros poetas que han tomado la voz femenina: Ovidio, en sus Cartas de Heroidas, también hizo hablar a Dido con Eneas. Junto a ella, Ariadna, Penélope, Safo, Fedra, entre otras tantas, expresan por medio de la voz femenina de Ovidio el común acontecimiento del abandono, la pérdida, la soledad. Luego, en la lírica medieval española hallamos las cantigas de amigo, las mujeres toman la palabra para decir la queja de amor, la ausencia del amado, o mostrar la alegría del encuentro. Sin embargo, se trata de una poesía de voz femenina, creada por poetas hombres. En estas composiciones el poeta toma para sí la voz femenina, lo que nos induce a pensar que esos hombres, sometidos al poder y a los rígidos cánones sociales de la época, necesitaban dulcificar su vida y acercarse a su propia alma. Esta última aproximación podría ser válida también para la necesidad de otros poetas de explorar el alma de la mujer. Más próximo tenemos a Rabindranath Tagore, quien perteneciente a una cultura acentuadamente patriarcal, concedió su voz al delicado mundo, casi etéreo, materno y sensual de la mujer hindú; y, aún más cerca, en nuestro medio, Edgar Vidaurre, en El lamento de Ariadna (2006), toma la voz de la princesa cretense.

Ya dijimos que la mujer está emparentada con el misterio. Para algunos esconde un secreto, o es el secreto mismo sin saberlo, la poesía es también esencialmente misterio y el poeta sabe que la palabra no alcanza para nombrarlo, que no es el sitio del resplandor, parafraseando a Rafael Cadenas. En tanto misterio, la poesía convoca a la iniciación y por ende a un estado receptivo del alma, recordemos que los hierofantes que oficiaban en los misterios mayores de Eleusis, vestían como mujeres para propiciar el advenimiento de la Diosa. Y sabemos que Santos López es un poeta de la iniciación, alguien que se adentra en el misterio y nos convoca, descentrándonos, desde una dimensión metaliteraria, como la denominó Juan Liscano en su prólogo a El libro de la tribu. ¿Acaso no recordamos al poeta en esta obra de 1992, o en La Barata (2013), donde nos descoloca y nos lleva a respirar ese ritmo caníbal y multiforme? Imaginario trastocado por los bordes filosos de las cosas.

En Canto de luz negra (2018) la voz del poeta se desplaza por senderos que lo adentran en el terreno oscuro donde se gesta el acontecimiento poético, en ese mismo sitio donde se despliega el atributo mistérico de lo femenino, agujero negro, materia oscura generadora de cosmos. Oscuridad, luz más allá de la luz, voz más allá de la propia, voz que viene de la otra orilla e invita, como Dido a Eneas. Así estamos ante la aparición del ánima del poeta, en el sentido junguiano. Santos López nos hace un guiño, transmutando al Pájaro azafrán en lazo de unión del Canto de luz negra con la danza de Dido: “El pájaro azafrán no deja huellas/ traza un cero/en el aire/ y cae dentro”.

Desde allí anuncia las huellas que el pájaro dejará en el corazón de Dido: “Pusieron esta canción en mi boca/ven pájaro azafrán pájaro azafrán”. Reminiscencia del ave azafranada de nuestras latitudes que construye sola el nido…

Creemos que todo poeta escribe desde su lado femenino y La más honda vivencia del creador es femenina, dice Rilke. Santos ha estado ocho años gestando esta voz que es la propia voz del ánima trastocada en sujeto enunciativo. Sumado al misterio está el deseo femenino por lo imposible, lo ilimitado, penetrado por la radicalidad y la destemplanza,  categorías tan afines a la manifestación del amor, donde entran en disonancia el advenimiento azaroso y la feroz dinámica del fatum, en Dido está la vivencia amorosa insertada en el requerimiento imposible ante el destinatario equivocado, porque Eneas, el amante, no es el dueño de su voluntad, son los dioses los que marcan su destino y en consecuencia el de Dido, abandonándola a la muerte como única salida.  En ese arquetipo de la desolación femenina se mueven también otras mujeres de su estirpe, como Medea, Fedra, Safo…

Deseo, amor imposible y destino vividos desde Dido son solo aspectos toscos del misterio que somos y Santos —en su dilatada producción poética— ha estado siempre tan cercano al mundo de lo inexpresable, al límite impuesto por la palabra, aunque él la atraviesa en la búsqueda persistente de decir más allá.

¿Por qué escoge la voz radical del alma transida de Dido? ¿Hay en su delirio amoroso, en su desenlace extremo, la invitación a que el poeta se mueva hacia el precipicio del lenguaje, como diría Lacan, hacia la muerte en tanto lo femenino llevado a sus últimas consecuencias?

Devenir mujer es un imperativo para la humanidad postmoderna, afirmarían Deleuze y Guattari, aceptación y vivencia de lo femenino en ambos sexos, porque no se trata de sexos ni de géneros, sino de lugares del alma y del cuerpo donde impera el misterio, la  imposibilidad del decir, el límite  ante  la desmesura del logos. Desde esta posición femenina, podríamos asumir la disposición poética a escribir desde la grieta, la fisura, el temblor, lo incierto del puro enigma, vivencia corporal de lo imposible.  Ya en Cantos de luz negra nos habla Santos de que es otro quien escribe y que él mismo es solo un vehículo de la creación. No solo yo es Otro, sino también yo es Otra. Está allí sugerida la antesala a la apropiación de la voz de la alteridad femenina, anticipo de la alteridad radical que sería lo divino, la vertiente místico-espiritual que no es ajena al poeta.

La danza

El poemario Dido consta de 10 poemas bellamente dispuestos en dos partes: la primera, llamada La danza, da paso a un largo poema que se va desgranado en breves gemidos de dos versos —sístole, diástole— y la respiración dilatada de una página casi vacía. En este punto me adviene la primera epifanía de la feminidad, ese mostrarse desde la ausencia. Eso hace aún más conmovedores los versos de Dido en su lamento, en su plegaria, en su salmodia, dos pasos de danza, un silencio donde queda suspendido el último verso; y, de seguido, voltear la página para que goteen dos versos más… silencio que puede ser encuentro: “Me encuentro contigo en silencio/mi secreto es lo prohibido a solas”. O puede ser espera: “He estado todo el día atenta en el camino/y ahora veo que tú no regresas amor mío”, o desgarradura “regresa regresa corazón mío/mis ojos no pueden llorar más”, o simplemente imposibilidad del decir: “No tiene este amor desconocido/nombre que podamos deletrear”.

En La danza el poeta se vale del ritmo binario en clave femenina con extensos espacios de silencio que propician ese ritmo pausado del corazón que se deshoja en sístole y luego lentamente se llena de nuevo en diástole. Y La danza no es solo el cuerpo moviéndose en sí mismo, sino también los vacíos que se van abriendo, nos decía la gran Sonia Sanoja.

Dido, entre sus dudas, amar o no amar, luchar o sucumbir, entre vida y muerte, entre Laeta y misérrima, Capta y deserta, abandonada de Eneas y de los dioses, la reina es en sí misma una danza que en ese primer poema es anticipo de la tragedia.

La caminata

En la segunda parte de Dido el poeta hace un prodigioso despliegue rizomático de voces femeninas polifónicas que se abren a la sinuosidad de las diversas diosas, exteriorizando la voz múltiple del alma de Dido, las diferentes maneras de experimentar la herida de amor. Estas caminatas tienen la forma de primigenias diosas talladas en árboles.

La voz de la reina toma caminos que se bifurcan, los arquetipos femeninos del alma del poeta se van desgranando en cascadas de poemas. La tragedia es cantada-contada desde las múltiples advocaciones femeninas: Venus, Diana, Perséfone, Ariadna. Cada una desde su visión, cuenta la historia de amor y desamor, para concluir con la diosa del inframundo que gana la batalla en la pira última donde los deseos y las dudas, luces y oscuridades de Dido serán devoradas por las llamas. Lo magistral del poeta es que las Diosas aparecen sin ser nombradas, solo son reconocidas en su discurso por una escucha atenta.

Escojo algunos ejemplos: en el poema III escucho la voz inconfundible de  Diana/ Artemisa: “En los bosques de Cartago eres mi dios/Acudes cuando yo te llamo/ También eres mi perro”. En el poema IIII Juno lanza sus alegatos a favor del matrimonio de Dido y Eneas: “Lo mutuo es esto parejo/El matrimonio de lo más alto/La seguridad del amor/Sin atajos”. Y la escalofriante voz de Medea  en el poema VII: “A pesar de los hijos/Muertos en la premura/ Y a pesar del dolor”.

En el poema VIII canta Venus citerea con la dicha del cuerpo investido de Eros: “La marea sin orillas/Inflama/El goce en la piel”. Para finalizar con la contundencia del poema X, donde Perséfone, la diosa del Inframundo, canta su alegato de Eros y muerte: “En el amor,/ La negrura es lo primero que aparece/ Una mortaja siempre nos cubre(…)/ Mi lujo ahora/ Es desnudarme /En esta solitaria cueva…”.

Pudiéramos decir que estos diez poemas de amor también lo son de muerte; sin embargo, en la voz de Santos López la muerte tiene raíces en el cielo y como dicen Los buscadores de agua: “Los árboles son un racimo de huesos que maduran su luz en el misterio”.


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