Enrique Pérez Olivares | Archivo de Fotografía Urbana

Por HÉCTOR SILVA MICHELENA

  A mi amigo

I

Creo en ti.

Te he visto comenzando siempre

en el origen de tu propia alma.

Te veo permanente y renovado:

línea blanca del mar sobre la costa,

que siempre existe y siempre se renueva.

II

Hemos visto, juntos, cómo los años

—desnudos niños negros de la patria—

nos trepan por el árbol de las venas.

Hemos hablado,

con un relámpago en los labios,

el alfabeto del grito y del silencio.

III

Yo sé que algún día

el cansancio estuvo en tu alma.

Te dolían los músculos.

Te crecieron espinas en los ojos.

Y una palabra

—agónica y larga—

te cerraba los labios.

IV

Yo los vi formarse

en la matriz del tiempo,

en el centro del océano,

como dos islas

al impulso

del germen y de la geología.

Yo los vi cruzarse en la materia

y sembrarse el alma entre los músculos.

Yo los vi crecer bajo la piel del sueño.

V

Aquel día

en tu garganta ardían los colores.

Aquel día pronunciaste las sílabas de ‘Ma-no’

y me dijiste también las letras de los dedos:

más allá del barniz del guante perfumado,

más allá de las medias y los fluxes,

más allá del vestido y del calzado.

Dijiste, además,

que Dios, viéndose solo,

creó al hombre

sólo por tener un compañero.

VI

Todo está en la piedra dura:

el hueso largo,

duro en su corteza cálcica y humana;

el músculo dolido

duro en los brazos proletarios;

la sangre,

dura en los coágulos de los hospitales;

los nervios,

duros como ejes de todas las ideas.

Pero, por encima de todo

la piedra misma,

que es como decir:

el hombre mismo.

VII

Tu vas detrás de ti.

Dios va delante.

Caracas, 29 de Diciembre de 1958


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