Raúl González Fabre / Cortesía del autor

Por RAÚL GONZÁLEZ FABRE 

Queremos una sociedad en que todas las personas puedan alcanzar el éxito mínimo que consiste en una vida decente.

Sobre este principio costará trabajo encontrar quién esté en desacuerdo, al menos verbalmente. Luego, como la Encuesta de Condiciones de Vida en Venezuela nos viene mostrando año tras año, una cosa son los discursos y otra las decisiones de los mismos que pronuncian el discurso. Por eso vale la pena detenerse a pensar cómo debe buscarse una vida económica decente para todos.

Una vida decente

La posibilidad de una vida decente puede esbozarse en tres aspectos fundamentales: el económico, las relaciones sociales y la espiritualidad. Aunque aquí vamos a ocuparnos solo del primero, mencionaremos los otros dos porque están conectados.

Una vida decente requiere calidad en nuestras relaciones sociales, tanto las cortas que transcurren en la familia, con amigos, vecinos, compañeros y conocidos de los que sabemos quiénes son; como las largas, en las que no conocemos personalmente al otro pero sin embargo vivimos con él en algún sentido, como en la ciudadanía, el mercado, la opinión pública… Aprecio, cariño, participación, respeto, igualdad, justicia, solidaridad son algunas calidades aplicables, según sea adecuado a cada tipo de relación.

Una vida decente incluye también una espiritualidad capaz de sentido para la vida. Ese sentido une nuestro pasado más remoto (por qué estamos aquí) con nuestro porvenir último (adónde vamos tras la muerte). Decente en materia espiritual es una vida vivida con sentido, donde nuestras convicciones sobre estos extremos iluminan el día a día con una luz que viene y va más allá de nosotros mismos. Esas convicciones son frecuentemente religiosas en su naturaleza, incluso cuando no se concretan en una religión formal.

Lo contrario de una vida decente en este campo consiste en la superficialidad de quien va dando tumbos de flash en flash, como nuestra sociedad de consumo y entretenimiento nos propone continuamente. Con ello no nos deshacemos de la cuestión del sentido: es parte de nuestro ser humano, no nos la podemos quitar de encima como no podemos prescindir de nuestra cabeza. Solo estaríamos aceptando una mala respuesta: al fin haríamos diosecillos de nosotros mismos, precisamente lo que no puede darnos sentido.

Las dimensiones de una vida decente son al menos las tres que hemos mencionado: economía, relaciones sociales y espiritualidad. Aunque nos concentraremos aquí en la pobreza, que suele entenderse a partir de las posibilidades económicas de la persona, conviene tener en cuenta las otras dos, porque todos los atajos que prometen elevar la economía restringiendo o deteriorando la calidad de las relaciones sociales, o despistando a la gente respecto al sentido de la vida, resultan falsas. Falsas incluso si parecen tener éxito a corto plazo en su objetivo económico: una sociedad de relaciones deterioradas y personas espiritualmente confusas no es próspera aunque genere mucha riqueza. Cualquier cambio mayor en las circunstancias —una epidemia, por ejemplo— mostrará la verdadera consistencia del tejido social y de las personas que lo forman.

¿Qué es la pobreza?

En su aspecto económico, una vida decente consiste en participar de la producción y el consumo de los bienes y servicios que nuestro nivel tecnológico permite generalizar. Afortunadamente, vivimos en un tiempo en que la alimentación, la vivienda, la salud y la educación básicas, y algunos otros bienes importantes como el transporte, la seguridad ciudadana, la protección social o la conexión informática, pueden ser regularmente garantizados a todas las personas, no solo en Estados Unidos o Europa sino también en Venezuela.

La forma más habitual de acceder a estos bienes materiales es participar en la producción, con el empleo a partir de nuestras capacidades y con la inversión de capitales de que podamos disponer. El dinero así obtenido nos permite adquirir los bienes y servicios necesarios para una vida decente que van por el circuito privado. Y también con ese dinero pagamos los impuestos para que el Estado produzca o garantice bienes y servicios públicos esenciales, de los que nos beneficiamos tanto directamente, usándolos, como indirectamente, porque otros los usan y con ello tenemos una sociedad más equilibrada y funcional.

Así pues, los adultos acceden a una vida decente en el terreno económico contribuyendo a su vez a la vida económica de los demás. Esto es muy importante. No se sale de la pobreza primero teniendo para consumir, sino produciendo de manera que uno adquiera lo necesario para ese consumo, como consecuencia del valor creado para otros. No ser pobre consiste en estar parado económicamente sobre los propios pies: lo contrario de la dependencia, sea esta del gobierno, del subsuelo, o de la filantropía privada.

Del esfuerzo de los “adultos económicos” salen los recursos precisos para proveer a quienes por una razón o por otra no están en condiciones de producir, como los niños, los ancianos, los incapacitados por enfermedad, los desempleados…

Las poblaciones adultas excluidas de una vida decente en sentido económico son los pobres. Ser pobre no se define primero por estar pobremente incorporado al consumo, sino a la producción de la que deriva ese consumo. Haciendo lo que puede para ganarse la vida, la persona no consigue un nivel de consumo digno para sí y los suyos, ni los servicios públicos alcanzan a completarlo. Eso es ser pobre.

¿Cómo se erradica la pobreza?

Sorprendentemente quizás alcanzar una vida decente para todos no es una aspiración desmedida ni ilusoria, sino que está perfectamente a nuestro alcance como sociedad. Es preciso sin embargo entender cómo se hace.

La clave no está en el primer lugar que tal vez se nos ocurriría espontáneamente: ayudar a los pobres con lo que podamos tener de más. Tampoco en el segundo lugar que podríamos pensar: una ética decente de empresarios, directivos y trabajadores. Se encuentra más bien en un tercero: la articulación política de la sociedad en las instituciones.

Nos referimos aquí a instituciones públicas formales, con normas escritas razonablemente estables que alcancen a toda la población, sin dejar fuera a nadie, ni por arriba ni por abajo. La clave de las instituciones modernas es la igualdad de todos los ciudadanos ante esas normas. Si la igualdad es efectiva, tenemos realmente un Estado de derecho. Y un Estado de derecho, ese sistema de instituciones que efectivamente funcionan según su diseño, constituye el instrumento por excelencia de la sociedad para procurar sus objetivos colectivos.

¿Por qué esto es tan importante para la lucha contra la pobreza? ¿No será mejor elegir un presidente de buen corazón y dejarle las manos libres para que haga lo que considere, en vez de limitarlo con leyes y jueces?

No, no lo es. Las instituciones tienen gran importancia por varios capítulos para la erradicación de la pobreza.

Las instituciones ponen reglas a todo tipo de competencia social, como las competencias económicas por el mercado o las políticas por el poder. Si las instituciones funcionan efectivamente, la competencia transcurre dentro de sus reglas, de manera que ninguna empresa gana dinero por “palancas”, ningún trabajador progresa sino en virtud de sus méritos, ningún político puede utilizar los recursos del Estado en sus campañas ni ganar elecciones más que contando realmente los votos.

Ello resulta extremadamente importante para los pobres. En una competencia con reglas públicas, efectivas e iguales, tienen más posibilidades de salir adelante que en competencias basadas en el puro uso del poder, la prioridad ganada por contactos, o las ventajas resultado de atropellos impunes. Cuando se toleran estos mecanismos, las mejores cartas están en la mano de los poderosos. La ley y las instituciones que la realizan pretenden precisamente proteger a los pobres de la acción arbitraria de quienes tienen más dinero o más poder, facilitándoles un mínimo de partida y un chance de éxito en las diferentes competencias sociales.

Además, una institucionalidad que funcione bien tiende a mejorar la eficiencia de la economía, por tanto a incrementar el producto y el empleo, hacer más competitivos nuestros productos en el mercado mundial, bajar los precios al consumidor local y mejorar nuestros servicios públicos. Todo ello ayuda a los más pobres a incorporarse productivamente a la economía, el paso primero y fundamental para la salida de la pobreza.

El carácter público, efectivo y estable de las instituciones permite a las personas tomar con más acierto sus decisiones económicas fundamentales sobre formación, empleo, inversión, endeudamiento y consumo. El Estado no debe constituir una fuente de incertidumbre adicional a los muchos bamboleos que los mercados, la naturaleza y diversos azares ya imponen a la vida económica de la gente. Al revés, una función esencial de las instituciones es ser atenuadoras de la incertidumbre. Cuanto más pobre seas, más importante resulta esto para tu desempeño económico.

Si la economía y la política no funcionan por las reglas promulgadas en las leyes y reglamentos de las instituciones públicas, sino por otras ocultas de poderes, contactos y maniobras ilegales, las personas —en particular quienes no están “en la pomada”— toman sus decisiones a ciegas. La economía se inclina del lado de quienes tienen acceso a esos poderes, contactos y maniobras, pierde eficiencia en conjunto y deja a los pobres dependiendo política y económicamente de los ganadores ilegítimos. Ese es el camino contrario a la erradicación de la pobreza.

Caminos verdaderos y atajos falsos

Uno podría preguntarse: ¿y si unas instituciones públicas perfectamente funcionales, iguales y estables bloquean la salida de la pobreza y al final solo sirven al crecimiento de la desigualdad? Por ejemplo, ¿qué ocurre si no consideran suficientemente a los niños de familias pobres, que no cuentan con los recursos suficientes para romper la “trampa de la pobreza”? ¿Y si esas instituciones no proveen servicios públicos en cantidad y calidad suficientes para que constituyan un punto de apoyo sólido al progreso económico de los pobres? ¿Y si como resultado tenemos una multitud de informales, a los que les sale más cuenta operar fuera de la institucionalidad que dentro de ella, donde quizás no podrían ni sobrevivir?

La primera parte de la respuesta ya la dimos: siempre hay más desigualdad y desamparo de los pobres en la precariedad de las instituciones —que te deja al arbitrio de las conveniencias de los poderosos— que en cualquier diseño de estas, incluso si el diseño es malo respecto a la erradicación de la pobreza.

Pero además ocurre que ese diseño puede modificarse, y a menudo lo hace en la política democrática. Una sociedad con instituciones de buena calidad, en las que básicamente toda la población puede ser integrada, en las mismas instituciones ya tiene los instrumentos para corregir el rumbo y atender los problemas sociales. Cuando las cosas van mal y la sociedad no se mueve en la dirección de erradicar la pobreza, si las instituciones son efectivas, la dinámica de la política democrática permite modificar las reglas según sea adecuado. Como las instituciones efectivamente funcionan, los cambios de su diseño pueden tener éxito.

Ahora, si queremos que el barco navegue en cierta dirección, la primera medida no es hundirlo. El atajo «puesto que la institucionalidad que tenemos no nos está sirviendo para salir de la pobreza, busquemos a un Gran Hombre que prescinda de las instituciones y nos guíe a la Tierra Prometida» constituye un error de bulto. Si la institucionalidad disponible no atiende las grandes cuestiones sociales, ello a menudo es más un asunto de calidad de las instituciones que de orientación equivocada. No es que el barco no va hacia donde queremos, sino que apenas puede ir ya hacia ninguna parte.

Este es el caso de Venezuela, donde llevamos dos décadas viendo fracasar un programa social tras otro, a veces por problemas de diseño del mismo programa, pero siempre por la demolición sistemática que nuestros Grandes Hombres han venido realizando de las instituciones que, con gran esfuerzo político y enfrentando poderosas fuerzas en contra, se habían ido construyendo desde la muerte de Gómez.

Construir una institucionalidad política y económica que funcione según reglas públicas, iguales y efectivas, resulta mucho más complicado que, teniéndola, redireccionarla hacia la erradicación de la pobreza. Y sin embargo, levantar una institucionalidad así constituye el primer paso fundamental en la dirección correcta. Luego la discusión política se centrará en cómo usarla para ir erradicando la pobreza de manera que los otros dos elementos de una vida decente —la calidad de las relaciones sociales y el sentido de la vida— resulten promovidos o al menos no dificultados. Pero si no tenemos el instrumento institucional de acción colectiva contra la pobreza, la discusión sobre su uso se antoja ociosa.

Haciendo lo que se puede

Bloqueado como parece de momento el camino de la construcción institucional en Venezuela, la erradicación de la pobreza por la vía de la inclusión productiva parece imposible a corto plazo. Quienes trabajan para el desbloqueo institucional del país, realizan «una de las formas más altas de la caridad» según el viejo adagio católico, y merecen nuestro apoyo para que su esfuerzo finalmente resulte.

A falta de instrumento institucional efectivo, los demás hemos de recurrir a nuestras capacidades individuales para responder como se pueda a las necesidades perentorias que la Encovi nos muestra. Arriba mencionamos dos caminos: la provisión solidaria para ayudar a cubrir los mínimos económicos a través de familias, iglesias y otras organizaciones; y una ética de justicia por parte de quienes siguen operando en la economía venezolana.

Esto último resulta de especial importancia: nunca es más fácil explotar a los débiles y pequeños que cuando la institucionalidad no funciona. Renunciar a hacerlo supone un ejercicio básico de justicia como virtud personal y como obligación moral. La justicia es una calidad central de las relaciones económicas y una expresión inmediata del tenor espiritual de la persona.

Esos dos caminos no resolverán la cuestión de la pobreza, pero atenuarán sus efectos, en espera del día en que podamos volvernos a plantear la construcción institucional como tarea central para la erradicación de la pobreza en Venezuela.


*Raúl González Fabre es jesuita. Ingeniero (UCAB) y doctor en Filosofía (USB). En Caracas, ha trabajado en el Centro Gumilla y la UCAB. Ha sido coordinador del Servicio Jesuita a Refugiados en América Latina y Oficial de Políticas en Zambia. Actualmente es profesor de la Universidad Pontificia Comillas (Madrid). Ha publicado libros sobre ética, economía y cultura pública.


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