Rafael Tomás Caldera / © Roberto Mata

Por RAFAEL TOMÁS CALDERA 

  Para Nelson Rivera

1

Al doloroso dossier de la pobreza mundial, ahora agravada por los efectos de la pandemia, hemos de añadir una forma de carencia que poco se considera en este contexto y tiene sin embargo importancia decisiva. Es la pobreza de sentido.

El quiebre de la civilización ha traído consigo un vacío existencial, cuyas manifestaciones es preciso reconocer para hacer frente a la enfermedad.

En la tensión entre el hondo anhelo de plenitud que mueve el corazón humano y una vida que transcurre en el tiempo, donde todo se acaba y llega la muerte, hemos edificado no una sociedad del bienestar —como pretendíamos— sino una del entretenimiento. La certeza de morir que nos acompaña despoja de sentido último nuestras empresas y nos mueve a ese mirar hacia otra parte, propio de la diversión.

Toca al ser humano edificar un orden —en su vida, en la sociedad, en el mundo—, que le permita alcanzar su realización. Este deseo y como imperativo vital, sin embargo, debe atender a lo que podemos llamar las coordenadas de nuestra existencia: Dios, la Naturaleza, nosotros mismos, el prójimo (la sociedad). Olvidados de Dios, en ruptura con la Naturaleza por el afán de dominio de la sociedad tecnológica, andamos sin rumbo cierto, descuidados de nuestra perfección.

La sociedad se organiza entonces como una sociedad del espectáculo, donde incluso la información acerca de lo que ocurre que debemos conocer se ve tratada como motivo de diversión. Surgió así el infotainment, con una enorme cantidad de recursos para generar sin pausa contenidos que entretengan al público. Ello está en la raíz de la enorme diferencia en las ganancias de un crac del futbol (en definitiva, una estrella del espectáculo) y los salarios de médicos, enfermeras o investigadores en el campo de la salud.

Pascal lo llamó divertissement, el olvido de la gravedad de la condición humana, que lleva a muchos a no preguntarse siquiera si nuestra alma es inmortal, esto es, si tenemos un destino después de la muerte. Nadie ignora, sin embargo, que el significado y valor de una novela, de una pieza de teatro, de un filme, en definitiva, de una narración, depende de su capítulo final. Si no acaba bien, el desarrollo anterior se ve despojado de sentido. Al intentar escribir historia es necesario tomar algún punto que cierre una secuencia de acontecimientos, en el entendido de que —como ocurre en la vida real— aquello no termina ahí. Es ese corte lo que nos permite narrar, esto es, tener el hilo que recorre y une acciones y procesos.

2

Una sociedad volcada al entretenimiento para sobrellevar las penas de la condición humana no permite la realización de las personas. Conduce, por lo contrario, a un empobrecimiento espiritual cuyas manifestaciones son cada vez más aparentes, en particular en momentos de crisis. La sociedad de las expectativas crecientes se transformó en una sociedad de insatisfechos, por la prioridad otorgada al consumo, con la creación de necesidades que le es inherente. La sociedad opulenta devino en una sociedad de obesos.

La obesidad como síntoma, al igual que la presencia invasiva del sexo en todos los campos de la vida, delatan esa pobreza interior que hemos llamado vacío existencial. Debemos añadir, sin duda, el insoluble problema de la droga, insoluble mientras haya grandes masas de consumidores dotados de suficiente poder adquisitivo.

Cuando falta en el ser humano la tensión efectiva al Bien total, trascendente, su anhelo de plenitud toma esos rumbos destructivos de su propia condición de persona. Es una alienación.

No puede extrañar entonces que se otorgue prioridad al dinero y que ello conduzca, con el innegable aumento de la riqueza mundial, a unos extremos de desigualdad que no propician una verdadera forma democrática de gobierno. Hemos replicado el modelo a escala global, por la estrategia de aprovechar siempre el trabajo humano peor remunerado. ¿Puede extrañar, en este cuadro de desigualdad y empobrecimiento íntimo, la obscena exhibición de riqueza que vemos a través de los medios de comunicación? ¿Puede extrañar el descenso en la calidad de la música más escuchada? No hay trovadores para cantar hazañas caballerescas, hay raperos para incitar a acciones torpes.

3

El caso de Venezuela ha resultado tristemente paradigmático.

A pesar de las voces que señalaron la ilusión de armonía, o la conducción de unas élites culposas, o el modo cómo se destruyó en forma progresiva nuestra democracia, hemos insistido en una relación perturbada con la realidad.

Alimentamos la falsa convicción de ser ricos cuando los indicadores del ingreso per cápita lo desmentían. Confundimos, pues, recursos naturales con riqueza, sin terminar de darnos cuenta de cómo nuestro ingreso petrolero había permitido una condición de holgura, que no riqueza, donde antes se vivía una dura estrechez. La estabilidad de la moneda, la constancia del ahorro nacional, permitieron el ascenso progresivo de un grupo creciente de nuestra población. Ello está bien documentado.

La modernización, continua y acelerada, vació de contenido las costumbres tradicionales. Ello nos volvió más susceptibles a los mensajes de la sociedad de consumo. Predispuestos en cierta manera por esa mentalidad colonial, que hace de nosotros lo que llamaba la Sociología una sociedad de moda, dimos un acentuado giro hacia el espectáculo.

En medio de eso, tomaron cuerpo relatos distorsionados de la vida. El caso de las telenovelas, en especial las más exitosas (esas que subían cerro), ha sido puesto en evidencia. Pero ¿qué decir al ver instaurado en la vida social como la noche más hermosa del año un concurso de belleza femenina?

Esta perturbada relación con lo real, expresada en tantas construcciones ilusorias, hizo crisis a partir de mediados de los años setenta, cuando el efecto combinado del boom petrolero y el cambio en las costumbres que nos vino del primer mundo distorsionaron la vida del país. Baste con el apunte.

El país está en ruinas. Nuestro vacío existencial no podrá compensarse con el discurso imaginario que habita una menguada vida política. Somos por eso un arquetipo de cómo la pobreza de sentido, pobreza interior, termina por destruir lo que las virtudes de una generación, mejor formada, había permitido edificar. René Girard nos advertiría —lo hemos visto— que la población irá en busca de un chivo expiatorio para cargar sobre él, inmerecidamente, las culpas propias.

4

El sentido lo dan la verdad y el valor. La pobreza de sentido no se remedia sino por una renovación interior. La receta es antigua, pero tiene aún validez. Es preciso superar la alienación causada por una vida donde rige el divertissement.

El programa de nuestra salud pasa por recuperar una relación positiva con la Naturaleza, aun valiéndose de ella para edificar un orden humano. Abrir el espíritu a Dios, la verdad trascendente, que funda el respeto por la creación y, en particular, la dignidad de las personas. Que nos devuelve a esa verdadera relación con nosotros mismos en la cual el tiempo y la muerte nos hacen comprender nuestro destino de caminantes, llamados a una vida duradera. Que nos devuelve la esperanza.


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