Mirla Pérez | Alfredo Lasry©

Por NELSON RIVERA

A modo de introducción, ¿desde dónde pensamos Venezuela?

—Las preguntas que a continuación nos proponemos responder, aunque están pensadas en clave económica, podemos leerlas desde distintas perspectivas. Desde el Centro de Investigaciones Populares proponemos una mirada socio antropológica.

Hoy el tema de la pobreza toma una importancia inusitada, no es nuevo el enfoque, por décadas hemos estado trabajando a la sombra de una categoría cuyo sentido económico quiere penetrar el complejo entramado vivencial y antropológico.  ¿Cómo entender esta afirmación: pobre Venezuela pobre?

Venezuela es el sujeto de nuestro análisis, el fiel de la balanza que mide el movimiento de subida y bajada. Los indicadores de pobreza suben y bajan, ¿cuántos pobres somos y qué tan pobres? Esta es una pregunta de múltiple abordaje, tomaré el camino que hemos venido construyendo en el CIP por más de 30 años: el mundo de vida popular venezolano, una perspectiva que nos sitúa fuera de las determinaciones económicas. Fuera de la pobreza como concepto y sentido.

El sujeto que me acompañará en esta interpretación serán las comunidades populares, desde ahí iremos construyendo esta historia desde la voz de los que no han sido escuchado, pero han estado ahí.

En la democracia se abrieron canales para la vida, en el chavismo se les ha impuesto un modelo que los ha ido destruyendo de a poco, lo comunitario se convirtió en comunal y en ese camino de desidentificación se ha producido la dominación.

Desde lo político y lo cultural, la pobreza de hoy tiene dimensiones distintas, las iremos deconstruyendo en la medida que cada pregunta sea respondida. Comenzamos, entonces, esta aventura:

Decía Asdrúbal Baptista que el auge de la riqueza que se inició alrededor de 1920 había culminado en 1970. Desde entonces, se habría iniciado el declive. A lo anterior tocaría sumar la destrucción a la que ha sido sometida la república en las dos últimas décadas: 50 años en descenso. ¿Entienden los venezolanos que el nuestro no es un país rico? ¿Aceptamos nuestra condición de país pobre?

—La pregunta nos conduce a un sujeto: ¿quién es el venezolano que ha entendido que Venezuela no es rica? ¿Quién o quiénes se pensaron rico en un país rico? En nuestras investigaciones por más de 30 años en sectores populares, en comunidades rurales y urbanas, hemos encontrado una constante, una afirmación que se repite: “si no trabajo no como”; “trabajar y pasar trabajo por mis hijos…”; “yo aguanté de todo, pero como hemos aguantao, como aguantamos los pobres…”; “sí veía que si la comidita. Pobremente. Pero si hacíamos una comida, no hacíamos dos”. (Estas citas son extractos de las innumerables historias de vida que hemos registrado).

En la narrativa popular, en la experiencia cotidiana, no tenemos registros en los que podamos encontrar conciencia de estar en un país rico. La conciencia de los límites ha llevado a la población a fortalecer las estrategias de ascenso social basada en el esfuerzo del sujeto y la familia, por ejemplo, la educación.

Coloco de relieve dos sujetos, dos vidas, dos condiciones de posibilidad. Dos orillas en un mismo río, como magistralmente lo describió Asdrúbal Baptista refiriéndose a los hallazgos de Alejandro Moreno en el desencuentro de la modernidad y el pueblo.

En general el pueblo ha vivido su pobreza sin que esta le defina, vivimos en Venezuela una cultura de la convivencia, “homo convivalis”, no de la pobreza. Élite moderna y pueblo son dos orillas.

Macroeconomía y economía real, comunitaria, familiar. Las tres últimas las ha vivido el pueblo desde siempre. La primera es la que manejan los Estados, los mercados y las élites. Lidiar con la pobreza es un aprendizaje ancestral de los pueblos, ¿asimilarían la lección nuestras élites? Esta historia está por escribirse.

Ahora bien, lo que ha ocurrido en los últimos 20 años ha marcado su propia historia, las revoluciones socialistas rompen con toda lógica, el petróleo y todos los recursos naturales se han convertido en los financistas de la revolución. En estos 20 años ha sido la Venezuela rica para el poder: usufructo, corrupción y robo.

Este manejo contrasta con el modo como tradicionalmente se resuelve la protección social desde lo popular: la familia. La expresión “tú no vas a dejarme morir” se escucha a diario en nuestros barrios. Por tanto, la riqueza está en la familia, en el sistema de relaciones, en la trama. Es un bien incuantificable.

Se ha repetido, a lo largo de un siglo, que los venezolanos somos propietarios de la riqueza petrolera. Así, nuestra pobreza sería producto de una injusticia: la causada por la mala administración o la corrupción. ¿Cuál es el estatuto hoy de esa idea? ¿Se ha potenciado bajo la incalculable corruptela de las últimas dos décadas? ¿Somos más víctimas que antes?

—Respondo con una pregunta: ¿quiénes producen el discurso sobre la propiedad de la riqueza del subsuelo venezolano y quiénes lo han creído? Insisto en centrarme en la historia oral y la narrativa popular. Hasta el año 2000 el tema de la “riqueza de Venezuela” era un tema de especialistas petroleros, económicos, financieros, políticos. A partir de este momento se convirtió en el tema central de la demagogia, primer paso en el camino de la destrucción de la democracia.

Estos últimos 20 años, ha sido el tiempo de la revolución, se sustituyó una élite por otra. Un sistema basado en la corrupción y el engaño se hace dueño de las riquezas del subsuelo venezolano, bajo un discurso demagógico y manipulador se presenta al sujeto “popular” como dueño y articulador del poder. ¿Qué poder?

El poder de las élites socialistas que parten de un proceso de desidentificación social y cultural para producir una reidentificación en los valores y principios de quien domina. El chavismo ha desnaturalizado a las comunidades, las convirtió en el “poder popular” que no es otra cosa que el poder del buró, de la nomenklatura, del sistema de dominación. Hoy los pobres, las comunidades populares, la gente de nuestros barrios están a merced de un sistema que amenaza constantemente con eliminarlos físicamente, porque el proceso de dominación cultural y socio-político tiene décadas en marcha.

Ante la pregunta, ¿somos más víctimas que antes?, puedo responderla fuera de la lógica de la victimización. En estos veinte años somos testigos de cómo se destruye un país, independientemente del desarrollo que posea o de cuantas riquezas pueda tener en el subsuelo.

El pueblo ha dependido siempre de su trabajo, de su esfuerzo no para acumular riqueza sino para producir convivencia, desde Moreno (1998) podemos verlo: “El trabajo no tiene un tiempo propio porque no tiene una razón estrictamente productiva, de producción de riqueza. Es trabajo-para-vivir. El trabajo no tiene sentido en cuanto trabajo puro. Su sentido está en la vida de la familia. Y la vida de la familia está centrada en la madre. Por eso la madre trabaja todo el tiempo”.

Vivir a partir del trabajo marcha independiente del gobierno o de quienes ejercen el poder. Hoy hay conciencia de la corrupción practicada y potenciada por la élite comunista, la noción de los deberes y derechos que poseemos están claros, sin magia, sin victimización, pero con una clara noción de justicia. Desde la narrativa popular vemos que el sistema se apoderó de la administración de los bienes y servicios públicos, por ejemplo. En exploraciones recientes hemos encontrado una percepción común en la población de distintas clases sociales: “queremos pagar los servicios, es más importante que funcionen que nos los den gratis, por lo pronto nos toca exigir al Estado porque ellos son los dueños de todo”, esta afirmación recobra cada vez más fuerza en los distintos grupos focales que desarrollamos en torno a la percepción política y en torno a los servicios públicos.

¿De qué es propietario el pobre? De lo poco que tiene producto del esfuerzo y el trabajo. En la narrativa popular no hemos encontrado un discurso ni una práctica de dependencia ni de ser dueño, propietario, ni potencialmente poseedor de las riquezas del subsuelo. El que vivió de esa riqueza probablemente tenga esa idea, los que hicieron negocios, los que vivieron de prebendas, algunos grupos sociales o estamentos militares y políticos.

La riqueza de una nación no está en el subsuelo ni en la materia prima. Está en el trabajo y el desarrollo que se haga de esos bienes. Desde nuestras investigaciones redirigimos la pregunta a las élites. ¿Tocará refundar la nación en todos los sentidos?

Hay autores que hablan de una mentalidad de la pobreza. Esa mentalidad tendría algunas características: apego al presente y falta de visión de futuro, ausencia de una cultura de la productividad, sensación de que el trabajo es un castigo, poca disposición al ahorro. ¿La cultura petrolera en Venezuela ha devenido, acaso, en una mentalidad de pobreza? ¿Una sociedad que vive a la expectativa de unos subsidios está siendo estimulada hacia esa cultura de la pobreza?

—¿Podemos hablar en Venezuela de cultura de la pobreza tal como lo afirma el concepto precedente? Me serviré, en esta ocasión, de una compleja pero sintética interpretación de Alejandro Moreno (1998) sobre esta definición y sus consecuentes desencuentros socio-culturales a partir de la historia-de-vida de Felicia:

“El proyecto modernizador, a pesar de sus logros parciales, fue abortado en la realidad del mundo-de-vida popular. Bien podemos creer que el modo de efectuar el trabajo se convirtió en una manera de resistencia. ¿Qué sentido tiene, pues, la ‘flojera’ del venezolano?  ¿Por qué el venezolano acoge con humor tal calificación? ¿De dónde proviene tal juicio? Me parece que la génesis histórica del mundo-de-vida popular podría arrojar luces sobre la razón de sus prácticas. Así puede entenderse la razón por la que los cuadros más modernizados de nuestra sociedad mantienen el juicio, no obstante, las razones y pruebas contrarias a la llamada flojera cultural. Si la flojera fuera así, los economistas deberían hallar en la dinámica social real los indicadores, pero lo que realmente aparece —en las historias-de-vida— es que los vivientes del mundo-de-vida popular se las arreglan, modifican las condiciones adversas y la adaptan a sus propias necesidades. La ciencia económica es un conocimiento que, al estar producido por otro mundo-de-vida, refleja sus intereses y persigue anular toda otra posibilidad. El pueblo —presente todo en las múltiples historias— se las tiene que ver con los asuntos económicos, pero la economía no se convierte en la lógica de su vida. El capital no le constituye. Su trabajo es ajeno al modo de producción capitalista”.

En la cita anterior está la clave y resumen conciso de nuestra línea de interpretación desarrollada por décadas. Vemos en el venezolano un sentido del trabajo completamente distinto al de la modernidad, pero no puede ser definido como flojera, su sentido no reposa en sí mismo, en la potencialidad que tiene para el ahorro, o en el desarrollo personal-individual, sino en su utilidad para potenciar la relación, para proteger a la familia, para brindar seguridad a los otros, constituye un medio, no un fin en sí mismo.

La familia es la seguridad social del venezolano “pobre”, ni el Estado ni las dádivas.  El ahorro tiene un sentido distinto al capitalista, se trata de instrumento de protección no centrado en la acumulación sino en el apoyo que puede darse al hijo, a la familia, veámoslo desde Felicia:

“Yo tenía mi caja de ahorro. Yo no sabía cuánto tenía. Entonces Luis viene de Puerto Ordaz y me dice: Mamá, me quedé sin trabajo. Le digo: Bueno, mijo, no importa. ¡Así salimos adelante! No importa”.

Es decir, no gasta el ahorro, lo invierte en el bienestar del hijo, en la relación familiar. Vemos que hay ahorro y acumulación, pero su forma es distinta a la capitalista. El ahorro está destinado a satisfacer las necesidades del vivir, para el uso inmediato. El futuro es ahora, está en la capacidad que se tiene para proteger.

Frente a esto tenemos una cultura relacional afectiva que resignifica el hecho económico, esto nos remite a las preguntas que nos convoca, ¿podemos hablar en Venezuela de una cultura petrolera? Siendo así, ¿quién la practica? Si nos atenemos a la definición de cultura “en su acepción más amplia y comprehensiva, es el modo de habérselas con la realidad que tiene una comunidad humana, la base existencial de una cultura está, pues, en una praxis propia de una determinada comunidad…” (Moreno, 1998).

Desde esta definición es muy difícil pensar el petróleo como una práctica articuladora de la vida en un momento determinado y en un grupo humano. Su estructura obedece más a lo que podemos entender como una forma de producción, en la que convergen culturas propias y culturas foráneas, por ejemplo, los campos petroleros y el rápido desarrollo de las ciudades que produjeron una migración interna muy abrupta.

Esta migración va creando márgenes urbanos muy empobrecidos, una de las cualidades que van a identificar estos asentamientos es que van progresando de a poco a partir del trabajo de sus habitantes. De barrios inestables pasan a convertirse en barrios consolidados, con servicios públicos, pavimentos y casas de bloques.

La dependencia habría que interpretarla muy bien, colocar los límites, comprender el tejido societal y comunitario. Las comunidades que vivieron del petróleo fueron enclaves urbanos diferenciados del entorno. En el imaginario colectivo popular no encontramos esa idea que coloque al petróleo o al Estado como los grandes proveedores de bienestar o recursos indispensables para la vida.

Hay una diferencia entre la Venezuela del siglo XX y la del siglo XXI, el régimen político. En el siglo XX hubo un mal manejo de las riquezas petroleras, atribuible a las élites políticas y económicas, el pueblo va resolviendo desde sus pocos recursos sin incidencias reales sobre la dimensión de la macroeconomía. La política va a plantear algunos lazos que le unen con la sociedad, pero la separación entre élite y pueblo es abismal.

Ante la pregunta: ¿una sociedad que vive a la expectativa de unos subsidios está siendo estimulada hacia esa cultura de la pobreza? Me pregunto, ¿es la sociedad la que vive bajo esta expectativa o es el Estado el que propicia esta dependencia?

La respuesta a esta pregunta después de dos décadas implementando un régimen socialista es que el propio sistema ha empobrecido a la población, la vulnerabilidad del venezolano es proporcionar a la fortaleza del sistema de dominación, la Encovi nos habla de un 79,3% de pobreza extrema y 96,2% de pobreza total. La dominación se mantiene a partir de la vulnerabilidad y la eliminación. La pobreza generada por el socialismo es cualitativamente distinta a la que se producen bajo otros sistemas. Este es el caso de Venezuela.

El hambre y la eliminación son las nuevas claves de interpretación, hoy la dependencia hay que entenderla en clave de dominación.

Escucho a menudo esta afirmación: nos hemos acostumbrado al deterioro de la calidad de la vida. ¿Es así? ¿Se está normalizando la experiencia de ser cada vez más pobres?

—Una pregunta tan compleja como esta nos estimula a pensarla en su complejidad. La pobreza implica afectación de la vida cotidiana, carencias, límites, peligros, vulnerabilidad, hambre, inmovilidad, oscuridad, sed, inseguridad, angustia, debilidad, muerte. Esta es la pobreza socialista. La pobreza que deja al sujeto sin posibilidad de romper el límite.

Pobreza de la persona, de la familia, de la comunidad, de la sociedad y los servicios. Lo que hemos encontrado en nuestras investigaciones es inconformidad, negación a normalizar lo que no está bien. Para responder esta pregunta le cedo la palabra a los múltiples sujetos de nuestra exploración cualitativa. Voces que lejos de hablar de normalización hablan de una mezcla de sentimientos muy heterogéneos. Tomaré sólo algunos fragmentos:

“Yo me siento particularmente deprimida, me siento impotente, a veces me arranca un ataque de ira…, es una cosa negativa lo que estamos viviendo. Impotencia de ver cómo se van muriendo lentamente sin nada, sin poder hacer nada, nuestros familiares, los recursos en los hospitales, eso es horrible…”. Esto es pobreza, vivida críticamente sin conformidad.

“Yo me siento en lo particular desgastado debido a la incertidumbre. Siempre hay una expectativa que nunca se satisface… me siento devastado. Uno trata de mantenerse con las expectativas positivas de lo que pueda pasar, sin embargo, cuando eso no llega, uno dice: bueno, reinicio otra vez, le pongo un reseteo, pero de tanto volver a ese inicio, llega un punto donde la confianza personal, la autoestima, la moral, empieza a desvanecer, empiezan a bajar esos niveles, otra vez empezar de cero”. Esto es pobreza sin resignación, la disposición de volver a empezar.

“Yo me siento insatisfecha… no me puedo alegrar cuando llega la electricidad, cuando llega la luz. No. No me puedo alegrar cuando llega una cajita de CLAP, cuando yo quiero es supermercados repletos todos los días con alimentos que pueda comprar con mi trabajo. Me siento insatisfecha porque hemos perdido calidad de vida…”. Esto es la insatisfacción que produce la pobreza.

Estos son fragmentos de relatos en sectores populares y clase media, no vemos normalización. Vemos mucha lucha, insatisfacción y poco margen de maniobra porque es una sociedad asediada, acorralada, sometida por un sistema socialista.

¿Cómo percibe ahora la tensión entre esperanza y desesperanza? ¿Se han debilitado las energías espirituales de la sociedad venezolana, el ánimo para luchar y salir adelante? ¿Seguimos siendo la sociedad optimista que a menudo se invoca?

—Hay tensión entre esperanza y desesperanza, esto implica que no hay resignación, sin embargo, a medida que la presión es mayor y los límites de la pobreza son más duros la gente se siente “a oscuras, ahorita estamos como en un puente caído…”. La palabra esperanza comienza a aparecer cada vez menos, desde el año 2018 hasta ahora no hay espera, hay lucha junto a sentimientos movilizadores, pero también postrantes.

Como decía alguien en nuestras investigaciones, “vivimos un torbellino de emociones”, eso permite ver que estamos inquietos. Somos una sociedad resiliente, luchadora, tenemos poco optimismo, pero sin resignación. La dureza del camino ha hecho que seamos realistas, la sobrevivencia no es el proyecto, pero es un camino necesario: “los muertos no luchan”.

El asunto es que hay que tener claro que la salida de la opresión (algo que va más allá de la pobreza) no depende sólo de la persona y la familia, tiene un componente político y de organización general fundamental, dice Carmen: “la comunidad ha tenido un cambio social muy grande, —¿mira no tienes esto?—, aquella persona necesita aquello, ha habido un despertar de la comunidad, de socialización, de ayudar al prójimo, ¡increíble!”.

En la tensión entre esperanza y desesperanza, en el torbellino de emociones, en la dureza de lo vivido, el cambio visualizado por la gente tiene tres momentos: volver a la Venezuela del pasado: democracia, trabajo, “que el esfuerzo valga”; recuperarse será una construcción dura, “que seamos un país desarrollado”; posibilidad de proyectar y lograr autonomía, “tenemos que cancelar los servicios y tenemos que pagar impuesto y conservarlo como sociedad.” “No queremos nada regalado”.

Industria petrolera al borde del colapso. Envejecimiento de la población y pérdida del bono demográfico. Población desnutrida. Bajos niveles de acceso a la educación. Aparato productivo del país en estado de semirruina. Y una perspectiva mundial de declive en el uso de las energías fósiles. ¿Cómo se siente usted ante esta perspectiva? ¿Qué país tenemos por delante? ¿Acaso una Venezuela que inevitablemente ingresará en la categoría de los países más pobres? 

—Esta pregunta es ya una descripción de la situación venezolana. Añado la siguiente narración precisa y vívida de Juana, resumen con precisión y una claridad proverbial el momento, une en un mismo acontecimiento vida cotidiana y dominación social:

“Yo creo que esto es un exterminio. Un exterminio progresivo. Progresivo y muy latente… paulatino. Yo tengo una tía que tiene que vivir en una máquina de oxígeno, cuando se va la electricidad son seis horas continuas que ella está agonizando. Y entonces, ella lo que dice es: ‘déjenme morir, déjenme morir”.

La experiencia de la muerte es una constante. Muerte y exterminio. El exterminio es ejecutado por alguien, es una acción que viene de fuera de las condiciones naturales y ordinarias. El exterminio es provocado por un sistema que no solo empobrece, sino que impide que los límites puedan ser superados. Han eliminado recursos y posibilidades, además de toda la destrucción del aparato productivo, de la empresa petrolera, del colapso de los servicios públicos, han herido de muerte a la educación como mecanismo de formación y ascenso social.

¿Hay conciencia en el liderazgo y en las instituciones sin incluir en ello a los entes gubernamentales sobre las complejísimas perspectivas y desafíos de Venezuela hacia el mediano y largo plazo? 

—Sí la hay. El problema es la interpretación que se hace de las perspectivas. Continuamente pensamos desde unas condiciones socio-antropológicas e identitarias que no existen. El abismo existente entre élite y pueblo hay que repensarlo.

Los desafíos pasan por reconocernos en la diversidad, fuera del juicio, entendiendo que lo que nos define no es la pobreza ni la dependencia. La raíz del problema actual no está ni en la ciudadanía ni en las comunidades. Está en el sistema socialista, en la revolución que ha sometido a todo un país al hambre en la búsqueda de la eliminación del sujeto.

Uno de los desafíos centrales es conocer a fondo al sistema de dominación, dimensionar su fuerza para poder producir su límite. Desde una caracterización preliminar importante: se trata de un Estado Socialista, basado en el control comunal, con alianzas con el crimen organizado que financia el aparato de control.

Sin las fuentes “naturales” de financiamiento como el petróleo, el régimen venezolano debe acudir a fuentes no tradicionales como la droga, trata de persona, mercado negro de combustible, tráfico ilegal de oro, bauxita, etc., y toda la estructura delincuencial en torno a estos negocios. Venezuela es hoy un territorio fragmentado. “Feudalización” creciente, la denominaba Alejandro Moreno. Proceso continuo de somalización, tribalización, ausencia de centros de poder.

Nos aproximamos a una redefinición del concepto de nación, por tanto las estrategias socio-políticas deben ser abiertas, situadas en ir conformando una estructura basada en el contra-poder, en romper los pilares en los que se sostiene el sistema de dominación.

Esta posibilidad: que el profundo y extendido empobrecimiento que está viviendo el país estimule una cultura de la victimización. Que derivemos en una sociedad de víctimas, a la espera de salvadores y auxilios externos. ¿Es posible?

—El empobrecimiento es uno de los elementos importantes, pero no es único. Más que una cultura de la victimización estamos en medio de un Estado fallido, no sólo en materia de derechos humanos, sino en materia de seguridad. A la sombra del Estado ha venido creciendo el crimen organizado.

Estados como Zulia, Táchira, Apure, Bolívar, Aragua están tomados por la guerrilla colombiana, órganos criminales, megabandas. Hay lugares en el país donde no entran los cuerpos de seguridad, las llamadas zonas de paz, son espacios de tolerancia para la delincuencia.

De modo que el venezolano no sólo enfrenta el hambre, sino la destrucción del Estado, el aparato productivo, la seguridad. Por primera vez estamos en peligro de desaparecer como nación. La fragmentación del control territorial instala el peligro en el corazón de la sociedad.

Por último: ¿han calado los miedos en la sociedad venezolana?  ¿Estamos tomados, acosados por miedos e incertidumbres? ¿Tiene usted miedo por el futuro de Venezuela?

—El miedo que produce la incertidumbre. No hay manera de planificar en Venezuela, la inseguridad, el saberse una nación dominada por el crimen organizado.  Cuando un Coqui, o un Wilexis, o un “tren” como el de Aragua marca las pautas de la vida social no queda más remedio que enfrentar una sociedad con profundos miedos.

La pobreza es un mal que va en crecimiento, pero no es el principal problema que enfrentamos en Venezuela. El verdadero golpe recibido ha sido certero, fuerte, en la matriz de la cultura: en la familia.

Este sistema ha logrado dar el golpe al centro, a la base, nos rompió como persona y como trama. El desplazamiento por el hambre y la violencia es demasiado grande, muy doloroso. Por primera vez hemos vivido el dolor del abandono masivo, familias en las que se han quedado solo los niños, el hambre extrema que no logra saciarse en la solidaridad. Comer de la basura es una línea que no debimos pasar, pero lo hicimos, ¿a quién culpamos? ¿Al que come de ella o al sistema que nos humilló al extremo, destruyó el aparato productivo y cerró toda posibilidad de vivir dignamente?

El miedo está en la consciencia de tener pocas salidas, estar frente a un sistema que se nutre de nuestra pobreza, humillación y despersonalización. El miedo está metido en la vida cotidiana. Miedo del presente pero también del futuro.

El reto está en agarrarnos de lo que somos y nos define. Nuestra fuerza es nuestra identidad y convivencia.  Ahí resistimos, el desafío es ¿desde dónde plantearnos la lucha para vencer?


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