Autorretrato con peluca (1900) Museo Picasso, Barcelona

Por MARINA VALCÁRCEL 

Picasso será siempre el minotauro mientras nosotros seremos pequeños teseos, agarrados al ovillo de la lectura de las voces que nos guían: Greenberg, Rubin, Cowling, Baldassari, Carmen Giménez o Calvo Serraller… tratando, torpemente, de llegar al fondo del secreto, para entonces comprobar que la galería del laberinto se bifurca en otra, «que tercamente se bifurca en otra» (Borges, Laberinto).

En algo parecido a un laberinto cretense quedarán estos días convertidas las paredes del Museo Picasso de Barcelona, listas para recibir los casi 80 retratos que, después de pasar el otoño en la National Portrait Gallery de Londres, llegan a Barcelona buscando la luz mediterránea. A partir del 17 de marzo, se inaugura Picasso. Retratos, una oportunidad que, desde la gran exposición del MoMA de 1996, nos permitirá enfrentarnos a la obra del pintor que vertebró el arte del siglo XX.

La médula espinal de la obra de Pablo Picasso (1881-1973) fue siempre la figura humana. Produjo retratos en todas las formas artísticas posibles: pintura, escultura, dibujo, grabado, fotografía… El artista retrataba a su círculo íntimo de seres queridos en lugar de trabajar por encargo. De esta manera, encontró la libertad para enfrentarse a una innovación de estilos sin límites. Picasso deglutía todo cuanto le ofrecía la observación de la naturaleza y lo mezclaba con las imágenes que devoraba su memoria. A esa digestión feroz habría que añadir su conocimiento profundo de la pintura antigua, cuyas normas adscribía o subvertía caprichosamente. Su padre, profesor de pintura, puso en sus manos desde niño cuantos libros con ilustraciones podía soñar. Si a esto añadimos su contacto con Degas, Pissarro, Toulouse-Lautrec, Apollinaire o Éluard, artistas con los que se codeaba en el París de final de siglo, más aún, si sumamos el descubrimiento y deslumbramiento por el arte primitivo, encontraremos un cerebro con una capacidad para abordar el arte distinta a todo lo anterior. Un dato: solo 53 años separan a Goya de Picasso. El aragonés muere en 1828; Picasso nace en 1881.

En los primeros años de su carrera, Picasso pinta sobre todo a sus amigos varones: son las caricaturas de Casagemas, Sabartés… Pero, a partir de los años 20, la obra del pintor aparece cosida a las mujeres que ocuparon su vida y que determinaron no solo diferentes estados de ánimo, también diferentes estilos. Para Picasso las mujeres poseían la capacidad de representar la condición humana y, también, encarnaron la tragedia de la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial.

A través de Diaghilev, Picasso conoció a su primera mujer, la bailarina ucraniana Olga Khokhlova, de la que podremos ver el sereno Retrato de Olga Picasso (1923), en tres cuartos de perfil, con su moño, su mano apoyada en una butaca y la mirada melancólica reflejo de la dureza de la Revolución Rusa por la que pasaba su país y el drama del final de su matrimonio; tiene el porte de la tradición clásica. Olga con cuello de piel (1923) es un grabado que podría confundirse con un dibujo italiano del barroco. Mientras que Mujer con sombrero (1935) presenta una Olga esquemática, deshumanizada, con cara de máscara verde ácido y ojos de espanto. Las tres son la misma mujer, en las tres reconocemos la misma mirada oscura, vacía y, sin embargo, analizados de pared a pared, nos permiten cuestionarnos aquello que Elisabeth Cowling, comisaria de esta exposición, utiliza para definir a Picasso como «pintor sin estilo» argumentando no solo su dificultad para fijarse en un estilo determinado, sino su voluntad deliberada de practicar varios estilos a la vez. Ese «desconcertante pluriestilismo simultáneo de Picasso» que resumen sus aún más desconcertantes palabras: «El arte no es la aplicación de un canon de belleza, sino lo que el instinto y el cerebro pueden concebir más allá de cualquier canon».

A Olga le siguen los retratos de Marie-Thérèse Walter, de su amiga Nusch Éluard, de Dora Maar. Jacqueline Roque, su última viuda, se pegó un tiro, Walter se suicidó después de la muerte de Picasso, mientras que Dora Maar ingresó en un convento de clausura: «Después de Picasso, solo está Dios».

Jorge Semprún escribe un precioso recuerdo de lo que era la vida de Maar en el año del Guernica, 1937. Fotografió todas las etapas del cuadro en el taller, sus días y noches, la desesperación del creador. Picasso le llamaba Dora pro nobis. «Podríamos completar la apelación: Dora y llora pro nobis. Porque el llanto de Dora Maar ha rebasado la esfera de lo privado, de lo íntimo, de lo que solo ella y Pablo supieron y vivieron juntos, desviviéndose. El llanto de Dora Maar quedará ya para siempre como el llanto del Guernica. O sea, llanto del dolor y de la lucha. Dolor y rabia de llanto».

Picasso era un fagocitador de todo cuanto iba encontrando: de Rafael a Ingres, de Cézanne a Toulouse-Lautrec pasando por Puvis de Chavannes y volviendo a empezar, pero desde otro registro: de El Greco a Rembrandt, de Degas a Matisse… como un inmenso estómago surrealista. Así veremos en esta exposición a Zuloaga y la España negra en La tía Pepa (1896), a Van Gogh en Gustave Coquiot (1901), a El Greco en Jaume Sabartés con gorro (1939), a Rembrandt en Anciano sentado (1971), a Velázquez en al menos dos versiones de Las Meninas (1957). Mientras resuenan las palabras Picasso: «Soy como un río que sigue fluyendo y arrastrando con él árboles arrancados de cuajo, perros reventados, residuos de todo tipo… Lo arrastro todo y sigo. Lo que me interesa es el movimiento de la pintura, el esfuerzo dramático de una visión a otra».

Gertrude Stein fue otra de las mujeres que llenó el universo femenino de Picasso. El portentoso retrato de su amiga y mecenas no ha formado parte de esta exposición. Tristemente, en Barcelona tampoco hay representación de la época de Gósol. En Londres, estuvo Autorretrato con paleta en la mano, cuya falta aquí ha dejado una pared en blanco y un agujero en esta retrospectiva en miniatura. En otoño de 1906, Picasso pinta a Gertrude Stein, la historia dice que fueron, al menos, 84 sesiones. La sombra del Monsieur Bertin de Ingres planea por el estudio, dejando su huella en la monumentalidad, la fuerza de la postura y las de manos de ambos, casi protagonistas del cuadro. Pero la cara de la modelo se resiste. Picasso decide pasar el verano en Lérida y allí, en Gósol, se nutre de la estatuaria románica catalana. La cara de máscara de Gertrude Stein o de Autoretrato con paleta vienen directamente de ahí.

Ya por aquel entonces Picasso utiliza la fotografía sin cesar, compra y hace fotografías que usa en sus cuadros. ¿Qué espacio deja en el fin de siglo la fotografía al retrato? Pierre Auguste Renoir, pintor, pero también padre de director de cine, explicaba cómo gracias a la fotografía el retrato había quedado liberado de todo lo accesorio: el deber de plasmar la veracidad de un traje, un mantón, la arruga de un labio, o la cortina de un salón. Por fin, la pintura podía concentrarse en lo subjetivo, en lo principal, llegar hasta aquello que la máquina no puede captar. Pero cuando parecía que algo de claridad se cernía sobre la obra de Picasso, las rotundas palabras de Gertrude Stein nos devuelven a la oscuridad laberíntica del minotauro: «Picasso luchaba por dibujar la cabeza, la cara, el cuerpo de sus hombres y mujeres. Su lucha era dura. Quiero decir que para él la existencia de la cabeza, la cara, el cuerpo es tan importante, tan persistente, tan completa, que no le hace falta pensar en otra cosa. Y el alma, evidentemente, es otra cosa.»

Entre 1907 y 1910, Braque, dedicado al bodegón, había dejado vía libre para que Picasso reinventara el retrato desde el cubismo. La fascinación de una cabeza vista desde distintos ángulos, como si el espectador girase en torno a ella, es el resultado de muchas de sus esculturas: Cabeza de María Teresa (1931) o las cabezas hechas en una lámina de metal: Jacqueline con lazo amarillo (1962). Pero quizás la pieza de resistencia de esta exposición es el Retrato de Daniel-Henry Kahnweiler (1910). La confrontación con esta figura fragmentada en cientos de planos y colgada de un espacio distinto, la casi monocromía y el milagro de la deformación que no acaba de producirse, porque Picasso nunca llegó a la abstracción total, continúa lanzándonos contra el muro de las preguntas: ¿qué es lo que hace que Picasso se quede sin las palabras que definen lo que había sido el retrato en los últimos 2.000 años?, ¿por qué ha de inventar un nuevo lenguaje visual? O lo que es lo mismo: ¿por qué el acto de creación conlleva un acto previo de destrucción?

Habrá que buscar respuestas estos días en un laberinto del corazón de Barcelona.


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