Picón Salas
Mariano Picón Salas / Wikipedia

Por MARIANO PICÓN SALAS

XVII. Peste en la nave

Vertió el cónsul las últimas gotas de un frasco de agua de olor sobre su pañuelo de Holanda. De codos en la barandilla, apenas interrumpía su ensimismamiento en nerviosos paseos por la cubierta o sumido en la contemplación de las olas cuya cauda verde, estriada de ojos, le recordaba aquel inmenso ofidio muerto que pasearon asido de un leño y como trofeo de la selva, antes de zarpar de Biafra. Había a ratos un gran silencio en la nave –densos planchones de madera aislaban la bodega–; el viento movía sosegadamente las velas, y en un rincón de popa varios tripulantes comentaban como secreteándose, los extraños hechos que acontecen. Acaso hablar del cónsul, de su miedo y pusilanimidad y la más reprimida voz de la conciencia –la que él no quisiera escuchar– casi le traduce lo que murmuran:
―Así son estos hidalgüelos ricos; todo pompa y alarde, muchas golillas y mangas de encaje, mucha agua de olor, mientras nosotros les hacemos el trabajo y nos hundimos en la mugre para que ellos atesoren sus doblones.
―Y contimás que no nos dijeron que también íbamos a servir de enterradores. La pura verdad que para defender el pellejo que me hicieron con tanto gusto mi padre y mi madre, ya no he de seguir levantando cada día la sucia angarilla con su muerto echado. ¡Uno también tiene estómago y narices! Cada vez que ayudo a lanzar al mar un bulto de esos, me digo a mí mismo: “¿Cuándo te tocará a ti?”. Y de la pudrición no nos salva ni aquel frailecito de Cartagena que consuela negros y curas pestosos. ¡Tiburón no hace milagros, amigo! Y si el cónsul quiere entierro y bodega aseada, que lo haga él mismo y la sahume de ámbar. Esos peces grandes nos siguen como encomenderos que fuesen a comprar esclavos en la Plaza de la Cebada. Ellos también tienen encomienda, pero se la despachan de una vez porque para eso Dios les concedió dientes de repuesto. ¡Y esto lo llamamos evangelizar las Indias y servir a Su Majestad! Pecado por pecado, porque los que uno tiene ya no se los quita un jubileo, sería mejor ser dueño de garito y mancebía en Portobelo para las ferias, o en Cartagena cuando llegan los galeones, y desplumar en Tierra Firme con menos riesgo de la piel y del alma. ¡Que sean los hidalgos, o esos portugueses sin entrañas, Pintos o Daveyras, quienes se metan a negreros!
Mejor que responder a quienes sospecha que lo están censurando; mejor que afirmar su vacilante predominio sobre aquellas gentes, el cónsul prefiere estar solo con sus atollados pensamientos. Como cada mañana había sumergido su noble cuerpo en confortable baño de alcohol y hojas de malagueta, que en tan abrasadas latitudes precave de fiebres y contagios. Estaba atento a los latidos de su pulso y con medrosa preocupación se palpaba el rostro por si ya aparecían los primeros síntomas de pestilencia. Ella ha de brotar de la sangre irritada y esparcirse por la piel como manchones de hiedra mortífera. No quería morir el pulcro hidalgo de la misma epidemia que comenzó a diezmar su armazón. En la flor de la edad y con esperanza de poderío, parecía asaltarle el desengaño, aquel sorpresivo encuentro de la desilusión y la muerte con que en los dramas de la época tropiezan los más lozanos príncipes. ¡De cuántos destinos cortados en flor hablan los melancólicos romances y las historias!
―¿No va a hacer confesión general antes de meterse en esos solitarios mares? –le preguntaron los padres jesuitas de Biafra, los mismos que con tan sumaria rapidez echaron el agua del bautismo a sus esclavos.
Pero no era el clima de Biafra, el ruido y codicia de sus tratantes y negreros, el dolor de las víctimas que conducen atrailladas como animales a las bodegas de los barcos, el más adecuado para tan piadoso ejercicio. Se sentía aún el cónsul con la sangre tan pletórica y exigente, que esperaría que la vida le ofreciese mejor pausa para el examen y descarga de su conciencia. Que los rudos tripulantes encadenen a los negros; que los encierren tras de las puertas y cerrojos del camaranchón y les arrojen tras el estrecho postigo su alimento de mijo y de maíz y sus cántaros de agua, aceptaba aquello, casi sin verlo, como la necesaria miseria sobre la que se edifica toda riqueza. ¿No lo hacen tantos otros hidalgos? Y para justificar la trata ¿no llegó a decirse que el destino de aquella raza era de tal modo trágico que si no los compraban y esclavizaban los hombres blancos caerían en la servidumbre de los reyezuelos bárbaros, o serían sacrificados en las sangrientas guerras tribales que asuelan aquellas praderas y espesísimos bosques donde se cazan leones, jirafas, antílopes y seres humanos? Al menos en la posesión de los blancos –era argumento de negreros– cabía la esperanza de que fueran evangelizados y mereciesen por tan cruel servidumbre terrenal, un distante premio en los cielos. Allí, en el inmenso regazo de Dios, sí podían armonizar todas las razas, y los esclavos que se portaran bien serían tan blancos como los mismos blancos.
¡Y qué le dio por meterse en tan arriesgada aventura de negrería al cónsul Francisco Caballero! ¡A estas horas estaría paseando sus mostachos a la francesa, sus camisas de lino de Cambray con botonadura de encaje y las arriscadas plumas galantes de su sombrero por las calles de Cartagena de Indias! Desde los balcones moriscos, tras las caladas celosías, mujeres de gran recato suspirarían por su fanfarrona elegancia. Pero el deseo de enriquecerse pronto y sin escrúpulos, de comprar título de nobleza que le permitiera instalarse en una capital de virreinato, de más apacibles aires que los de Cartagena, o en la propia villa y corte, le hizo viajar a la distante Biafra a adquirir tan inhumana mercancía. Radix omnia malorum est cupiditas, dice ahora don Francisco con la aceda melancolía del salmista y recordando el frágil latín que le enseñaron en Alcalá cuando estudiaba para letrado. Y tal vez la muerte, como un pirata que hubiera aprendido brujería, se coló en la nave, detrás de la larga cadena que formaban los esclavos, sacudiendo su carlanca de perro siniestro. Se frustran los negocios del señor cónsul y ahora tiene miedo de comer hasta el más desabrido trozo de galleta. Cualquier bandazo del navío, al remecerle el estómago, se le antoja ya signo precursor de mortales náuseas.
Navegación azarosa y probada de todo infortunio la que debió hacer la carraca de la “Virgen de los Remedios”. Largos días de calma ecuatorial con las velas como párpados cargados de sueño y el océano de pegajoso y caliente asfalto. Se calcularon con avaricia las provisiones y el agua; parecían reventar las bodegas ahítas de esclavos y así proliferó sobreayudada de la escasez, el descuido y el hambre, la temida epidemia. Ni la oración de Santa Rosalía de Palermo, suma protectora de pestes, menguó la magnitud del azote. Se quemaban en hedionda combustión, hasta que concluía de carbonizarlos la muerte, los más robustos negros, los que hubieran valido doscientos pesos –el precio de un buen alazán– en el mercado de Cartagena. Se arrojaban los cadáveres sobre el mar famélico donde les estaban aguardando las tres filas de dientes de los tiburones. De las bodegas, la enfermedad amenazaba subir el puente y contaminar a los tripulantes. Quién morirá antes de que aclare el día es preocupación de cada noche, que don Francisco quiere ahuyentar averiguando la suerte en los naipes o en sus solitarios paseos por la cubierta. ¡Y mucha agua de olor! Varias veces como escudero de la desdicha, brota como primera carta de la baraja la amenazante sota de espadas. Mas acaso don Francisco no sabe leer el lenguaje de la cartomancia porque salió también el caballo de oros como nuevo Hernando Cortés que se preparase a conquistar un Imperio, y otras cartas áureas que junto a la conspiración de las espadas podría augurarle haciendas en Mompós y flotas de champanes, cargados de frutos, en el río grande de la Magdalena. Pero ni tales augurios de esplendor, el voluntario engaño con que interpreta los naipes casi desgarrados de tanto barajarlos, alcanzan a apaciguar su zozobra.
¡Si le tocara al cónsul! –como a su sevillano compatriota Juan de Mañara– ser el espectador del propio entierro! ¿Qué muro de cristal puede erigir para aislarse de aquel aire de carroña? ¡Tan triste que sería desaparecer ahora cuando una sabia y opulenta virilidad le iluminaba el dorado mostacho, cuando bellas mujeres, fortuna y aventuras parecían florecerle el camino! ¡Qué doncellas, qué hijas de virrey se desmayarían en sus brazos! ¡Qué gobernaciones, opulentas y balsámicas provincias podría concederle Su Majestad Católica! Necesitado de reliquias, invocando lo sobrenatural, oprime sobre el pecho la cadena de oro de jazminillos de que pende la medalla de Nuestra Señora de la Concepción. ¡Cuántas cosas y años han ocurrido desde que al pulcro doncel se la regalase su madre en el puerto de Sevilla! Y es dolorosamente irónico que quien asaltó rejas y cancelas y persiguió vírgenes, venga ahora a acogerse a la protección de tan castísimo misterio. ¡Sí, Francisco Caballero, gentilhombre de España y varón afortunado en las fiestas del mundo, andan mal tus cuentas con la Divinidad!
La desazón de su angustia le hace pensar en cierto frailecito de Cartagena, asistente de esclavos y limosnero de toda desgracia que se nombra Pedro Claver. Cuando en piafante caballo, traído de Santo Domingo, enjaezado con pretales de plata, corcel para enamoramientos y torneos, atravesaba el orondo cónsul las calles del puerto indiano, ¡qué iba a fijarse en tan desmirriado sacerdote! Fábulas del vulgo le parecían sus milagros. Agitador del más raído pueblo, acompañado de negros tan sucios como él, que quebrantaba con su prédica los rigurosos estamentos sociales. ¡Por eso decaen las Indias, porque no faltan gentes que escuchen a esos predicadores astrosos! Mas ahora, en este momento de miedo y preocupación, ¿por qué se acordó de aquel taumaturgo?
El vaho de muerte que le circunda, mantiene al cónsul al borde de la locura. Intentó escribir testamento, pero se detuvo la pluma en la perplejidad de la primera frase. –Y después que muramos, ¿qué importa el reparto de nuestros bienes?– se dijo desechando el propósito. Vendrán comerciantes y escribanos a hacer tasa y subasta de nuestras prendas, a hollar con tosca codicia los objetos que pregonaron nuestra gala y esplendidez en las fiestas del mundo. –Yo, Francisco Caballero, seré entonces pasto de los gallinazos que asaltarán la nave fantasma a nutrirse de podredumbre. ¡A otros mis perlas, mis capas, mis atavíos!
―¡Virgen Santa, que si llegamos a puerto libertaré los esclavos supervivientes y haré con aquel padrecito Claver la confesión de mis culpas! ¡Besarle el manteo tan sucio, tan impregnado de la “catinga” de esos infelices, será la penitencia más grata a Dios!
No habrá de continuar tampoco su peligrosa vida de negrero el señor cónsul. Acaso tenga razón el fraile cuando predica que el peor delito contra Dios y la naturaleza es esclavizar seres humanos, descendientes de Adán, y con alma divina como la nuestra. Y la expiación de aquella falta habrá de cumplirla levantando a su costa capilla de mucho lucimiento con las más firmes maderas de la Nueva Granada; con caoba y guayacán, con plata del Perú y oro del Chocó, con columnas salomónicas en que se enrede el follaje de la naturaleza indiana. ¿O querrá más bien algo de dinero para atender a sus negros? ¿Qué valor ante Dios tendrá la limosna de los negreros?
Otra vez se palpa la medalla como desesperado talismán de vida, y cubre sus sensuales narices con el pañuelillo, húmedo de agua de olor. Así protege simultáneamente el cuerpo y el espíritu.
De tan medroso soliloquio y extraños gestos de precaución, viene a sorprenderle el piloto, que le trae una noticia:
―¡Albricias, señor cónsul, que ya se divisa la costa y sin que todavía nos derribe la peste! Fortifique el ánimo vuesa merced porque volverá a comer sábalo y arroz con coco a usanza de los criollos y veremos otra vez caracolear su caballo bajo los balcones de la calle de las Damas, ¡qué juegos de cintas y cucañas hemos de celebrar en Cartagena!
Indicio de alentadora esperanza es aquel mar que frente al distante perfil de la bahía se aquieta y refulge como colcha de raso, y las bandadas de pájaro que desde los islotes revolotean ya sobre el barco, como anticipándole feliz arribo. A lo lejos, entre tan despejado cobalto, las casamatas y hornabeques del fuerte de Playa Grande proyectan sus manchones blancos.
Parece recobrar don Francisco ante las palabras del piloto, la altivez y señorío que le menguara el peligro.
―¡Mi catalejo, mi catalejo! –ordena como si quisiera comprobar con los ojos tan placentero presagio.
―¡El señor cónsul quiere su catalejo! –se corren la voz de uno a otro extremo del puente los sobrestantes y sirvientes.
Y ya en el círculo de cristal del anteojo se enmarca un trozo de aquietante azul; se contornean los islotes, verdean los manglares y completando el cálculo con la fantasía, hasta podría distinguirse la imperial bandera de España en el torreón de la fortaleza.
Ahora don Francisco volverá a estar entre los suyos, entre quienes aprecian su condición y linaje y holgarán mucho de verle regresar sano y salvo de tan hoscas y bárbaras aventuras. Se confesará con el padre Claver –porque ningún hidalgo deja de cumplir sus promesas devotas, pero brindará también pícaras copas de Jerez y Malvasía entre desenfadados amigos. Los sirvientes de su casa anunciarán a viudas y doncellas el venturoso regreso, y dará a su cuerpo el natural desfogue que piden los viriles años.
―¡No hay gentilhombre más dadivoso en toda la extensión de las Indias! Lo importante ahora –está pensando el cónsul– es revelar prestancia y que no lleguen a adivinar que me flaqueó el ánimo.
Torna a su cámara a preparar trajes y afeites con que ha de presentarse ante los oficiales de Su Majestad. Se engalana de capa y sombrero de plumas, ajusta la espada en el tahalí y ya comparece de nuevo en el puente luciendo todo su garbo de capitán.
―Ni se le para una mosca– refunfuña, viéndole pasar el rudo piloto que ha vuelto a su timón y ya endilga la proa hacia el puerto de Cartagena.
Y como chapaleando en dulces aguas quietas, la nave sortea los islotes de la bahía, hasta tropezar casi con los ingentes muros de cal y canto que forman el fuerte de Playa Grande. Se hizo la señal desde el trinquete.
―¿Quién va? –grita un centinela en lo alto del torreón.
Y casi no necesita responder quién es, porque ahí comparece con todo su empaque y sus galas don Francisco Caballero, capitán de las flotas de Su Majestad.
―¡Eh! ¿Qué no conocéis al cónsul? –replica burlonamente un marinero.
Con la boca hecha bocina modula don Francisco sus primeras órdenes:
―Que vayáis a avisarle al gobernador que todavía no puede hacerse el desembarco, porque viene toda armazón enferma. Y traed al Padre Claver, para asistir a los moribundos. Los esclavos son de Biafra, por si él quiere conducir intérprete.
Un sorbo de buen vino acabará de reanimarle, mientras los mensajeros marchan a cumplir sus encargos. Armonizar –como corresponde a un hidalgo de su clase– lo profano y lo piadoso ha de ser, desde hoy, y con la vida que siente recuperada, su propósito más firme. ¡Se confesará con el Padre Claver! Pero el honor de su rango le obliga a cuidar, también, las apariencias. No solo es pecador arrepentido, sino el buen oficial del rey, sosegado y orgulloso que supo guiar su nave entre hambrunas, pestes y contratiempos. Se alisa los mostachos y otra vez se ve el rosto en un espejito de Venecia. Pero ¿por qué mientras escanciaba el vino llegó a inquietarle un ratoncillo que pasó al lado suyo, casi rozándole las medias de seda? Diríase que le miraba como si fuese una persona. Acaso sintió contra las piernas el helado contacto de su hocico. Contúrbanle, desde niño, la pelambre cenicienta de los ratones, sus mínimos y movibles ojos, la rápida cola que se engrifa, aquel estridente paso presuroso que parece lijar el pavimento. No puede vencer ante el ruido de los roedores, una sensación de dentera. No sabe por qué asocia la presencia del ratón con aquella serpiente que antes de zarpar, paseaban los pumberos en Biafra.
―Francisco Caballero, debes confesar que te estás volviendo demasiado supersticioso. O es acaso la fatiga de la expedición, las noches de miedo e insomnio, la prodigalidad de tu vida robusta. Confesión, descanso y sangría recomiendan en España para estas dolencias del cuerpo y del ánima. A veces no mata la debilidad, sino también el exceso de sangre.
―Habrá que hacer penitencia antes de volver a tan bulliciosos negocios –sigue pensando el cónsul. Quizá tanta fama como la que disfruta entre negociantes y alcabaleros, entre mozas del partido y doncellas que suspiran por su fanfarrona elegancia, obtendrá en conventos y casas devotas cuando pregone su arrepentimiento.
Y continúa paseando por la cubierta y enfocando la lejanía marina, hasta que por fin llega y se recuesta contra el casco de la “Virgen de los Remedios”, la lanchita que conduce al Padre Claver. Se alborotan los marinos para mirarle; tienden gozosamente la escala de cuerdas y casi le aúpan para subir. ―¡Cómo es de macilento; pura tela de cebolla! –comenta un tripulante.
¡Aleluya, Francisco Caballero, que aquí viene la absolución final de la iglesia, el finiquito de viejos pecados para que puedas tornar al opulento mundo sensual que te reclama! ¿Cuándo tuvo el pobre confesor de Cartagena, penitente de mayor jerarquía?
Precede al sacerdote la intérprete negra que sabe hablar la lengua de los biafras. Como sin advertir la presencia del cónsul, Claver le ordena:
―De prisa al camaranchón, porque esos pobres se estarán consumiendo de necesidad.
Como absorto, marcha detrás de ella, cuando se le interpone –deteniéndole– el pomposo bulto que forman don Francisco y sus atavíos.
Ha avanzado el cónsul, inclinando la rodilla y con el sombrero de plumas bajo el brazo, a recibirlo en estudiada ceremonia. Envuelve su saludo en aspavientos y melindres:
—¡Hay Padre, y cómo estaba esperando los consuelos de vuestra reverencia! Prometí que si llegaba con vida libertaría a los esclavos sobrevivientes y haría la confesión de mis culpas.
Se propone desenvolver un largo relato que el sacerdote interrumpe con ardida brusquedad:
―Habrá ya tiempo de escuchar y atender a vuesa merced. Mayor socorro reclaman sus esclavos.
Y va a descender los sucios escalones, cuando con espantado gesto le detiene la intérprete:
―Que me marcho Padre; que el cuerpo no resiste.
―¿Qué, Magdalena?
―Júzguelo por sí mismo, vuestra reverencia.
Bajan presurosamente a la sentina y descorren la puerta. Una vaharada de podredumbre se extiende por todo el barco. Unos contra otros, se retuercen sobre el duro entablado los cuerpos purulentos, hinchados de bubones. Son como cien Job esperando la liberación de la muerte. La sangre y el sudor forman pozos. Es como un matadero de bestias dolientes.
Penetra el sacerdote como si quisiera absorber e inundarse de aquel tósigo de desdicha. Infunde coraje a la intérprete.
―Consuélelos en su lengua– le dice.
Avanza entre el revuelto grupo de enfermos y moribundos. Va posando sobre las jadeantes cabezas la mano carismática, como lo haría el pastor en la oveja enferma. Tirita un negro anciano en la convulsión de la agonía y el Padre le arropa con su manteo. Se entrapa el hábito de purulenta viscosidad. Los labios del taumaturgo se inclinan a besar la inmensa llaga viva.
Comenzó a hablar el padre y traduce la intérprete a la lengua de Biafra. Como aliviados por su bálsamo, como si el idioma de su raza oído en tierra extranjera los devolviese a sus bosques, a los verdes bohíos ecuatoriales que sombrea el baobab y antes de que llegasen los cazadores de hombres, algo parece dormirse y dulcificarse en los ojos de los esclavos. ―Estos son tus siervos, Señor; acógeles en el postrer instante –exclama Claver.
Y el coro de los esclavos responde en gangosa y entrecortada música. Un poco de azul, claro y refrescante, se recorta en el ojo de la claraboya. Parece proyectar sobre las víctimas, con su fragancia de brisa marina, la postrera piedad de una túnica.
Comparece en ese momento en la puerta, como si le arrastrara un poder extraño, el señor cónsul. Se le cae de la mano, como última prenda de vanidad, el oloroso pañuelillo con que pretendió vencer el asco. Ya estás sumido en el asco, en tu asco. ¡Oh presuntuoso Francisco Caballero! Mira aquel cuadro de piedad y de horror y se queda como estatua; sin habla. Fijamente le observan los ojos del Padre Claver y parecen traspasarlo. Se siente, él mismo, un guiñapo entre encajes. Le despiertan y conminan las palabras del sacerdote:
―¿No quería arrepentirse vuesa merced? Ahora es el tiempo.
Y como impelido de la ajena y misteriosa voluntad, avanza Francisco Caballero hasta la hedionda cámara. Contempla en los esclavos agonizantes, en los brazos que se retuercen en el supremo escorzo, los despojos de su codicia; la desilusión de un sueño de poderío. Al llegar a la playa final todo parece tocado por la ceniza de la muerte. Sobre el presumido rostro ya comienza a brotar y abultarse una estrella negra. Llora entonces, con sus primeras lágrimas veraces, el naufragio de tanta pompa. Y nada habría de salvarle ya de la implacable pestilencia. Una franja azul sigue penetrando por la claraboya, como la última piedad de la vida.


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