JOSÉ BALZA, POR VASCO SZINETAR

Por JUAN CARLOS CHIRINOS

El siglo xx comenzó en Venezuela muy tarde, o eso nos ha dicho siempre cierta historiografía, quizá emulando aquella idea que viene de lejos (con ecos en Hesíodo) y que Iliá Ehrenburg retoma para decir que el siglo xix ha sido el más largo de la historia, pues comenzó en 1789 y terminó en 1914. Algo semejante podría decirse del Siglo de Oro, que en realidad se prolongó más de cien años, o de la guerra homónima (de ciento dieciséis años), o del así llamado Siglo de Pericles, que para algunos no duró más de ochenta años. Hay algo de mágico en violentar el calendario en el que se inscriben los hechos, y quizá sea esta una manera de explicarnos al mundo.

Si aceptáramos, que no lo acepto, que el siglo pasado no comenzó en Venezuela sino a la muerte de Gómez, en 1935, estaríamos condenando al «decimononismo» a autores tan de nuestro tiempo (o del futuro) como Rufino Blanco-Fombona y sus notículas, precursoras del minicuento, y como Teresa de la Parra y su muy proustiana recuperación de la memoria; como el Julio Garmendia de El cuento ficticio y todos sus demás textos; y hasta una novela como Cubagua (1931), de Enrique Bernardo Núñez quedaría sumergida en ese siglo de «sinvergüenzas centenarios» y que, releída hoy, parece escrita dentro de cincuenta años, pues nada tiene que ver con lo peor del siglo xix. Por no hacer mención a la obra de ese padre nuestro que está en todos los cielos, José Antonio Ramos Sucre, fallecido en 1930, pero cuya delirante prosa todavía percute y repercute en la escritura en español. Así que no me parece ajustado afirmar que en Venezuela el siglo xx comenzó en 1935; quizá sería más apropiado decir que, al menos en literatura, algunos, cuando murió Gómez, siguieron en el siglo xix; y otros, muchos más de los que creemos, ya estaban en el siglo xxi incluso años antes de que el dictador muriera. (No resisto la tentación de nombrar a un autor del siglo xix pero que parece, por su desmesura intelectual, la parte erudita de la generación beat: Félix E. Bigotte, muerto en 1907, y cuya biografía escrituraria nos regaló tanta brillantez Francisco Javier Pérez). Así, pues, las obras de escritores como Rufino Blanco-Fombona, como Teresa de la Parra, Ramos Sucre o Enrique Bernardo Núñez son las que sientan las bases estéticas e intelectuales que posibilitarán la aparición de una novela tan actual y en progreso como Percusión (1982), de José Balza, cuya primera edición ya ha cumplido cuarenta años.

Hay una «libertad experimental» en la escritura de esta novela que me sigue sorprendiendo; quizá deba aclarar que cuando hablo de libertad y de experimento no me refiero a un ejercicio insensato de pirotecnias y casualidades repentistas (Sandoval dixit), no; a la escritura de esa novela no se llega por casualidad ni sin tradición. Como ya he dicho más arriba, Balza es heredero de una tradición literaria e intelectual que, si me apuran, extendería hasta Andrés Bello o el padre Navarrete, y como tal heredero no puede escapar a su influencia: Balza es libre de hacer con su tradición lo que mejor sepa hacer, pero esa tradición marcará, siempre, el genoma de su discurso. Y también está en su derecho de experimentar con las formas y los sentidos, pero a condición de que sea consciente de que todo camino ha sido ya hollado, todo experimento ha sido ya ensayado, con o sin resultados. Quizá por esta razón José Balza engloba su escritura en el apartado de «ejercicios», porque sabe que cada experimento suyo —cada texto que salga de sus manos— es la continuación de los ensayos propios y de sus antepasados. Allí radica el poder de su libertad al escribir: ya sabe lo que sus maestros.

Entonces, ¿rompe con algo o con alguien, Balza?

Pues sí y no. Depende desde dónde se aproxime uno a Percusión y a toda su obra. La respuesta más sencilla, o más simple (¿o simplona?) sería señalar la ruptura con el criollismo, el realismo o el naturalismo de autores como Rómulo Gallegos, pero una mirada más capciosa podría detectar no pocos debes y haberes a esa tradición que el autor ha rechazado en algunas ocasiones; sin embargo, la voz autónoma que emerge de la obra balziana no deja duda de que son Ramos Sucre, Bernardo Núñez, Julio Garmendia, Teresa de la Parra y, sobre todo, Guillermo Meneses las fuentes de donde ha bebido con mayor fruición.

El escritor de ficción que es Balza en Percusión, en Marzo anterior o en Medianoche en video: 1/5, por ejemplo, no se abstrae del Balza ensayista: creo cada vez con más convicción que los vasos comunicantes que hay entre el ensayo y la creación en autores como Balza son numerosos, intrincados y desconocidos: sí, el novelista inquieto domina en la novela y el «crítico puro» (como lo llama Wilfrido Corral) en los textos de reflexión: pero uno y otro se contaminan y se sostienen, sin estorbarse. En Percusión, por ejemplo, una reflexión sobre el transcurrir del tiempo de atrás hacia delante y las magias y maravillas de la montaña como símbolo adensan la ficción; mientras que en libros como El fiero (y dulce) instinto terrestre (1988) la eutrapelia del que sabe narrar «interviene» los textos con gracia para que no sean simple material de erudición y alcance cotas más altas, aquellas que Alfonso Reyes habría llamado las «cotas del juicio».

Puede que una de las herramientas balzianas para amalgamar su(s) escritura(s) sea la que le permite moverse entre géneros con tanta facilidad y gracia: la música. El mismo nombre de la novela, Percusión, remite al tamtam que nos caracteriza como continente («yo soy la canción del bongó», nos recuerda Nicolás Guillén), pero también porque cuando uno lee la novela, aparte de las evidentes (re)percusiones de la memoria, de las montañas, de las ciudades, del pasado sobre el futuro (y tal vez viceversa, porque la literatura todo lo puede), cada frase remite a otras y, estas, a otras; cada personaje puede ser concebido como la equivalencia enharmónica de otro, como ocurre con Isidra, moderna gerontófila, y Janneke, que habla cualquier idioma y que es el recipiente de la enfermedad del mundo.

Ante tanta «materia narrativa» en la obra de Balza, ¿cómo no suponer una poderosa influencia en las generaciones que le siguieron? Hay mucho de donde escoger, como ocurre siempre con los grandes autores. Basta acercarse a los cuentos de Silda Cordoliani, Humberto Mata o Sael Ibáñez, o a las novelas de Slavko Zupcic, Milagros Mata Gil, Juan Carlos Méndez Guédez y Rodrigo Blanco Calderón para comprender que esa tradición narrativa que hunde sus raíces en Bello y Navarrete, que florece con Bigotte,  Blanco Fombona, Teresa de la Parra, Garmendia y Meneses, ha pasado también por el tamiz balziano y ha contaminado irremediablemente a estos autores, aun cuando ellos no lo hayan querido conscientemente. Es lo que tiene la tradición a la que perteneces: percute en tus libros y nada puedes hacer para evitarlo, salvo gozarlo.


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