Emilia Pardo Bazán (1913), Joaquín Sorolla / Hispanic Society of America

Por LUÍS POUSA

“Por el otro lado (…) orientado al naciente, la virazón marítima calla y no se oye más que el goteo argentino de la lluvia en los cristales. Pero se ve tan cerca que se me viene encima, que me parece estar tocando (…) la fachada gótica de la iglesia de Santiago (…), gris y pálida, con su cornisa cuarteada por el peso de los años, su pórtico de arco apuntado, señalando ya la ojiva y sus dos santos de piedra que sostienen el arco y se miran inmóviles, siempre desde la misma distancia, a guisa de almas enamoradas que no pueden reunirse jamás”.

Así describe Emilia Pardo Bazán (A Coruña, 1851-Madrid, 1921) en su delicioso libro De mi tierra (1883) la vista desde la ventana trasera de la casona familiar en la Ciudad Vieja coruñesa, hoy casa-museo de la escritora y sede de la Real Academia Galega. La formidable narradora, de la que se conmemora ahora el centenario de su muerte, domina como pocos autores el apunte al natural, el retrato a vuelapluma, la talla del paisaje y del personaje. Pero, como sucede con este pequeño párrafo plantado aquí a modo de atrio, a esos elementos regalados por la realidad siempre añade un paso más: en este caso, esa comparación de los santos de piedra con dos enamorados condenados a contemplarse a solo unos metros pero sin encontrarse nunca del todo. Si las fechas no lo desmintiesen (de 1883, cuando publica De mi tierra, es la primera y respetuosa carta que se conserva entre ambos), uno pensaría que esos amantes condenados a verse sin rozarse son doña Emilia y Benito Pérez Galdós, que mantuvieron una fogosa relación más allá de la literatura y de las convenciones de la época.

Pero ya volveremos al cuerpo a cuerpo entre doña Emilia y don Benito. Regresemos antes al inicio, a esa Ciudad Vieja de A Coruña donde viene al mundo Pardo Bazán en 1851. Sabemos por los Apuntes autobiográficos que asoman en el preliminar de Los pazos de Ulloa que las primeras lecturas de la futura escritora son las sospechosas habituales: El Quijote, la Biblia y la Ilíada. Nada menos. También que con solo trece años escribe su primera novela: Aficiones peligrosas. A los 16 años, resume en sus apuntes: “Me vestí de largo, me casé y estalló la Revolución de 1868”. Ese matrimonio con José Quiroga, fallido desde el inicio, asomará una y otra vez en su literatura, camuflado en personajes y esperpentos varios. La ruptura final se produce cuando Quiroga le pide que elija entre su marido y sus libros. El portazo que dio doña Emilia al abandonarlo todavía se escucha hoy, más de un siglo después, en la madrileña calle Princesa.

De su padre hereda la escritora una curiosa mezcla de liberalismo y catolicismo, que adereza con toques de feminismo más individualista que colectivo y una pizca de otras espiritualidades. Alma libre, se declara indomable y no acepta las imposiciones de su tiempo, ni de la sociedad que le ha tocado en suerte.

Mientras se siente incapaz de cumplir los preceptos de la novela como gran maquinaria de fabulación que proclama Víctor Hugo, la lectura de los Episodios Nacionales de Galdós —siempre Galdós por medio— le abre los ojos. Su habilidad para describir lo que la rodea la lleva a reconciliarse con la tradición realista de la literatura española del siglo XVI. El legado de Cervantes y compañía lo matiza con el naturalismo de Zola, pero muy filtrado y crítico (como explica en los ensayos de La cuestión palpitante —1883—). Encuentra al fin su voz y explota esa destreza magistral para trasladar al papel lo que atisba a pie de calle. “Este privilegio concedido al novelista de crearse un mundo suyo propio permite más libre inventiva y no se opone a que los elementos todos del microcosmos estén tomados, como es debido, de la realidad”, reflexiona en el prólogo de La Tribuna.

Es precisamente La Tribuna (1883) su primera gran novela. Asoma en ella su Coruña natal, rebautizada como Marineda, y la Fábrica de Tabacos. Las desventuras de la cigarrera Amparo y sus compañeras de labor le sirven a doña Emilia para esculpir con minuciosidad la cruda realidad proletaria de la época. Los años ochenta del siglo XIX conforman la década prodigiosa de la obra de Pardo Bazán. A La Tribuna y su fresco de la durísima atmósfera de la Galicia industrial, le siguen Los pazos de Ulloa (1886) y La madre naturaleza (1887), que componen un díptico sobre el caciquismo, el analfabetismo y la miseria absoluta que ahogaban entonces a la Galicia rural. Son tal vez la cima de su carrera, que alcanza en un momento explosivo también en lo personal. En París se codea en las tertulias con Zola y los Goncourt. Empieza su relación amorosa con Benito Pérez Galdós, de la que dan testimonio las más de 90 cartas que se conservan (todas, salvo una, de doña Emilia a don Benito). La lectura de este epistolario, más allá de las anécdotas morbosas sobre los detalles de sus escarceos íntimos, da cuenta de una enorme historia de amor entre dos gigantes de la literatura del siglo XIX, historia en la que se mezclan las colisiones con la Real Academia Española, las riñas y las envidias que acechaban a dos autores de semejante talla. En Miquiño mío (Turner) se reúnen estas cartas y se puede observar la evolución desde una respetuosa amistad a una muy intensa relación y al posterior apaciguamiento y separación de los dos más notables escritores españoles de su tiempo (y de muchos otros tiempos).

Esa década formidable la remata doña Emilia con la publicación de la novela Insolación (1889), que aunque no siempre aparece entre las favoritas de críticos y estudiosos, reúne buena parte de las virtudes de la autora. Nos cuenta Pardo Bazán aquí las peripecias de Francisca de Asís Taboada, marquesa de Andrade, una aristócrata gallega viuda que lleva en Madrid una vida ociosa y desahogada que seguramente no distaba mucho de la juventud de la autora en la capital. Esta narración nos sirve para apuntar varios rasgos cruciales de la escritora. Usa en ella doña Emilia, como sin dar importancia a una innovación de semejante tamaño, el monólogo interior que se haría célebre a principios del siglo XX en manos de James Joyce. Y expone sin tapujos la realidad del deseo femenino en una época en la que no era costumbre sacar esos asuntos fuera de la alcoba. La descripción de la resaca con la que arranca la historia es antológica y a uno acaba por dolerle la cabeza pensando en las consecuencias que tuvo para la protagonista una gloriosa juerga en la pradera madrileña de San Isidro.

A Pardo Bazán la admiramos hoy sobre todo por su obra novelística, pero no debemos olvidar que fue también —o, quizás, fue sobre todo— una portentosa cuentista. Publicó más de 600 relatos, dispersos en revistas y periódicos, y muchos reaparecen ahora de la mano de antologías temáticas (cuentos de amor, góticos…). Solo un apunte, doña Emilia dio a la imprenta en 1901 El vampiro, el primer relato vampírico de la historia de la literatura española. Solo cuatro años después de que Bram Stoker publicase su Drácula (1897).

Es pionera en esto y en tantas cosas. En 1889, la Real Academia de España rechaza su candidatura y pierde la oportunidad de convertirla en la primera académica de la institución. Tiene más visión la Universidad: ya al final de su vida, en 1916, es nombrada catedrática de Literatura de la Universidad Central de Madrid. Es la primera mujer en llegar al puesto. Y los alumnos, intoxicados por los prejuicios de la sociedad, la dejan sola con sus clases. Renuncia a la cátedra y la Universidad, como la Academia, se queda sin doña Emilia.

Cien años después, Pardo Bazán contemplaría divertida los homenajes que se suceden por su centenario, agradecería las reediciones de sus libros y sonreiría con malicia ante ciertas interpretaciones de su obra, tal vez demasiado apegadas al presente. Por fortuna, no necesitamos intermediarios para volver a una prosa que se puede paladear, párrafo a párrafo, como si acabase de salir del cerebro de la autora que nos observa pasar bajo su prodigiosa lente desde la ventana de su casa en la Ciudad Vieja de A Coruña.


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