Por ELIZABETH ROJAS PERNÍA

 «Este paso de la oscuridad a la luz, esta evasión del sótano o este abandono de la tumba, son cuestiones que exigen aprender a vivir de nuevo una vida distinta. El fin de los malos tratos no representa el fin del problema»

Viktor Frankl

«Jamás pensé que Dios tuviera alguna forma.

Absoluta su vida; y absoluta su norma.

Ojos no tuvo nunca: mira con las estrellas.

Manos no tuvo nunca: golpea con los mares.

Lengua no tuvo nunca: habla con las centellas.

Te diré, no te asombres;

Sé que tiene parásitos: las cosas y los hombres»

Alfonsina Storni

A estas alturas ya todo el mundo habla de la hazaña de Bong Joon-ho, el cineasta surcoreano quien, después de obtener la Palma de Oro en el más reciente Festival de Cannes −presidido en esta ocasión por Alejandro González Iñáritu− por su último film, Parásitos, acaba de alzarse con cuatro estatuillas en la más reciente edición de los premios Oscar: mejor película, mejor película internacional, mejor director, mejor guion original. Que la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas otorgue por primera vez el mayor galardón a una película extranjera a sus propias producciones, en un contexto socio-político en el cual Donald Trump lleva la bandera de la xenofobia, es un hecho que ya ha sido calificado como un antes y un después en la industria cinematográfica. Veremos.

Luego de seis trabajos previos, Barking Dogs Never Bites (2000), Memories of Murder (2003), The Host (2006), Madre (2009), Snowpiercer (2013), Okja (2017), el aclamado nuevo enfant terrible asiático deslumbra con la extraordinaria Parásitos (2019). Con guion original de Bong Joon-ho y Han Jin-won, este film puede leerse como más, mucho más que una crítica social al sistema capitalista, o a las desigualdades sociales, como ha sido reiteradamente mencionado. Hay tal riqueza en sus elementos simbólicos −la casa, el sótano, la escalera, el agua, la piedra− como ejes de la historia que inevitablemente apuntan hacia lo individual, hacia lo terriblemente humano. La idea del guion nace, de hecho, de una vivencia del director quien, al igual que uno de sus personajes, también dio clases a un niño rico, en un ambiente de tal opulencia que no pudo evitar sentir que, simplemente, no pertenecía, y al mismo tiempo, tampoco pudo dejar de imaginarse a sí mismo, y a sus amigos, infiltrándose en esa casa, en esa vida.

A lo largo de la historia, los seres humanos han construido espacios subterráneos alejados de la luz, de las inclemencias del tiempo, o de la mirada de fisgones, que les han servido como almacén de alimentos y trastes, como refugio, para entierros y ritos funerarios, o para ocultarse… Pero también hay un sótano en la psique, una suerte de sub-mundo donde se ocultan y/o reprimen los desechos, lo reprochable, lo oscuro o todo aquello de lo que somos inconscientes. Lo que allí se guarda puede tanto madurar −y ayudarnos a evolucionar− como enmohecerse y dejarnos en el más precario de los estados.

Para acceder a estos lugares y salir de ellos −o para descender al inframundo o elevarse a los cielos− se requieren escaleras, objetos que representan simultáneamente estabilidad o caída. Este elemento conector entre arriba y abajo, entre la luz y la oscuridad, entre la tierra y el cielo o entre la tierra y el inframundo, impone, qué duda cabe, una gradualidad −peldaño a peldaño− en su uso. O corremos el riesgo de caernos estrepitosamente.

En esta peculiar historia, la familia pobre, los Kim, constituida por el padre, Kim Ki-taek, la madre, Chung-sook, el hijo Ki-woo y la hija Ki-jeong, vive, o sobrevive apenas, abajo, en un semi-sótano, rodeados de inmundicia, hacinamiento e insectos pero, eso sí, con señal de wi-fi robada a los inquilinos de los pisos de arriba. Los Kim parecen cercanos, se tocan, ríen, comparten, pero, en realidad, son un enjambre indiferenciado de seres precarios, cuyo mayor talento es una increíble creatividad para estafar, engañar y metamorfosearse para lograr sobrevivir a costa de otros: sin el necesario tránsito por la escalera que los ayude a ascender social y psíquicamente. Solo trepan. El Sr. Park y su esposa, Yeon-kyoy −los adinerados− también padres de una hija, Da-hye, y un hijo, Da-song, son atractivos, elegantes, fríos, distantes, y, sobre todo, inútiles para funcionar sin un personal que los sirva y atienda, y a quienes, a su manera, también parasitan. Habitan una hermosa y sofisticada vivienda −donde abunda todo y nadie es feliz−, y en cuyos sótanos la familia almacena una extraordinaria cantidad de alimentos, e ignoran, en su narcotizante opulencia, que, a su vez, están siendo parasitados.

En este singular trabajo del realizador coreano, la elegante casa puede ser también metáfora de la casa psíquica: arriba, puede ser hermosa, ordenada, impecable, o presentable al menos; abajo, sin embargo, suele habitar, incubar, corroer lo feo, lo desconocido, lo reprimido, la precariedad y la locura, aunque también lo creativo, claro. Y es precisamente en el lugar más remoto y más oscuro de la casa más bella donde se caen todas las máscaras, las apariencias, lo impostado, y cada grupo de malvivientes es enfrentado en espejo con el otro: los roles cambian vertiginosamente de víctima a victimario, de la compasión a la aniquilación: de parásitos a depredadores a caníbales.

Sí, las definiciones nos aclaran que parásito es un ser vivo que durante una parte o la totalidad de su vida se aloja y/o se alimenta a expensas de otro ser vivo, generalmente de diferente especie y de mayor tamaño; depredador es un ser que ataca a su víctima y se alimenta de ella luego de matarla o inmovilizarla, y caníbal es un depredador de individuos de su misma especie. Con esta amplia y profunda mirada al parasitismo, en sus diversas vertientes, Bon Joon-ho abre las compuertas de los sótanos psíquicos y la sombría sustancia salta a borbotones malolientes y hasta sangrientos: vemos al caníbal devorando a sus semejantes.

En una Corea del Sur, como ha señalado el mismo director, donde el enorme crecimiento económico promovido durante la dictadura de Park Chung-hee acentuó las brechas entre clases, los ricos y los pobres casi nunca coinciden. En su film, en cambio, se acercan tanto que hasta pueden olerse, y es que como afirma, sin sutilezas, «todo, hasta nuestro olor corporal, es un asunto de clase». ¿Podemos, sin embrago, atribuir todo el peso de la pobreza exclusivamente a elementos externos, sociales, políticos, sin tomar en cuenta lo que ocurre en las psiques individuales, lo que frena y paraliza el desarrollo, lo que pervierte la creatividad? Y cuando hablamos de peso, la piedra que reciben los Kim como obsequio auspicioso −suseok, en la tradición coreana−, ¿no es un símbolo del alquímico trabajo, paciente y continuo, que todos necesitamos realizar sobre nosotros mismos para convertir el propio material inerte, pobre, ignorante en sabiduría? Los Kim no saben qué hacer con la piedra que reciben, hasta que la convierten en arma letal. No hay trabajo, no hay transformación.

La frialdad psicopática de los Kim, particularmente la del padre, solo se ve resquebrajada cuando aparece el único elemento insoportable para su psique: el rechazo. Es el olor a pobre de su nuevo conductor −»como a ropa sucia hervida»−, que tanto repugna al adinerado y pulcro Sr. Park, lo que detona la locura final en Ki-taek, un hombre que hasta entonces ha vivido orgulloso de las fechorías de sus hijos, que él mismo ha modelado y aplaudido. La enorme herida que le produce un rechazo tan visceral al indeseable y delator olor de su cuerpo termina desencadenando la tragedia que tiñe de rojo a todas las familias de esta historia. El hecho de haber sido fumigados, él y su familia, como cucarachas en la pocilga donde habitaban no afectó a este hombre; escuchar a su patrón referirse con tal desdén al hedor insoportable que despide su humanidad, sí: muta, entonces, de parásito a caníbal. Y es así como junto a la tragedia aparece la regresión.

Este depredador, despojado ya de sus armas habituales, desquiciado y huyendo de la justicia, desaparece de la mirada pública y regresa al único lugar al cual alguna vez ha pertenecido: un agujero sombrío, más lúgubre y aislado aún. Solo en el encierro, en la confinación, en el aislamiento en un hoyo puede habitar este ser que se percibe sin oportunidades para avanzar, si no es a expensas de otros. La aparición de la tragedia −literalización de lo sombrío, de la inconsciencia, en las vidas individuales o colectivas− saca a ambas familias de la ilusión de que sus respectivas formas de vida podían continuar así, indefinidamente. La tragedia marca el fin de la ilusión, de la ingenuidad. Aunque no en todos…

El trágico derrumbe de esta empresa familiar que apuesta todo a vivir arriba mediante engaños y sin haber hecho el trabajo de ascenso, arroja a Kevin (nombre que adopta Ki-woo en su falso rol de profesor de inglés de la hija de los Park) al ámbito de la fantasía: rescatar a su padre comprando la costosísima casa donde se oculta ¿Lo logró? ¿Pudo este parásito, hijo de parásitos, salir del hueco y vivir por primera vez arriba? Mientras nos hacemos estas preguntas, la cámara desciende desde las alturas de su bello delirio hasta mostrarnos la sórdida realidad adonde lo ha devuelto la aparatosa caída, literal y simbólica, que sufre cuando ya no puede seguir fingiendo ser quien no es.

La combinación excepcional que este realizador hace de los diversos géneros cinematográficos −comedia negra, thriller psicológico, sátira, acción− es una de las notas distintivas de su lenguaje. Bong Joon-ho nos conduce, sin soltarnos, por los territorios del humor −y su impecable manejo de este recurso logra confrontarnos con temas cuya gravedad sería indigerible en tono moralista−, la comprensión, la compasión, el asombro, la sorpresa, la vergüenza, la repulsión, hasta arrojarnos al horror: también rodamos cuesta abajo y nuestra sensibilidad y aletargamiento quedan severamente aporreados, y las carcajadas previas quedan abruptamente silenciadas frente a un desenlace casi operático.

El impacto que nos produce esta película descansa en un sorprendente guion que va tejiendo capas y capas de complejidad, donde una serie de opuestos se hilvanan magistralmente −riqueza/pobreza, arriba/abajo, luz/oscuridad, ascenso/descenso, belleza/fealdad−; en una impecable dirección de producción −que incluyó la construcción de la casa de la familia Park con las características requeridas−; en una fotografía que mantiene la belleza y la poesía en medio de lo grotesco y en un elenco que destaca con representaciones sobresalientes de sus delirantes roles. Parásitos es un grito, una bofetada contra la ceguera y la ingenuidad. Compartamos o no su visión quizás determinista sobre el impacto de lo social en los individuos, su séptima entrega es una brillante manera de expresarse cinematográficamente.

De sí mismo ha dicho: «Soy un sádico, lo siento, me gusta hacer que el público sufra mientras se divierte, que se rían a pesar de que saben que está mal hacerlo. Además, la vida real no es solo tragedia o solo comedia, sino una combinación, ¿verdad? Al menos así la veo yo». O, en otras palabras, de la vida real y de su propio sótano extrae el material que, gracias a una creatividad notable, mezcla, depura y convierte en imágenes cinematográficas que no dejan lugar para la indiferencia. Quizás por ello, entre otras muchas razones, Quentin Tarantino admira y disfruta tanto el trabajo de su colega surcoreano, con quien acaba de competir, y de perder una dorada estatuilla, pero quizás aún sonríe...


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