Enza García Arreaza | Archivo Torrivilla

Por MIGUEL GOMES

En un estudio que ha cimentado muchas discusiones de las últimas dos décadas en torno a experiencias transartísticas, Susan Broadhurst asevera que “toda obra liminar confronta, ofende o inquieta” (1). El planteamiento bien puede probarlo alguna reacción suscitada en Venezuela por el libro más reciente de Enza García Arreaza, Cosmonauta (La Poeteca, 2020), cuyo peculiar diálogo entre la lírica y las artes visuales ha querido reducirse, arbitrariamente, a simple “moda”. El conservadurismo y la ignorancia abismales de ese tipo de comentario, desde luego, soslaya que una supuesta “moda” rastreable, como diría Borges, desde “las estrofas en forma de paloma / de los bibliotecarios de Alejandría”, no es tal y se trata, más bien, de una tendencia constante de la lírica, género que de una u otra manera continúa fiel a sus remotos orígenes. Si su hibridismo inicial, cuando solo se practicó en la oralidad, lo asociaba a la música y a la performance del aedo y otras figuras análogas, desde que se introdujo en la escritura empezó a explorar las posibilidades de lo gráfico: sobran los ejemplos históricos que nos ofrecen la Antigüedad clásica, la Edad Media, el Renacimiento y el Barroco ―pattern poetry, emblemas, jeroglíficos―, hasta llegar a los consabidos experimentos de fines del siglo XIX que no se detendrán en el XX. El surgimiento reciente de la cultura digital no ha hecho sino radicalizar dichas indagaciones, asegurando no rupturas que obedecen a una pasión efímera de lo moderno por lo moderno, sino la supervivencia de una tradición.

Cosmonauta es, en efecto, un proyecto estético que Irina Rajewsky denominaría “intermedial”, pues depende o requiere de dos medios simultáneos ―a diferencia de lo que ocurre en la “intramedialidad” o la “transmedialidad”, las cuales, respectivamente, limitan el acto creador a un medio o suponen la acción conjunta de varios― (2). Si bien los dieciocho collages que sin patrón a primera vista reconocible García Arreaza intercala entre los textos parecen capaces de autonomizarse, su presencia en el libro genera un plano de significación más allá de ellos mismos, en la zona donde nuestro esfuerzo por comprender las señales verbales no consigue desprenderse de las visuales. En ese tercer espacio, “exterior” tanto a la literatura como a la plástica, pero que nos obliga a movernos constantemente entre ellas, se produce el viaje hermenéutico al que se nos invita. La autora ha preferido el término de origen ruso cosmonauta al de origen inglés astronauta: un acierto, ya que el primero no evoca los puertos, sino las trayectorias.

Aunque el título tiene más sentidos que examinaré después, conviene, por el momento, observar que los collages se abstienen de corroborar o desentrañar explícitamente los contenidos de las porciones escritas. En sus imágenes, sin embargo, se hacen ostensibles diversas operaciones expresivas de los textos y, por eso, preferiría hablar no de ilustraciones, sino de una relación de homología en la cual, soterrada, casi herméticamente, lo visto repercute en la palabra y viceversa. Ese laberinto de resonancias nos dispone a una lectura sinestésica, de códigos huidizos e inestables, donde la intuición acaba imperando.

No cuesta notar correspondencias, para no ir muy lejos, entre las superposiciones o la heterogeneidad de los collages y lo que de algún modo cristaliza en la subjetividad textual. Las primeras líneas, “LA IMAGINACIÓN ES UN SÍNTOMA DE LA VERDAD, el síntoma que delata un órgano secreto que añade relevancia a las cosas. La imaginación es un animal aparte” (p. 10), sugieren que toda división entre categorías se elide. Ello sucede, por un lado, debido a las cartografías que juntan el campo semántico de lo espiritual o psíquico y el de lo somático; por otro, debido a la continuidad entre lo humano y lo no humano, en particular lo animal. Justo bajo ese texto un collage con forma de cuadernillo ―y sus contornos se asemejan a los de un pasaporte― muestra la figura dominante de un hombre vestido con estricta cotidianeidad terrestre pero con un casco de cosmonauta y un corazón pintado a la infantil usanza sobre la chaqueta, mezclando, además, la fotografía con el dibujo y el grabado; el blanco y negro con el color; el prosaísmo con un Kitsch a tal punto desaforado que rozamos los dominios del Camp y, consecuentemente, de una ironía que, pese a todo, no renuncia a la sinceridad previa a la razón adulta. Que la voz lírica se describa como ese viajero celeste que no despega y que esa proliferación de códigos entre los que se mueve su sensibilidad no sea accidental lo confirman pasajes posteriores:

ayer soñé que había un oso en mi cuarto. Me gusta cuando sueño con

animales. Con suerte, si los toco, puedo despertarme con la sensación del pelaje. Yo sería feliz si pudiera abrazar animales […]. Hace rato dibujé una garza y me imaginé

que la sostenía entre mis brazos, con mucho cuidado de no lastimar su precioso cuello

infinito. Lo que más quiero en el mundo, además de ir a Estambul, es abrazar un zorro.

También me gustaría abrazar a Brodsky.

Brodsky estaba en el sueño. Era el oso. (p. 43)

Los ejes de lo inmaterial y lo material, lo onírico y la vigilia, el aquí y el allá, lo humano y lo animal, la literatura y la vida no cesan de yuxtaponerse en el sujeto, que luego insiste en una duplicidad de pulsiones destructivas y eróticas: “No quiero vivir / no quiero morirme // nunca sé a quién darle / mi voracidad triste de animal despierto” (p. 50). Dichas pulsiones reaparecen en uno de los poemas más estremecedores del conjunto:

intentaré sostenerme en las dos o tres cosas

en común que nos acercan

a partir de ellas haré un tótem

y permitiré que se nos desplome encima

no eres más cierto porque pueda

escribirte un poema

mira qué trágico y frívolo

habernos hecho la paja una noche

porque no había nada vivo esperándonos (p. 51)

El vocabulario psicológico nos acecha: repárese en el “tótem”; y, ya antes, no faltará la insinuación del tabú, en una carta dirigida a un “Querido Carl Gustav” donde se declara que “Mi primer coqueteo con el parricidio aconteció una tarde calurosa” (p. 12) ―como se sabe, el Freud de Totem und Tabu había sido estimulado por Jung―. Sospecho que no debería concebirse la subjetividad desintegrada, contradictoria, de este libro sin una impetuosa libido que rebasa la estrechez de la denotación. El “pene”, en más de una oportunidad mencionado, indica una presencia de la ausencia que resalta otro aspecto de lo liminar: “Y yo dije, en mitad del cuarto y con mis manos al cielo, que yo también soñaba con el pene de cierto hombre. Eso no es amor, ya sé, pero por algún lugar se empieza a prometer” (p. 46); “Tiburones villanos, violadores muertos o penes en mi boca, todo eso se conecta por la gracia de un diálogo entre los fragmentos de mí misma” (p. 52). Precisamente la entrevisión de ese objeto ausente ―el falo; es casi forzoso ahora recordar a Lacan― resulta indispensable para el acopio de lo disperso, instrumento que recompone lo escindido, gracias al cual nacen los intercambios simbólicos y una identidad mediada por el lenguaje ―exenta, así pues, de esencias fijas―. Por algo, el desenlace de la saga de la individuación que subrepticiamente se relata en Cosmonauta nos depara, primero, el desvanecimiento de las fronteras fenomenológicas de la escritura, aquel que instaura la autonomía del personaje lírico con respecto al autor: “Me gustaría visitar a la Enza de veinte años que vivía en Los Chaguaramos para dejarle una manzana sobre las fotocopias de Hegel” (p. 58), y, tras ese corrosivo Génesis con fruta del árbol de la ciencia, un auténtico Apocalipsis que se lleva consigo el universo y el libro:

el fin del mundo me encuentra

preguntándole a mamá el orden

de los ingredientes para un arroz con pollo

 

pide fotos de cuando lo tenga listo

pide no la deje morir

y no se te olvide que le debo unos reales

a Hernán de la bodega que acepta Zelle

 

el fin del mundo era esto

un cohete que no tenía cielo (p. 61)

Nave espacial sin destino: el viaje como objetivo. O, mejor dicho, la imaginación del viaje, esa visión inicial del libro que afecta no solamente a la voz lírica sino a su receptor implícito: “vamos a inventar algo que flote. / Por ejemplo: ¿Tú existes?” (p. 22).

Los desplazamientos entre categorías, la movilidad enunciante, también se constatan en el enunciado. Ello se manifiesta de inmediato en los choques tonales, capaces de congregar, como en un abigarrado collage, la inocencia, la sofisticación y la sordidez:

una niña jugaba al caballito

a que un tigre la secuestraba

y le abría los ojos

a que Blake era un pran y la calle

un amistoso desconcierto ensangrentado (p. 19)

Por otra parte, las citas extensas, las alusiones directas o veladas que se suman a un cultivo de lo breve y fraccionado difuminan el discurso rindiéndolo a la alteridad. Una alteridad que adicionalmente suscita proteísmo genérico: la lírica absorbe abundantes elementos del diario íntimo, el microcuento, el apotegma y variadas especies de prosa sapiencial.

En lo que atañe a los componentes narrativos ―apoyados por reapariciones de semipersonajes, algunos históricos, culturales, propios de la fábula o el gótico, presentes en los libros de cuentos de García Arreaza: el hombre polilla, Brodsky, zorros, los gatos Orhan y Lolita―, habría que señalar asimismo el contrapunto de dos historias principales que, a veces, se confunden: una íntima o familiar y una colectiva o nacional. La primera ya la hemos apreciado en acción en diversos pasajes citados, con modulaciones a lo mítico ―el ciclo tebano o el amplio arco de la cronología sagrada―. En la segunda, vislumbraremos la saga del deterioro ineludible en la literatura venezolana de entre milenios que no hace concesiones al escapismo, aquella que se escribe con desesperada abyección, “viendo al país, como siempre, estallar en pedazos” y cuyas voces “dice[n] prisión portátil, manicomio portátil, puta portátil, ponzoña, feto, fermento, siempre portátiles. Pero nunca un país” (p. 29).

Esos “pedazos” hallan su reflejo en las conductas expresivas del libro. Un instante singularmente provocador nos ofrece los materiales necesarios para politizar sin rodeos nuestra lectura:

Hasta los años 50 en la Unión Soviética se estuvo utilizando por igual tanto el término cosmonauta como astronauta, pero el distanciamiento con los EE. UU. y el período de la Guerra Fría ayudaron a que se arrinconase la segunda palabra, oficializando cosmonauta por considerarla más natural y rusa*

 

no country

has mastered

the art of destroying

its subjects’ souls

as well as Russia** (p. 42)

El primer asterisco nos remite a una fuente de Internet y los últimos aclaran que Joseph Brodsky es el autor de los versos. Tengo para mí, no obstante, que caer en la celada alegórica de esa conjunción ―Venezuela, víctima de un régimen deshumanizador equiparable al soviético o el zarismo que lo precedió― sería indigno de un lector de Enza García Arreaza, cuyo personaje “diarístico” páginas antes nos había advertido:

Ser escritor tiene algo de sálvate como puedas y de montaje pretencioso. A mí me encanta, especialmente si me invitan a otro país y termino como el centro de atención, porque vengo de esta filial del averno y todo lo que digo se interpreta alegóricamente o con lástima (p. 21).

En conclusión, optar por la alegoría implicaría reducciones doctrinales inaceptables para quien se afilia a una estética de los umbrales. Si de alguna manera deseamos contrarrestar los efectos de los discursos únicos y totalitarios, la indeterminación parece mucho más efectiva que la apuesta por un dogma inverso. Y creo que artísticamente lo es, pues anuncia un paisaje donde el significante aún flota ―o navega― con libertad inventiva.


Notas

1. Susan Broadhurst, Liminal Acts, London: Cassell, 1999, p. 168.

2. Irina O. Rajewsky, Intermedialität, Tübingen/Basel: Francke, 2002.


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