ÓLEO, ESTEBAN CHARTRAND, MUSEO NACIONAL DE BELLAS ARTES DE CUBA

Por LUCIANA KUBE TAMAYO

Además de quedar plasmado en la poesía y en la prosa, los sonidos y la música se advierten en los relatos de viajeros, cronistas, embajadores y otras personas que en su tránsito, tuvieron a bien dejar sus testimonios en cartas, libros y otras publicaciones, hechas por placer o por obligación, pero que en definitiva transmiten un deseo de plasmar la realidad que les rodea. La crónica de viajes se da en diferentes modalidades, pero las que más me interesan aquí son las relacionadas con “la peregrinación alegórica” (Regazzoni 50) y con la dimensión estética y literaria del texto.

No obstante, mi selección de estos textos no obedece tanto a la identidad cubana, sino a la bucólica y en lo relativo a la relación del ser humano con un espacio y un tiempo específico y cómo el hecho de la improvisación también media en los eventos que se describen. La interdisciplinariedad de los géneros artísticos ahora cobra un nuevo sentido al examinar algunas facetas de los recorridos que marcaron la vida de estos intelectuales y artistas en tránsito.

Estos textos tienen que ver con la imagen “edénica de fantasía y escapismo” que según Jordana Pomeroy han proyectado por siglos sobre Cuba los observadores europeos y norteamericanos (Galpin 10). A esto se suma la experiencia estética y literaria de quienes la vivieron desde dentro y desde fuera en diferentes momentos de su vida, como la condesa de Merlin, Mercedes Santa Cruz y Montalvo (1789-1952) y Gertrudis Gómez de Avellaneda en sus respectivos retornos a la tierra natal.

Actitud romántica frente a la naturaleza tropical

Ya en el siglo XVIII la búsqueda por una civilización mejor que la que teníamos y el deseo de un rejuvenecimiento social llevó a menudo a los viajeros a buscar todo ello en islas tropicales (Coates 129). La reevaluación romántica de la naturaleza se representa en la glorificación de las montañas tanto en la literatura como en las expresiones de la cultura popular, y eso es algo que se ve en la actitud frente a las sierras y montes de Cuba. En la pintura también se observa este fenómeno, que para Jorge Duany incluye en estas “representaciones visuales de lugares cargados de simbolismo, como lo son bosques, ríos y montañas” (Galpin 21).

Si bien pudiera pensarse en los viajeros como simples observadores externos, ajenos, no siempre el viajero es tan ajeno ni tan externo a la realidad a la que se enfrenta. Muchas de estas personas son humanistas, gente con un objetivo específico para narrar la realidad, pero también con una profunda sensibilidad, en la mayor parte de los casos que puede captar dimensiones que la gente que convive con este paisaje tal vez no las contempla o valora. Algunas estancias fueron breves, pero otras duraron años y el deseo de penetrar en estos espacios naturales con un anhelo de búsqueda ocasiona que el paisaje, tanto visual como sonoro, pueda ser aprehendido en su complejidad y redimensionado.

El historiador y explorador antillano Rosemond de Beauvallon (n.1819) dejó muy claro en su relato de viajes publicado en 1844 que para él Cuba era un paraíso. Lo especifica cuando relata su paso por la zona noroeste de las inmediaciones de Santiago de Cuba, concretamente en la hacienda Saint Jules, donde reside el poeta e intelectual Domingo del Monte. La descripción del paisaje denota una íntima compenetración y una visión bucólica del explorador que, durante su excursión a la zona, habla de los campos floridos de café con un aire tan puro que hacen de la Montaña el “Edén oriental de Cuba” (Olivera 255).

Este tipo de gestos corresponden con lo que el geógrafo Yi˗Fu Tuan define como “topofilia” para describir cómo las personas se sienten atraídas hacia ciertas características de la naturaleza (Coates 14). Beauvallon demuestra esa pulsión en su definición edénica de los campos de café. Todas estas experiencias están enlazadas por “el gusto de la maravilla y el misterio” (Buarque, Paraíso 1) que para el historiador brasileño Sérgio Buarque de Holanda es casi inseparable de la literatura de viajes.

Revelación ante el paisaje visual y sonoro

Todo está en su justo lugar, balanceando el entorno natural con el que ha moldeado la mano humana: los cafetales y el pueblo, que define como “pintoresco” dentro del marco majestuoso del paisaje. Es la mirada romántica que se impone, la del ser humano en soledad frente a lo inmenso e inasible. Lo que se describe está dentro de la “estética de lo pintoresco”, que se encuentra en la base misma del movimiento romántico; y es en la belleza de lo pintoresco que estos textos recrean un ambiente por el que se llega a lo sublime (Coates 132), distinción que ya había hecho Kant en 1764.

Este gesto paisajista de Villaverde revela lo que Amy Galpin señala como un “culto patriótico al entorno rural de la isla” con su “frondosa vegetación, abundantes palmeras, chozas humildes y campesinos nobles y pintorescos. El mito edénico de bosques, montañas, ríos y valles indómitos fue uno de los leitmotiv de las artes visuales de finales de la época colonial y principios de la republicana” (30).

Otro inglés, Sir Charles Augustus Murray, novelista y diplomático, viaja a Cuba entre 1834 y 1836. Como en el caso de otros viajeros, se ve nuevamente el contraste al pasar a hablar del campo. Se hospeda en un ingenio y describe sus puertas siempre abiertas, por donde los mastines “vagan libremente” y donde se sientan al pianoforte las señoritas, alrededor de quienes se arremolinan las muchachas negras a escuchar, “mientras dos o tres arruinan con sus chillidos la música” (Murray 234).

En el ingenio esta participación marginal de las jóvenes negras que entran al salón para escuchar las canciones interpretadas desde el pianoforte es muy importante para poder entender esta transición de la música del campo en el contexto de la esclavitud, en la que participan los hombres y mujeres esclavizados. Una escena muy similar a la relatada por Murray era reseñada también por la condesa de Merlin: “Por la mañana, si por casualidad hago algunos acordes en el piano, inmediatamente se ponen en movimiento todas las negras de la casa, y se colocan en los balcones, se asoman á las puertas, se ponen detrás y delante de mí, en todos lados y en todas partes” (25).

La condesa de Merlin, María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo era hija de Teresa Montalvo y O’Farrill y de Joaquín de Santacruz y Cárdenas, conde de Jaruco y de Santa Cruz de Mompox, caballero de la Orden de Calatrava. El conde era militar y expedicionario, un entusiasta absoluto del conocimiento científico y como tal un destacado representante de la Ilustración cubana y de la nobleza criolla. Su hija no podría dejar de heredar estas cualidades, además de una disposición para la música y su talento para la literatura. Entre sus diez publicaciones las que más interesa para esta investigación es Viaje a la Habana, que reúne treinta cartas en francés en donde explica su estancia en su patria. Entre sus descripciones destacan “los tipos locales como el guardiero y el guajiro Pepe María” (Olivera 35).

Mercedes Santacruz, en su “Carta VI”, describe a los guajiros y los distingue por su “carácter excéntrico”: “Su vida material, sencilla y rústica está muy de acuerdo con su vida poética, y esta amalgama es justamente la que da a su acción un carácter romancesco y original” (95). Cuando describe la vida cotidiana del guajiro resume en tres los entornos en los que transcurre su vida: “Pasa las mañanas en los reñideros de gallos y las noches en el baile o cantando a la guitarra enfrente de la estancia de su querida” (98). En la “Carta IV”, la condesa refiere cómo en la cocina de las casas de los guajiros: “Todo guardado por un terrible mastín que gruñe y enseña sus dientes en cuanto vuela ó se cae una hoja” (34). Y con respecto al caballo, también lo distinguen sus sonidos mientras recibe los cuidados de su dueño:

le pasa muchas veces la mano por el cuello, y le regala con un buen terrón de azúcar, mientras que el fiero animal relincha y bate la tierra con sus pies, orgulloso al mirar el sol y al sentir las caricias de su amo; enseguida salta sobre el corcel, le da un silbido, le suelta la brida y lo lanza en los bosques (98).

La carta VI la dedica la condesa exclusivamente a los guajiros y extrae su contenido de la Excursión a Vuelta Abajo de Villaverde, “obra que narra el regreso del autor a la zona tabacalera de Pinar del Río (cit. in Merlin 33). Según Adriana Méndez Ródenas, “el liberal ‘saqueo’ a la obra de Villaverde se debe, en parte, al paralelo entre las dos obras: tanto la Excursión como el Viaje trazan el retorno sentimental al lugar de origen”, pero no es esto (33). A pesar de este hecho, los relatos que añade la condesa que provienen de la tradición oral son para Nuria Girona Fibla “descripciones de figuras y fiestas populares que adquieren un estatuto legendario y emblemático” (Rodríguez 200).

Paisaje e identidad

La condesa de Merlin es a la vez protagonista y testigo de una historia de retorno a la patria que genera en ella un sentido de pertenencia en el que prima la identificación con el natural y hay una fusión entre el sujeto y el paisaje, y eso queda claro en este fragmento:

Me parecía que  todo  lo  que  veía  era  mío,  que  todas  las  personas  que  encontraba eran amigos; hubiera abrazado a las mujeres; les hubiera dado la mano a los hombres; todo me gustaba: las frutas, los negros que las llevaban de venta, las negras que se pavoneaban balanceando sus caderas en medio de la calle con sus pañuelos en la cabeza, con sus brazaletes y su cigarro en la boca; me gustaban hasta las plantas parásitas que crecen entre las guirnaldas del aguinaldo y de la manzanilla que penden de las paredes; el canto de los pájaros, el aire, la luz, el ruido, todo me embriagaba; estaba loca, y era feliz. (12)

En torno al texto anterior, en el que desborda el sentimiento de pertenencia y apego a la tierra, Adriana Méndez Rodenas en la edición que hace del mismo texto anota cómo la condesa enumera frutas y plantas como parte de una técnica “utilizada desde la poesía de la colonia” para identificar los elementos fundacionales “del discurso nacional” (Merlin, Habana 12). Esta mitificación es para Nuria Girona Fabla una forma de idealización del mundo natural que “suple las carencias del pasado, así como la exotización de costumbres y tipos neutraliza conflictos y asegura una originalidad distintiva (Rodríguez 200). De esta forma, volvemos al mito gracias a la perenne por lo virgen del paisaje, ya que sigue estando América, como asegura Lezama Lima, “muy lejos de agotar su caudal de mitologías” (Carpentier, Ensayos 79).

Este caudal mitológico se ve claramente en la “Carta III”, fechada el 11 de junio en la que señala: “La vida doméstica de la Habana parece renovar los encantos de la Edad de Oro” (76). Al igual que en los versos de los poetas cubanos de su época, hay en esta prosa una conjunción entre los elementos visuales y los sonoros, en una clara écfrasis:

El sol se ocultaba envuelto en hermosos cendales de oro; la palmera, la magoa, la jagua y los graciosos matorrales de rosa altea, agitados por la brisa de la tarde, se balanceaban dulcemente; las aves, que habían estado silenciosas durante el calor del día, cantaban alegremente rebuscando su nido, meciéndose sobre la débil y perfumada rama que debía servirles de asilo y protegerlas contra el rocío de la noche. (83)

En esta descripción veo la compenetración de la condesa con su entorno, gracias a la que “expresa una sensibilidad romántica y es más bien contemplativa con la propensión a confundirse con la naturaleza” (Regazzoni 62). Adriana Méndez Rodenas es de la opinión de que “desde la poesía colonial, el tema de la fertilidad de la tierra engendra el mito de la isla como paraíso, por eso describe así la calidad del suelo en el campo cubano: “La tierra no necesita aquí de un cultivo esmerado, ni de abono. Para producir muchas cosechas al año bastan algunos días de arado, y esparcir sobre ella unos cuantos puñados de grano” (Merlin 35).

El paisaje y lo pastoril: criollización frente al paisaje

El que trabaja la tierra, el guajiro, tiene, a mi entender, un poco del caballero, del juglar y del pastor. Eso es lo que considero que aparece en la descripción que hace la condesa de Merlin, tomando el texto de Villaverde, en torno a la vida cotidiana del guajiro:

Confiado en la prodigalidad de una naturaleza espléndida, y seguro de hallar en todas partes mieses y frutas en gran abundancia, la pereza, la voluptuosidad y el amor de la independencia se apoderan de su alma, y ponen un sello en todas las acciones de su vida; gusta mucho de lujo en su persona; pasa las mañanas en los reñideros de gallos, y las noches en el baile, ó cantando á la guitarra enfrente de la estancia de su querida; es poeta y valiente a la vez, y si alguna vez acontece que estando él cantando ó echando requiebros aparece por allí su rival, se bate con él, y le dá ó recibe un machetazo en honor de la que ama” (36).

Cuando narra la relación del montero con el caballo al amanecer y antes de salir a la faena, la condesa añade: “Le pasa muchas veces la mano por el cuello, y le regala con un buen terrón de azúcar, mientras que el fiero animal relincha y bate la tierra con sus pies, orgulloso de mirar el sol y al sentir las caricias de su amo; en seguida salta sobre el corcel, le un silbido, le suelta la brida, y lo lanza en los bosques” (36). Así, el relincho y el silbido son los sonidos que conectan al hombre y al animal en un conjunto indisoluble.

La condesa habla del guajiro José María, en su relato extraído del cuadro de costumbres Amoríos y contratiempos de un guajiro, de Cirilo Villaverde, que apareció en La Cartera Cubana (1839) y que constituyó, según Adriana Méndez Rodenas, el borrador de lo que luego sería la novela El guajiro (1842). Así lo define: “Su memoria es tan prodigiosa que, además de los versos que él mismo compone, sabe tantas coplas y tantas décimas, que si se pusiese á entonarlas una tras otra, se estaría cantando cien años seguidos” (38). Impaciente, frente a la casa de Marianita se da cuenta de que los gallos “han cantado ya dos veces” pero no “nadie parece todavía en el campo!” (39). Esta tensión se ve subrayada por el elemento que rompe la calma: “El paso del caballo resonaba a lo lejos en medio del silencio letárgico de los campos” (40).

Una viajera poseída por el paisaje

La escritora sueca Fredrika Bremer (1801˗1865), activista por los derechos de la mujer, en 1851 llega a Cuba. En esta misma línea, los elementos poéticos en la prosa de Bremer están impulsados por la fuerza del paisaje. Ya en el terreno de las tradiciones, la escritora visita Matanzas y la compara con La Habana, encontrándola más alegre, por lo que escucha: “Hacia la calle, corre un balcón por el que yo paseo en las noches aspirando el aire, mientras que mi joven anfitriona, en el salón, toca contradanzas cubanas con magnífico y vivo ritmo.  Y estos bailes se oyen resonar por todas partes, desde las casas de la ciudad”.  También la escritora menciona que escucha en esa ciudad las seguidillas, las jotas aragonesas y el zapateo (46).

El 6 de abril en Matanzas, Bremer asegura que “en ninguna parte se escucha tanta música” como en Matanzas:

Durante todo el día se oyen las contradanzas cubanas, tocadas en cuatro o  cinco pianos de las cercanías; durante las veladas se presentan los caballeros jóvenes en la explanada que está enfrente de la nuestra, y cantan canciones españolas acompañándose con la guitarra; un arpista muy hábil va de puerta en puerta tocando sus cuerdas, con el instrumento a la espalda, y tocando en los portales la jota aragonesa, ese baile tan lleno de vida chispeante, que me anima y danza dentro de mí cuando lo oigo, o la cachucha, tan llena de encanto; entre unas y otras se oye la música militar de la plaza de Armas, mientras el beau monde de Matanzas se pasea en tomo a ella bajo la luz de la Luna, por entre los álamos; las damas, sin sombreros, con flores  u  otros  adornos,  velos  ligeros  y  trajes  blancos. (96)

Además, Bremer se fija cómo se usa el toque de la caracola, con un “sonido penetrante y largo, pero hasta cierto punto melodioso, que se oía desde muy lejos.  Era la señal para que los hombres, que estaban en el valle, se reuniesen a almorzar” (48). También oyó este sonido en el cafetal La Concordia, a las once de la mañana, todos los días, “cuando soplan en una caracola un sonido insistente y melódico, para hacer que las negras que tienen niños de pecho dejen el trabajo y vengan a amamantarlos después de haber reposado un poco (126)

Bremer visita el Ingenio Ariadna, el 7 de marzo de ese mismo año y su capacidad de percibir los detalles de su entorno tienen mucho que ver con el panorama acústico:

Muy próximo a mi ventana —la casa de los señores de la plantación es un edificio de un solo piso—, tengo que ver todo el día a un grupo de negras moverse bajo el látigo, cuyo chasquido, al resonar sobre sus cabezas (aunque en el aire), las mantiene trabajando constantemente, junto con los gritos impacientes y repetidos del capataz (un negro); «¡Arrea! ¡Arrea!» (date prisa, anda). Por las noches —toda la noche—, oigo sus fatigados pasos, cuando extienden a secar las cañas de azúcar machacadas que saca del trapiche (55).

Además, la novelista advierte los cantos de trabajo del trapiche: “Cada pareja de bueyes tiene un boyero; de allí proceden los gritos y los cantos que se oyen por la noche. Un negro lanza un grito con una palabra cualquiera y los otros responden a coro, repitiendo con alguna variante la voz dada” (65). Ese canto coral, con improvisaciones se encuentra en otros tantos cantos, rituales, de diversos grupos africanos.

Bremer presencia en Matanzas el Domingo de Resurrección y con su descripción llegan los sonidos que poblaron los villancicos de la época, ya analizados aquí, pero como parte del entorno urbano:

Hoy por la mañana, en gran procesión, la imagen de Cristo resucitado fue llevada desde la catedral a la iglesia de Santa Catalina. Desde Santa Catalina salió a su vez otra procesión, que llevaba a María Magdalena sumida en llanto al encuentro de Cristo. Cuando las procesiones se encontraron y se pudo suponer que María Magdalena había visto a Cristo, se hizo un disparo e inmediatamente todas las campanas empezaron a tocar, las banderas a ondear en el puerto, y en las torres de las iglesias empezaron a sonar los clarines (106).

En contraste con aquel evento religioso, en el cafetal La Concordia, el 27 de abril Bremer escucha una interpretación de una seguidilla de la mano de un joven llamado Alfredo Sauval, pero no es una seguidilla española como las que estaba acostumbrada a oír, sino una criolla: “Estas seguidillas españolas, verdaderas canciones populares, tienen también el espíritu extraño del pueblo, que respira una indescriptible frescura y naturalidad.  Se oye en sus notas la inspiración de una vida juvenil y auténtica (123). La autenticidad es doble: la del intérprete por su modo único de decir y por contar con una identidad.

Durante su visita al ingenio Santa Amelia, en marzo de 1851, Fredrika Bremer vuelve a maravillarse ante las palmas: “Con la cabeza al aire viajábamos en la volanta descubierta bajo la bóveda celeste, llena de luz, a través de los palmares. El aire era delicioso y suave, como la más pura bondad humana” (87) y unos días después ya puede concluir lo siguiente, ya habiendo madurado sus percepciones: “¡Las palmeras! No me canso nunca de contemplar sus copas agitadas por el viento, y la ondulación suave y majestuosa de sus ramas. Están llenas de poesía y de belleza simbólica; dicen tantas cosas de la unión entre la nobleza del pensamiento y la acción, y la hermosura de la expresión” (92).

Imaginario criollo para la posteridad

Es evidente que tanto los viajeros con su mirada, como los pintores con la suya y los escritores como Villaverde, sucumbieron ante el paisaje cubano y eso marcó su experiencia vital. Al verse arropados, visual y acústicamente de forma envolvente, no había otro camino que una entrega total al hecho descomunal de la naturaleza tropical. Además de las imágenes a las que se enfrentaron, los sonidos complementaron el locus amenus de su experiencia bucólica en el entendimiento de una nueva identidad, fuera la propia o la ajena que se estaba gestando, pero que era imposible de ignorar. Esa experiencia, inmersa en un Romanticismo tardío que no abandona la isla, vive aún en el imaginario criollo cubano, y se replica por toda la Cuenca del Caribe.


*Textos citados

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Murray, Charles A. Travels in North America during the years 1834, 1835, & 1836 including a summer residence with the Pawnee tribe of Indians, in the remote prairies of the Missouri, and a visit to Cuba and the Azore Islands. R. Bentley, London, 1839.

Regazzoni, Susanna. Entre dos mundos: la condesa de Merlín o la retórica de la mediación. Beatriz Viterbo Editora, 2013.


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