Anotaciones visuales 6 | José Vivenes

Por ALBERTO HERNÁNDEZ

Dedico estas líneas a mis amigos lingüistas, buzos del idioma

1.

Las palabras enviudan, casi todas. Las palabras se hacen las mudas, a veces. Las palabras mueren, muchas, muchísimas. Las palabras agonizan, también. Y hay otras que regresan de la muerte, revestidas con una fuerza hasta criminal. Inusitadamente criminal. Hay palabras que matan luego de emerger del sepulcro.

Sin el recurrente ánimo de querer contradecir a nadie, me envuelvo en todas las voces, las que perdieron a sus parejas, luego de un feliz o malogrado matrimonio; las que olvidaron su voz, las que fenecen definitivamente, las que se ahogan antes de irse de este mundo o aquellas porfiadas que retornan a fastidiar o a aliviar el presente. Y no es precisamente esa la intención, la de “foder”, toda vez que ya el viejo Ángel Rosenblat fue enfático en su libro Fetichismo de la Letra, publicado por la UCV/ Facultad de Humanidades y Educación, en Caracas, 1963, donde el maestro taladra críticamente a quienes tienen en la coma (,) un pegote que le añade a sus gustos hasta vibraciones metafísicas, pero también contra los malos editores. Pero este no es el caso, quería sólo recordar que ya Rosenblat se había paseado por algo parecido, que no tiene nada que ver con esto, pero sí. Y lo cito, con toda convicción, para no olvidarlo.

Pues bien, ya tenemos en cuenta que las palabras son vulnerables, aunque existen algunas que ya se habían marchado y regresan porque también vuelven oxidados procesos políticos, sociales, agrarios y económicos, que un poco más adelante someteremos al juicio del lector.

El luto de ciertas palabras se mantiene de por vida. Perder un sustantivo, un adjetivo, un acento o algún otro vocablo es como perder el sabor de los alimentos. Es como desconocer el olor de la guayaba o de la fresa, pese a la costumbre de acostumbrarnos a su ausencia o a sus cambios de postura o de humor. Pero igual sufren las palabras mudas, que son aquellas que perdieron su esqueleto sónico y pasaron a ser meros recuerdos. Nadie se atreve a pronunciarlas. Y las que mueren, ya sabemos, están en el osario de algunos libros antiguos, que cuando los leemos le damos cierta respiración artificial. Pero siguen muertas: cadáveres, huesos fríos, cartílagos secos, silenciosos, como las mudas, pero con la diferencia de que las mudas a veces son recordadas, pero no “sonadas”. Las que están al borde de la tumba estiran la pata ortográfica y sus brazos. Queda su historia en los libros de hojas amarillentas. Admitamos: se niegan a marcharse. Siempre están muriendo, pero no se van del todo. De manera que estamos frente a un enjambre de posibilidades que nos permite jugar y hasta elucubrar, llegar a la revisión del diccionario personal donde ellas aún caben, como una fórmula para no dejar calvo el idioma.

Me imagino que los lingüistas o estudiosos de la lengua corregirán algunas mañas de quien esto escribe, pero es que no me aguanto y quiero salir un poco de la “depre” y “margullirme” en este intento que podría servir para elaborar una tesis de grado, si es que ya no la han escrito. Otros tendrán la buena voluntad de agregar más señas o ejemplos a este infrecuente estudio que no quiere tener nada de libresco pero sí, aunque duela. Qué ñoñería la de este señor.

2.

Como toda ociosidad trae consecuencias, me dediqué mientras veía una serie policial en la TV a conformar un diccionario (o palabrerío sin el debido registro léxicológico o lexicográfico), incompleto a todas luces, de palabras con estas características. Personajes al fin, las palabras deciden. También desdicen. Ellas son seres vivos, vibrantes, malhumoradas muchas veces, otras simpáticas y hasta vulgares, pero en fin, palabras, sujetos que nos agavillan, nos agravian, nos vigilan o hacen felices: nos llevan al sacrosanto lugar de la memoria. Y eso me ha pasado: recuerdo, me recojo en la infancia, en las voces de los más viejos, en las tentaciones de revolver el tono silábico de mis abuelos, de aquellos que destorcieron sonidos en la calle, en los diferentes espacios de la casa: en la cocina, en el patio, en el corral, en la escuela, en todas partes. Y gracias a esa memoria, eidética no es, fotográfica un poco porque las palabras tienen cuerpo y alma (ésta, el alma, también sale en los retratos), he podido agarrarme (asirme) de ella para darle impulso a esta necesidad o porfía de escribir, digo, de fastidiar a los lectores y a quienes no siendo lectores puedan esbozar una sonrisa con el título. Pero nada, por ahí va la cosa, sin amarguras, sin dislates (que son muchos), con el deseo de sorber mi café y trazar esta crónica. Voy entonces.

3.

En el cosmos de la memoria o desmemoria colectiva ambulan los sonidos de todos los días que son y de los que aún no son o podrían ser. Así, en amago de no querer revirar la “parihuela”, asomo estas palabras que sudan el contenido arriba señalado, ya he dicho que las palabras son seres vivos: nacen, se desarrollan, les viene la “regla”, gozan de orgasmos y lloran la menarquia y la menopausia (que le pregunten a Misael Salazar Léidenz*) y mueren.

El diccionario de la memoria me permite acercarme a “aspavientoso”, “atarantado”, “atenido”, “alpargata” (que aunque en algunas partes del país se oye, ya los precios borran su presencia), “aya”, “desalambrar” (vuelve en las mismas canciones de protesta de los años muertos), “atarrillar”, “atolondrado” (como “atarantado”), “aeda” (considerada pavosa como otros sonidos sinónimos en el que caben “lirida” y “vate”).

“Butaca”, “bojote”, “cayapa” o “callapa” (resucitada por los demagogos de hoy, sin saber que es voz guaraní (callampa), pero que usan como prestigio agrario); “brother” (que nos pregunten a los que venimos de los años 70), “brollo”, “bobolongo”, “barragana” (estuvo muerta un tiempo. Un fallecido dirigente adeco, Luis Piñerúa,  la resucitó, pero creo que está en agonía permanente, aunque en cualquier momento podría establecer sus manes en esta potencia nacional), “botija”, “beodo”, “birra” (emparentada con la anterior se la juega, aún suena en algunas bocas), “buche” (en el mismo sentido alcohólico), “buba”.

“Cachete” (moneda de 5 bolívares: vaya, qué lejana felicidad), “curruña” (el actual “pana”), “caribeo”, “caletre” (el imaginario nos permite ubicar a quienes aún son caletreros, repetidores de consignas y demás bolserías), “curucutear”, “caramera”, “capachero”, “cuero” (amante, afiliada a los cuernos), “culiar”, “cachar” (los policías son expertos), “culito” (ya saben, un chance, en el deseo también aparece), “centavo” (cuándo en mis tiempos), “cabuya”, “cañero”, “catalina” o “cuca”, “caltelú” (una de las germanías más feas), “cabestro” (queda en los llanos aún), “carburo” (las lámparas fueron famosas), “cachimbo”, “cagante” (los 70 fueron un prodigio), “camastro”, “cachaza”, “conuco” (resucitada por los genios de la actualidad política), “cagurria”, “colcha”, “cuartilla” (aún suena un poco en algunas bocas del periodismo).

“Chivato” (resucitada: “sapo”), “chácara”, “chifonié”, “chácharos”, “chingo”, “charrasco”, “chubasco”.

“Demasía”, “de cajón”, “depre” (voz “sifrina”), “desgonzado”.

“Escarranchado”, “Entrépito”, “Empatar” (ligar pareja), “escotero”, “escaparate”, “engreído” (suena grave con tilde, esdrújula sin ella), “esbirro” (resucitada en estos años de gloria roja), “entonado”, “embeleco”, “empiernar”, “embrollo”, “esnobol” (raspado de hielo en oriente), “esmangurrillado” (o “desmangurrilado”).

“Fuerte” (moneda de 5 bolívares: “cachete”), “flux” (suena poco), “fu” (gafo), “fiar” (nada, la hiperinflación), “floristero” (salío), “fuca” (abundan y suenan con otras palabras y calibres distintos), “facha”, “fría” (“birra”, pocas e intomables, por lo caras).

“Guachimán”, “galleta” (lío), “golilla”, “guachafita”, “guirisapa”, “guaricho” (en el oriente aún suena), “guaral”, “guatepajarito”, “granizado” (raspado de hielo, como “esnobol”), “guayuco” (resucitada por quien prometió una fábrica de pañales y no pudo), “gaveta” (entrometido), guarandinga.

“Hembrero” (jembrero), “hípico” (en agonía), “hombruno”.

“Julepe”, “juraco” (en Yaracuy y Falcón creo que aún suena), “jeva” o “jeba”, “jumo” (borracho, “entonado”, amanecido).

“Locha”, “leco”, “lelo”, “lacayo” (resucitado por el diccionario jurásico), “L.P.” (long play, disco de acetato), “Lechoso” (sortario), “lora” (llaga), “lirida”, “leguleyo” (entre abogados),

“Musiú”, “manguareo”, “misia”, “mabil”, “mingón”, “muérgano”, “morocota”, “medio” (moneda de 025 cents), “machorra”, “múcura”, “maruto”, “meretriz”, “mampara” (casi agónica), “mantequilla” (qué “manguanga”), “marramucia”, “macana”, “matarife”, “mamerto”.

“Negrear”.

“Ñema”, “ñapa”, “ñoña”, “ñoño”, “ñinga”, “ñángara” (se oye en algunos predios políticos).

“Ojeriza” (le tiene…), “orto” (resucitado por las redes).

“Puya” (moneda de cinco céntimos en tiempos casi remotos), “prosista” (brincona, en el ¿mal? sentido de la palabra), “pava macha, siriaca”, “patiquín”, “papelón” (ridículo), “pulpería”, “pelado” (ebrio), “pesado” (antipático), “picón”, “pire” (puré), “poyo”, “pepito” (bonito, bueno), “putañero” (ya no hay mabiles o burdeles, al menos en medio de esta crisis), “posicle” (helado, se oía en oriente, no sé si sigue viva), “pepúo”, “paltó” (resucitada), “piña” (golpe), “postigo”, “pelafustán”, “percha”, “picó” (pick up, equipo de sonido para escuchar L.P.), “pavo” (joven adornado, buenmozo), “pupú”.

“Queso” (por “enquesado”, referido al robo), “quemado” (acabado deportiva o profesionalmente).

“Retaco”, “rochela”, “rubiera”, “real y  medio” (monedas), “ramera”, “rocola”.

“Sifrino”, “sortario”, “safrisca”, “saleroso”, “saltaperico”

“Turulato”, “toñeco”, “taburete”, “tuyuyo”, “trueque (resucitada), “trácala/ tracalero”, “tarugo”, “tipear”, “trajín”, “tálamo”, “triquitraqui”, “teleférico” (casi no sube ni baja).

“Uña en el rabo”, “ultrosos” (los que están en el poder).

“Vitoco”, “voltario”, “venado” (vivo), “verano” (abstinencia sexual), “vate”.

“Waterclose”.

“Zoquete”, “zurra” (heces, también pela o paliza: castigo con zapato, correa, mecate. El papá, la mamá o alguna persona asume la honrosa habilidad de zurrar a sus hijos, vaya), “zanahoria” (abstemio, pendejo).

4.

Esto que escribo en este segmento debió haber aparecido al comienzo, pero no importa, estamos entre palabras viudas, muertas, casi muertas, agónicas y resucitadas. El orden ya no importa. De manera que, digo, en estos días de ociosa impertinencia, mientras nos deshojamos como árboles en un desierto, mientras nos desencajamos y vemos la costra de este país, o miramos las calles de los vecinos arder, se me ocurrió desbrozar o desembozar estas voces que quien ya ha leído podrá evaluar y hasta agregar otras de su viejo consumo o recuerdo.

Y para repetir en otras palabras lo de arriba: hay palabras que enviudan, quedan solas, sin compañía de otra u otras que la soporten, que le brinden contenido: alegría o tristeza, amargura o dulzura. Las muertas se pierden en algún lugar del cosmos de la memoria colectiva, como creo ya haber dicho. Y mientras hay unas a punto de irse al demonio, de perder el equilibrio vital, el mundo gira al revés, se disloca y aparecen otras palabras, como seguirán apareciendo en el mundo todo.

A diario resucitamos, como algunas palabras que reaparecen llenas de polvo, amaestradas por el tiempo que ha colmado su silencio.

Y mientras nacemos, formamos parte de un diccionario que nos nombra y nos define. Dice qué somos y hacia dónde vamos.


(*) Salazar Léidenz era uno de esos talentos de la ociosidad. Dejó varios libros que andan por ahí cabalgando anaqueles y olvidos. Entre ellos están El libro de las groserías (Tercera Edición de Vadell hermanos, Caracas, 2001); Geografía erótica de Venezuela (El libro de la innombrada) (Interarte, Caracas, 1985) y Diccionario erótico de Venezuela (Vadell hermanos, Caracas, 2001).


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