Anotaciones visuales 11 | José Vivenes

Reconfortativo

Mi abuela y mi hija no se conocieron, pero yo imagino que conversan… allá en Skuke, antes y ahora.

Mija, hágame el bien y va hasta el cuarto, en la faltriquera del vestido que está sobre el camastro, saque de ahí la chacharita y agarre unos cobritos.  No, mejor llévesela que no sabemos cuánto va a gastar. Va al negocio de la esquina y ahí me compra dos acemas grandes y una panela, que tengo antojos de hacer una caspiroleta para esta noche, y la acompañamos con las acemas y queso,  a ver si le sirve a su papa de reconfortativo, que lo vengo viendo como majincho, así como revigido, como jipato el pobre, no sé si será porque últimamente le ha dado por andar todo jilacho. Venga acá –y le dice en voz baja- dígale a su papá que tiene que refosilarse con su mama, porque si no es capaz que ella se busca otro.

¡Ah!… aproveche y me trae la camándula.

Mi hija me mira extrañada y risueña, y yo le digo: busca el monedero en el bolsillo del vestido que está sobre la cama. La abuela quiere hacer esta noche la bebida con leche, ron y canela que tanto nos gusta, dice ella que para que yo coja  fuerzas, porque me veo pálido, avejentado, flaco y descuidado, por eso tengo que arreglarme la pinta y ponerme cariñoso con tu mamá porque si no es capaz que… Mejor ve y haz lo que te dice… ah, y tráele el rosario que quiere rezarle a sus ánimas.

Pancho Crespo Quintero


Sádico

Persona “que experimenta excitación y satisfacción sexual al infligir sufrimiento físico o psíquico a otra persona”. Dice el Diccionario que abre Google al escribir esta palabra.

Mientras crecía pronto entendí, que un sádico era una persona de cuidado. Esa sola y única calificación era suficiente para que echaras a correr ante cualquier sospechoso, por muy equivocada que fuera tu percepción. También esa singular denominación bastaba para convertir a una persona en un monstruo. No cabía lugar a duda.

En los tiempos que corren, me pierdo entre abuso o agresión sexual, violencia de género, violencia machista, acoso, abuso de poder, maltrato doméstico, pederasta,  verdugo.

Maite Espinasa


Sambumbia

Sambumbia es una palabra sonora, sabrosa, percutiva. Suena como repique de tambora. Siempre la escuché como referencia de desorden, de mezclote. De cosas que, no debiendo estar juntas, están, sin embargo, revueltas.

Sambumbia es una de esas palabras de las madres viejas, de las madres iletradas, pero amorosas, divertidas e intuitivas, que no tienen por qué conocer la relación que existe entre significado y significante.

Cuando una madre no sabe que, según los cubanos, sambumbia es una bebida hecha con miel, agua y ají. Cuando no sabe que, según los colombianos, es algo desmoronado en pedacitos muy pequeños, esa madre termina resolviendo en sentido figurado y honrando la sonoridad del vocablo. Así, una sambumbia termina siendo una mezcla desordenada de cualquier cosa y preferentemente de comida.

De hecho, para Humberto J. Ramos, la sambumbia es una comida mal cocida o hecha con productos que no corresponden a su elaboración.

No sé si, en efecto, esta palabra cayó en desuso ni si fui yo quien dejó de escucharla y de usarla. La última vez que la oí -hacé más de 12 años- fue en boca de mi sobrino Gerson que, para entonces, tendría 4 o 5 añitos. Estaba comiendo su desayuno y, en un momento dado, mezcló con el tenedor todo lo que había en su plato. Lo miré. Él me mi miró, y -como respondiendo a una pregunta no formulada- me dijo: «Sí, tía. Estoy haciendo una sambumbia».

Eritza Liendo


Siquisique

El equipo médico lo encabeza mi mamá, la Dra. Aida Pérez de Saturno. Vamos a pasar varios días aquí. Es 1997 y tengo diez años. Me dejaron traer la bicicleta y voy por el pueblo levantando el polvo. A mi paso, me regalan cajas y cajas de uvas. Mi mamá abre todos esos cuerpos y extrae sus enfermedades. A veces le dice a la enfermera que me deje pasar al quirófano y me visten con guantes, gorro, bata. Con el dedo ensangrentado apunta al niño abierto y me enseña algo. Al llegar al hostal, nos bañamos en esa ducha que está en el medio del cuarto. No hay cortinas. Es un chorro frío que nos lava. Después de estar limpios, nos reunimos con los demás y engullimos chivo. Vuelvo a la casa y persiste en mí para siempre: Siquisique.

Isidoro Saturno


Solariega (la casa solariega)

La casa de mis abuelos Maneiro-Bosquet quedaba en la parroquia San José. Era la #88 de San Ramón a San Enrique. La conozco por fotos y por los cuentos de mi papá. “Jugábamos a escondido y gárgaro. Una vez me escondí junto a mi prima Eunice detrás de una vitrina del comedor donde estaban los regalos de matrimonio de mamá. Quisimos salir, nos empujamos, y tumbamos la vitrina… y se rompió todo. Mi primo Bernardo y yo nos escondimos en el techo de tejas de la casa para que mamá no nos encontrara”. Oswaldo, mi padre, recuerda el que fue su primer hogar como una casa “solariega”, donde los cuartos ocupaban un lado de la casa, el comedor el ala contraria, con un zaguán por entrada, un patio, y un corral para las gallinas y animales domésticos, además de un huerto familiar. Era la casa de los brazos abiertos para las generaciones familiares donde nacían los hijos, crecían, se enamoraban, se casaban, y a veces, regresaban divorciados y con su prole a cuestas. Era la casa de la sólida cumbrera que fue la madre, y del padre, el solar. La casa donde no hubo tiempo para velar a los muertos porque desapareció con la modernidad, cuando el concreto llegó para cubrir los techos rojos de Caracas.

Sara Maneiro


Tequichazo

«Te voy a dar tu tequichazo» Siempre he pensado que era una invención de mi abuela. La alternativa a tatequieto en la versión de Ligia Rausseo, creada desde los mismos bolsillos de dónde aparecía el hilo y la aguja. Algún sinónimo para dejar claro quién era la autoridad, mantener los  límites de los nietos de un modo decente, sin ensombrecer su imagen de dama con una palabra mal sonante por culpa de una imprudencia infantil.

Buscando en el diccionario he descubierto que no era un término inventado. He comprendido que la frase debía estar acompañada del gesto intimidador de la mano y así evitar la confusión. La abuela no estaba ofreciéndote un trago.

La palabra tenía que ser pronunciada con firmeza, y con la natural ausencia del sonido fricativo interdental sordo –zeta– del que no fui consciente sino después de años, al evocar el recuerdo escondido lejos del calor del seseo.

El ofrecimiento de un tequichazo fue un privilegio, una advertencia de la que no disfrutaron nuestros padres. El aviso a los nietos a los que siempre se alerta, porque en el fondo era un tatequieto que no se quería dar.

Karen Lentini


Vinilos

En Alta fidelidad, novela del escritor inglés Nick Hornby, Rob Fleming, el neurótico protagonista, coleccionista de vinilos y relaciones amorosas fallidas, postula que todo coleccionista serio está calificado para cifrar su autobiografía a través del orden que les ha dado a sus vinilos, sin importar el sistema clasificatorio. De igual modo, Archy Stallings, personaje de Telegraph Avenue de Michael Chabon, hace un inventario en su discotienda y comprueba con su particular método el buen estado de unos vinilos: “Tomas un disco y extraes la funda de papel de la carátula. Introduces con cuidado los dedos en la funda. Sacas el vinilo con las yemas de los dedos sin tocar nada más que la etiqueta. Inclinas el disco bajo la luz matinal que se cuela por el cristal del ventanal. Esa luz reveladora y dispuesta a contarte la verdad sobre el estado de un disco”.

Los vinilos delatan la personalidad del coleccionista, sellan su identidad y los hacen únicos ante el mundo. Paradójicamente, ningún genuino amante de los discos se atrevería a tocarlos directamente con sus dedos. Dejar huellas dactilares sobre ellos califica como acto de profanación: las líneas que definen nuestro adn sobre los surcos que codifican analógicamente nuestra alma.

Mario Morenza


Zoquete

Me parece estar viendo a mi abuela Rita cada vez que yo hacía alguna pendejada: “¡seréis zoquete!”, y se reía con aquel gusto. Yo crecí pensando que “zoquete” era una palabra del uso más corriente, aunque la hubiera escuchado de una sola persona. Después vino la fiebre de los diccionarios y las enciclopedias, el gusto por las etimologías, esa enfermedad a la que invariablemente se expone todo el que se deja llevar por el extraño vicio de la filología. Me enteré de que “zoquete” era un pedazo de madera o pan sobrante, y que el sabio Corominas remonta la palabra, “probablemente”, al árabe suqât, “desecho, objeto sin valor”. Pero también “zoquete” es una “persona fea”, “tarda en comprender”, de donde su uso equivaliendo a “tonto”, “torpe”. Hoy sé, más allá de los significados y las etimologías, que a las palabras les gusta cumplir otras tareas, a las que se dedican cuando menos imaginamos, es decir, cuando les viene en gana. Una de ellas es hacer de puentes, caminos o ventanas que nos conducen a ciertos recuerdos y emociones. Cuando cierro los ojos, “zoquete” me lleva inevitablemente a unos ojitos verdes y a una risita socarrona en una mañana maracucha.

Mariano Nava


Zarandajo

En el devenir de mis primeros tiempos en el mundo, hace ya unas cinco décadas, hubo cosas que aprendí producto de la vivencia. Fue el caso —por ejemplo—de mis primeras impresiones del lenguaje. No me resultaría extraño, en un ejercicio de imaginación, verme imitando y repitiendo algún vocablo mientras intuía su significado. Sin embargo, seguramente un poco más avanzado, en ese temprano tránsito mundano, deben haberse presentado léxicos más complejos por estar relacionados con emociones enmarañadas. Y eso más allá de que una de esas palabras —ya olvidada— “proviniese” de  dos expresiones; una de origen latino y otra árabe, como lo eran —en el caso al que me referiré— serondo y zaranda, respectivamente; cuya “confluencia” fonética deviene exuberante y exótica, a pesar de denotar, inicialmente en el contexto agrícola, a los elementos indeseables que quedaban en la criba.

Pero eso era irrelevante a la hora de aprehender ese vocablo por simple imitación. Ahí lo importante era la escena de un señor mayor, detenido en una esquina del tiempo, que con cierta ira y desprecio, se refería a otra persona, de carácter crápula e indeseable y también congelado en la temporalidad, en tanto: ¡ese elemento es un zarandajo!

José Antonio Parra


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