Anotaciones visuales 10 | José Vivenes

Múcura

La imagen de una vasija llena de agua fresca se ha diluido en la memoria; prácticamente su uso se ha perdido en las ciudades. Las leyendas que asociaban, además, la existencia de estos utensilios enterrados —también botijas—, llenos de morocotas, fueron durante mucho tiempo el motivo que animó a buscadores de tesoros rurales que esperaban resolver así sus problemas económicos. En nuestra infancia andina escuchamos muchas veces estas historias que atribuían la riqueza de alguien al hecho de haber encontrado tesoros ocultos en una múcura. La palabra, sonora y contundente, de origen cumanagoto, es usada en Colombia, Cuba y Venezuela, según el diccionario de la Academia. Algo había en la leyenda del tesoro oculto, pues es lo que explica el origen de una pequeña isla en el caribe colombiano que lleva este nombre. Desde allá llegó la canción de Crescencio Salcedo Monroy, en ritmo de porro, que viene a la memoria cada vez que recordamos la palabra. “La múcura está en el suelo, mamá no puedo con ella”. Pero en Cuba, la canción también se hizo muy popular en versión de Benny Moré y Pérez Prado. En el Norte de México, suena en ritmo de cumbia o banda. Ésta todavía se escucha en la radio, pero no creo que allá la múcura se asocie a los buscadores de los tesoros de Pancho Villa, supuestamente enterrados en algún lugar entre Durango y Chihuahua y que también forman parte de la leyenda.

Gregory Zambrano


Mangazo

En el allá de almanaque vencido, los mangos montaban bicicleta.

Eran los mangos criollos: el vecino de enfrente, el del colegio de al lado, el hermano mayor de mi compañera de natación.

Interesada en fruticultura precisaba el nombre específico: Xavi, Goyo, Pedro, , que te lo dice si se lo preguntas tú.

Iba con los puños cerrados, sudor de las palmas de la mano: ¿cómo te llamas?, y el propietario soltaba su peculiar nominalidad con sonrisa y voz de grande.

Así dejaba de ser un mango para coronarse con el aumentativo; de cerca está más bueno, tu hermano es un mangazo, ¿viste que sí me atreví?

Luego estaban los mangos que crecían en los kioskos, los que se movían en las pantallas, los que sonreían en las carátulas de los discos y en los posters de las paredes.

Mangos y mangazos que nos seguían con la mirada interpretando a policías, cantando letras sin doble lectura.

Mango para el deseo, para lo bello, para lo aparentemente al alcance de la mano, para el despertar, para los primeros retos.

Tremor y cosquillas que mecen el aire.

Inocencia que sigue sin extinguirse del todo como la llama enana de la hornilla.

Lena Yau


Marinear

Hace unos años, cuando me dispuse a incursionar en redes sociales con un blog, la palabra  marinear se me impuso para la creación del perfil. La busqué en distintas fuentes documentales, y aparecía solo una acepción. ¿Existía realmente, con el significado que yo le daba? En mi memoria tintineaba el saludo de mi abuelo a mi regreso de las huertas: “¡Marina, ya llegaste! ¡¿Marineaste, Marina?!

Los diccionarios definen marinear como el ejercicio del oficio de marinero y, en algunos casos, se extiende al abordaje de una embarcación. Hoy, navego por la red hacia las profundidades, y doy con breves reseñas donde marinear es reconocido como un término andaluz, para significar que se sube con pies y manos a un árbol o  un palo, para alcanzar la cima. Y eso era lo que yo hacía en una huerta margariteña, marineaba los árboles para conseguir frutas.

Marinear, por lo tanto, evoca habilidad, equilibrio, y sin duda, esfuerzo para sortear obstáculos. Me gusta pensarla también como un ejercicio de alteridad, pues se puede marinear por mar y en tierra, como Goyito Rivas, en Oficina N°1 de Miguel Otero Silva, “ayer marinero de goleta, hoy encuellador de altura en un taladro”.

Aura Marina Boadas


Meldar

Mi padre solía meldar todos los viernes en la sinagoga de Maripérez. Ya no melda más porque desde hace años no es de este mundo y porque ahora se dice “rezar”.

Los sefardíes de antes meldaban. Es decir, recitaban con todo: con el cuerpo, con el ánimo, con la voz y con el corazón. Al meldar memorizaban y recitaban las escrituras sagradas. Y un tenue movimiento de la cabeza y del tronco -hacia adelante, hacia atrás- les ayudaba a concentrarse.

Lo mejor era que el verbo contenía en sí mismo a otros dos indivisibles: enseñar y aprender.

Se leía en voz alta porque cuando alguien entonaba otro aprendía.

Para meldar, había que tener todo el ser entregado al rezo. Incluso, en ciertos párrafos, era -y es- obligatorio cerrar los ojos.

(Es el momento perfecto para un crimen, pienso siempre. Así sea robarse un beso. ¿Quién lo vería?)

Cuando meldaban todos a un tiempo, el clamor retumbaba como si el sonido brotase de la tierra.

Hoy en día muchos aún rezan así, sin saber que están meldando.

Es curioso que la acción sobreviva al verbo desahuciado que alguna vez la nombró.

Cuán irrevocable es una tradición.

Sonia Chocron


Minutero

No era un minuto exactamente. Entre 3 y 5 requería el minutero que con su nombre impreciso fabricaba recuerdos para llevar y mirar.

Su cajón de madera parecía, más bien, una caja mágica capaz de transformar momentos en imágenes. Era, también, álbum colectivo y ambulante. Esta colección de rostros era su mejor publicidad.

Acariciaba la manga negra de terciopelo, se deslizaba sigilosamente y, en el interior oscuro, sus ojos se convertían en manos conocedoras de cada etapa del proceso: toma, revelado y copia.

En una plaza o parque, mirando al pajarito o montando al caballito, con un telón de fondo o escenografía portátil, operaba su aparato devolviendo postales populares y accesibles que el retratado terminaría de agitar, sostenidas por una punta para que secaran con el viento.

En un ritual, a medio camino entre artilugio y artesanía, la «foto al minuto» nacía en el espacio público, jugando vencidas con la luz, cargando una cámara con laboratorio incorporado.

Este oficio envolvía un misterio. La instantaneidad del servicio era su mejor atributo. Irónicamente, el tiempo con el que pactó, una y otra vez, foto tras foto, terminó reduciéndolo a un recuerdo como esos que fabricó.

Johanna Pérez Daza


Naiboa

Naiboa es un dulce hecho con torta de casabe tostado relleno con papelón y otras variantes como azúcar morena, adornado muchas veces con ralladura de coco, típico de Barlovento, La Guaira y el oriente de Venezuela, pero también es una palabra que durante años funcionó como una expresión idiomática para negar un hecho o como sinónimo de nada. No nací en la época de su plenitud, por tanto cuando era niña en los años 90  ya estaba en desuso y poco o nada se la escuché a mi mamá o papá e incluso a mi abuela o abuelo materno nacidos en los años 40, aunque sí era una expresión común para mi abuela Luisa Acevedo. Ella vio el mundo por primera vez en Catia La Mar en 1925 y me decía «Naiboa, Diosa», cuando algo rico faltaba en la nevera o sencillamente cuando un lugar estaba cerrado. Luisa era ocurrente, graciosa, poeta y murió sin saber que me heredó el peso de sus palabras.

Diosce Martínez


Nefelibata

Dicho de una persona soñadora, que no se apercibe de la realidad. A la única persona que le he escuchado esa palabra es al amigo Javier Aizpúrua, refiriéndose a alguien en particular, lo increíble es que no recuerdo a quién, aunque  muchos nefelibatas peregrinan por los predios de la calle el Buen Pastor en dirección a ExLibris, todos conformamos un gremio y me incluyo.

Sólo soñando en voz alta, se cumplen los deseos, o se hacen libros de cemento, o florece una camelia en tierra no apta para su cultivo. Al pie del Ávila, cautivados por su bonhomía, compartimos un sueño común en forma de libro. Como si soñar despierto tuviese el poder de mover máquinas, de oler a tinta, de encuadernar, de guillotinar… recuerdo de pequeña ir a visitar a Petrona, el aya de mi padre; siempre nos recibía con una bolsita de papel kraft arrugada con alguna chuchería, por alguna razón que desconozco había que atravesar una pequeña imprenta para llegar a su diminuta habitación. Mientras la visita se alargaba, paseaba entre las máquinas recogiendo pequeños recortes verdes, rosados, azules o blancos, los cuales atesoraba. Editar es compartir tesoros, al lado de Javier, pude confirmarlo.

María Angélica Barreto


Necio

La palabra «necio» ha caído en desuso. Su significado etimológico es el siguiente:

Del latín nescius.

  1. adj. Ignorante y que no sabe lo que podía o debía saber.
  2. adj. Falto de inteligencia o de razón.
  3. adj. Terco y porfiado en lo que hace o dice.
  4. adj. Propio de la persona necia.

Conocí esta palabra por mi abuelo materno, que nos preguntaba: «-¿Qué opina usted del mundo y de su necio engaño? Eramos niños y no sabíamos qué responderle. Una pregunta de sentido profundo en los 60. Mi abuelo era un pensador, era maestro de Gramática y de Castellano, traductor del esperanto.

Sor Juana Inés de la Cruz emplea también este vocablo de modo certero en su poema «Hombres necios»:

Hombres necios que acusáis

a la mujer sin razón,

sin ver que sois la ocasión

de lo mismo que culpáis: …

Aunque haya caído en desuso, la palabra «necio» debería volver a usarse, pues define, infelizmente, el comportamiento de muchos en nuestros días.

Carmen Cristina Wolf


Ojeriza

Ante las palabras hay reacciones prácticas y normales: «buenos días, por favor, deme un kilo de queso Múnster», y otras menos exactas, pero que perturban la paz, digamos, lingüística de quienes las reciben. Los hispanohablantes no pensamos en eso, pero el español es un idioma dado al erotismo. Las S, Z y R que pueblan nuestro idioma crean líneas filosas que atraviesan a las personas. Otro tanto ocurre cuando, entre hispanos, que somos muchos y hablamos distinto, usamos palabras que no corresponden al vocabulario común de quienes reciben el mensaje. Los venezolanos sabemos de eso en estos tiempos. Muchos vivimos en países donde los carros son coches o autos en lugar de carros, y no se estacionan, sino que se parquean.

Eso mismo, pero en otro nivel que no tiene que ver con distancias geográficas sino temporales, ocurre cuando utilizamos arcaísmos y palabras en desuso. El otro día, sin darme cuenta, usé «ojeriza» en medio de una conversación y la persona con quien hablaba no dejó de atenderme, pero mientras me escuchaba, repetía bajito, como improvisando un rápido conjuro: «ojeriza»… «Ojeriza»… Y sonrió.

Sin querer, logré que esa persona se confrontara con una morfología conocida; le hice recordar un término que seguramente leyó u oyó alguna vez y que no usa a diario, pero que sabe qué quiere decir porque la belleza de los idiomas tiene menos que ver con la exactitud que con la posibilidad de redescubrir las palabras y de establecer nuevas y filosas relaciones entre ellas.

Roberto Echeto


Pandorga

Mi abuela paterna, natural del Chaparro, estado Guárico; estudió bachillerato en Zaraza ( la Atenas del llano, como le gusta a ella puntualizar). Es una dama muy cuidadosa de su lenguaje, no dice groserías y rescata de su educación como bachiller las lecturas realizadas en aquel pueblo adusto del oriente del país, donde en sus tiempos, los hombres además de andar a caballo, leían el Quijote, Amadís de Gaula y también Platón y tragedias griegas ( no me consta esto, pero no tengo razones para dudar de la veracidad de los recuerdos de mi abuela).

El paroxismo de la capacidad de insulto de ella, se resumía en emplear la palabra Pandorga para referirse a alguien, “Es un pandorga”, “¡Pero que pandorga!”(usualmente exclamaba esto leyendo el periódico y dirigido a algún político de ocasión). Cuando le pregunté qué de dónde venía esa palabra me respondió: “la usaban en Zaraza para referirse a alguien manipulable, sin voluntad, sin criterio”

Juntos decidimos buscar la palabra en el diccionario. Una acepción era cometa, papagayo; y tiene sentido el uso despectivo para referirse a las personas que se dejan mover por los hilos de otros a merced de las corrientes de viento. Pero la definición  que nos asombró y nos maravilló a ambos fue la que establecía que Pandorga era un muñeco que se usaba para practicar con la lanza en tiempos de justas de caballería; también explicaba su selección como expresión denostativa y hermanaba a los llaneros de Zaraza con los héroes de sus lecturas cultas.

Desde entonces la incorporé a mi arsenal. Se convirtió para mí en la palabra justa para llevar a un pendejo al extremo del vilipendio.

Florencio N. Quintero F.


Prosista

Mi tía Coco, estaba hablando con mi mamá, sobre un problema en que se había metido una de mis primas, y le decía que eso le había pasado por «Prosista», ella alegaba que esa joven, se había enfrentado a un policía, de una manera equivocada, de metiche pues, alegando cosas de las que no estaba ni siquiera segura, inmiscuyéndose en una discusión que no le competía. Mi madre, andaba preocupada, pues el policía, veía a mi prima como cómplice, por meterse en ese asunto, especialmente cuando no había razón, ni tenía autoridad para ello. Mi tía Coco, insistía, que eso le había pasado por «Prosista», por safrisca, por ser una joven imprudente, metiche, que solo buscaba una manera de exhibirse… Por meterse en asuntos que no le importaban, por tomar parte en un acto, en una conversación a la que no había sido llamada.

El policía seguía viendo a la joven como cómplice de no se qué vaina, mi madre insistía que ni prima no tenía que coger velas en ese entierro y de nuevo la tía Coco muy enfadada repetía una y otra vez, que eso le pasaba a ella por «Prosista».

Carlos Zerpa


Paráclito

Según la teología cristiana, La Trinidad es el dogma y pilar fundamental sobre la naturaleza de Dios: un ser único que existe como tres personas distintas Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Cada una de ellas es enteramente Dios, «El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que es el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza» (1).

Borges, en su erudición y su ironía quiso definirla como un caso de teratología intelectual, una deformación que sólo el horror de una pesadilla pudo parir (2).

Ese mismo Borges librepensador afirmará con inspirada intuición que “el Espíritu (…) no consiente mejor definición que la de ser la intimidad de Dios con nosotros, su inmanencia en los pechos” (3).

Hay quienes definen al Espíritu Santo como fuerte viento, también como lengua de fuego, pero la palabra Paráclito lo define con una hermosa precisión: el consolador, el consejero.

Esa brisa suave, ese susurro, esa intimidad de Dios con nosotros, que nos pide silencio y calma para orientarnos a la trascendencia.

Juan Salvador Pérez

[1] Catecismo de la Iglesia Católica. No. 253. El Dogma de la Santísima Trinidad.

[2] Jorge Luis Borges. Discusión. Una vindicación de la cábala. Alianza Editorial, 1999.

[3] Ibidem.


Prosternarse

En pleno ensayo de un espectáculo que estamos a punto de estrenar en Barcelona, L’habitació tancada, leíamos la que, quizá, podría considerarse una de las escenas más complejas de la obra como parte del acostumbrado trabajo de mesa. La escena en cuestión está inspirada en un cuento del escritor estadounidense Frank Belknap Long: The Hounds of Tindalos (1929). De pronto irrumpió una palabra como de alguna dimensión desconocida que nos impidió continuar con la lectura: “prosterna”, del verbo “prosternarse” (del latín prosternere), un vocablo que tiene la misma grafía en catalán y en castellano. He aquí el fragmento: “Voy en una litera de oro y marfil arrastrada por toros de Tebas saludo a la multitud que se prosterna…”. ¿Prosternarse?, preguntaban en la mesa. ¿No querrá decir “inclinarse” o “arrodillarse”? Aunque en el DRAE podemos leer que prosternarse es “inclinarse o arrodillarse por respeto”, lo cierto es que la imagen es diferente.

En el acto de “prosternarse” rodillas, manos y cabeza reposan en el suelo en señal de absoluta sumisión, adoración o súplica ante un gobernante o ser supremo. Si bien los japoneses suelen inclinarse levemente a modo de saludo eshaku, no es lo mismo que la reverencia del dogeza, que sería “postrarse” para pedir perdón ante una falta grave. En las iglesias católicas durante la Santa Misa, por ejemplo, los fieles se arrodillan durante la epíclesis hasta la aclamación y hay quienes lo hacen después de la comunión; en el Islam, por otra parte, cada una de las oraciones rituales exige un número determinado de “prosternaciones”. Al final del ensayo, y después de practicarlas todas, nos decantamos por el término que consideramos más preciso.

Loredana Volpe


Prosisto

No, no la encontrará en el diccionario, por más vueltas que le dé seguramente acertará con prosista, quien escribe en prosa. Prosificador, el mismo que escribe en prosa o de corrido, como decían antes para diferenciarla del que hablaba recitado, rimado, cantado o con delicada entonación.

Es posible que de esa costumbre provenga prosisto, sí, en masculino, y no hay sesgo que valga ni protesta por género, sexo o pajaritos preñados. Y como no aparece en el diccionario con esa “o” final, va dirigida entonces a esos sujetos cuyas monerías los hacen ver entrometidos, lujosos  en detalles al moverse, al caminar como si bailaran o destacaran por sus maneras de activar inteligencia, bromas o petulancias.

Mi abuela materna del llano, bueno, todos mis abuelos eran llaneros, solía decirla con una mueca en los labios, como si diera asco. “Ah. Dios, ese muchacho sí es prosisto”, y quedaba la rabia del aludido en una sonrisa que se perdía con la misma alusión. Un sustantivo que afirma en masculino, aunque también había prosistas: esas muchachas “salías” que se mostraban coquetas en la puerta de la casa o a través de las ventanas.

“-Bueno, pues, ¿a quién habrá salido tan prosista esa niña?”.

Y mire usted que no sabían escribir. Y si lo hacían deletreaban primero y luego trazaban con esa elegancia provinciana su manera prosista de sobresalir.

Alberto Hernández


Proteiforme

Palabra acuñada por el gran actor venezolano Fernando Gómez (1916-2014). Fernando era médico radiólogo y echando mano de sus conocimientos dio con esta palabra. Fernando utilizaba la expresión Proteiforme para referirse en la mayoría de los casos a la cualidad rica, compleja y nutritiva de conversaciones, temas y situaciones. En extraordinarias ocasiones para definir personalidades. Curiosa y humorísticamente combina el término Proteína con el vocablo Forma: figura, imagen configuración. De alguna manera daba a entender entonces una forma robusta, fuerte y, a la vez, rica y compleja en contenido y, por consiguiente, nutritiva. Pero el término Forma está vinculado también con los conceptos de Belleza, Hermosura. Así que lo Proteiforme, no sólo es robusto, fuerte, complejo, rico y nutritivo, sino también, hermoso y bello. Otras expresiones que heredé de la tradición oral de Fernando: Brinquinini y Mostacilla (para referirse al dinero); otra creación de Fernando: Modus Comendi (juego de palabras inspirado en Modus Operandi y con el que definía el trabajo que te da de comer); Ya se cagó la gata en el fogón o Ya comenzó Cristo a padecer (cuando las situaciones empeoraban); Tarambana (persona sin rumbo, desorganizada, sin norte); Me tiraste al estricote (cuando una persona te olvida).

Luigi Sciamanna


Providencia

Palabra reducida a los ámbitos religioso y jurídico, su pérdida en el habla común expresa la actitud guiada por la voluntad, la acción. Está asociada a la pasividad, al recibir: actitudes  despreciadas por los valores que maneja la sociedad actual. Reflejo de ello es el poema «Sobran las palabras» de María Mercedes Carranza.

Providencia viene del latín providentia. Se vincula  con prevenir y con prudencia. Otra manera de nombrar a Dios: la Divina Providencia. La expresión «Dios proveerá» aparece en el Génesis en boca de Abraham.  Interpretada como querer desplazar la responsabilidad en otro, no deja de despertar emociones encontradas, más cuando quien la pronuncia tiene el peso de esa responsabilidad. También, puede ser expresión de esperanza o de resignación. Se vincula con ser providencial, que ya es otra cosa. Es ser oportuno.

Platón y San Agustín le dieron cuerpo y densidad a este vocablo.

Me interesa revisar, reescribir estas palabras que han caído en desuso y que remiten a virtudes o a conductas que la tradición valora. Allí están: temples, vinculado a la templanza, y las conductas discretas, a la moderación—.

Usarlas en ciertos contextos, puede implicar una velada actitud de ruptura y no un uso reaccionario, como podría pensarse.

María Antonieta Flores


Puchungo

Durante mi infancia, que transcurrió parte de ella en Buena Vista, Península de Paraguaná, estado Falcón, recuerdo que algunas personas del pueblo usaban la palabra Puchungo. Hoy poco usada. A inicios del 2002 me reencontré con la palabra cuando conocí en Mérida al paraguanero Isaac López. Puchungo, para Alí Brett Martínez en su entrañable libro Aquella Paraguaná (Ediciones Adaro, 1971), la palabra significa «afeminado, zoquete, tonto» (pág. 164). Rocío Nuñez y Francisco Javier Pérez en su Diccionario del habla actual de Venezuela (UCAB, 1994) rescatan la palabra, indicando que es «voz que se usa como tratamiento cariñoso (…) Es usual la forma en diminutivo puchunguito, a» (pág. 406). Otros autores Guerra (1987) o Medina (2013) le dan la acepción de afeminado o marico. Tradicionalmente en el habla popular de Paraguaná se combinan los modos señalados por Brett Martínez y Núñez-Pérez, es decir se impone dependiendo la direccionalidad del hablante -expresada en el tono de la voz- como zoquete, bobo o como cercanía de cariño. «Muchacho puchungo» suele ser expresión recriminatoria por la actuación considerada «una bobada.» «Tan linda la puchunguita» es en cambio un acercamiento de afecto y cariño.

Hancer González Sierralta


Rascabuchar

Papá decía que mis amigos iban a casa a «rascabucharse». Lo decía al día siguiente de alguna de mis fiestas de cumpleaños, mientras yo me servía un vaso de agua, escondiendo la aspirina para que no supiera que padecía los embates del ratón. Según el DRAE, con ese venezolanismo de principios del siglo pasado se designa al acto de acariciarse lujuriosamente. A pesar de que papá no era puritano —y, de hecho, desconfiaba de la gente así— Dios me librara de que fuera yo quien estuviera rascabuchándose, en casa o afuera. En realidad, la palabra le divertía. La usaba como homenaje a su madre, igual que yo la utilizo en homenaje a él. Como le gustaba comentar las fiestas al día siguiente, los «rascabuchamientos», reales o inventados, eran materia de cuidadosa discusión. Pero yo tenía más amigos de los que él podía recordar y con frecuencia se olvidaba de cómo se llamaban, así que la acusación de rascabuchador —o rascabuchadora, pues había varias— venía siempre acompañada de algún mote. Cuando yo me quejaba de que llamara a fulanito así o a fulanita asá, él no dudaba en responderme:

—¡Eso se saca por venir hasta acá solo para rascabucharse!

Michelle Roche Rodríguez


Puyas

Eran las tres de la tarde cada día de esos días

aquellos de infancia y de columpios rotos en las rodillas

Un silbido anunciaba siempre su llegada

y ya en la boca se sentía el vuelo de las mariposas

Un bolívar a cambio de mi trozo de cielo

y las manos que empuñaban un racimo de oro

amontonadas desde temprano al pie de la ventana

Pero llegó el momento en que mis ojos

ávidos siempre por unir las letras

recientemente aprendidas

pudieron descifrar aquel cartel que traía

el duende del algodón de azúcar

“No se aceptan puyas”

y entendí la ternura en aquellas viejas manos

que con resignación se extendían

para recibir mi botín

Georgina Ramírez


Rastacuero

Arrastracuero es un venezolanismo que significaba “nuevo rico”. Páez contribuyó a popularizarlo cuando siendo guerrillero amarró cuero a la cola de unos pocos caballos para que el polvo mostrara una fuerza de caballería superior.

Luego, los nuevos ricos sudamericanos del negocio del cuero comenzaron a derrochar sus riquezas en Francia y allí empezaron a llamarles “rastaquouère”. Entre éstos Guzmán Blanco, cuyo comportamiento, por demás afrancesado, dejaba en evidencia la necesidad de mostrar su condición social.

Del “rastaquouère” llegó al DRAE la palabra como un galicismo en 1927. Rastacuero ahora significa “vividor o advenedizo”.

Retomando su significado original, Rómulo Betancourt señalaría en el 59 que “es un hecho indiscutible el que no encontraremos, por la política hacendaria de despilfarrar lo que no desfalcaron, practicada por los hombres de la dictadura, un erario público en condiciones de abundancia, sino de estrechez”, ofreciendo al país “una política de austeridad”, y la promesa de que “el nuevo riquismo derrochador y rastacuero desaparecerá de las costumbres oficiales”.

La austeridad fue ciertamente un sello distintivo de aquel período de gobierno. Pero, aunque la palabra está en desuso, y los “rastacueros” ya no ostentan en París, hoy lo hacen hiperbólicamente y sin un mínimo rubor en Venezuela.

Luis Lauriño


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