Anotaciones visuales 8 | José Vivenes

Bululú

Existen varias posibles etimologías para la palabra bululú, pero me concentraré en las dos que son más próximas a mi corazón. Quizá la boca de la que más la oí salir fue la de mi abuelo, que era negro y un gran echador de cuentos, con buen sentido del humor.

La primera data de 1602, aparece en el libro Viaje entretenido, de un tal Agustín de Rojas, según precisa la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, en una entrada de Internet en la que no queda claro si su autor es Uslar Pietri o Rafael Di Prisco, pero eso no importa mucho ahora. El caso es que de Rojas relaciona el léxico con los gitanos, y aparentemente significa “actor que viaja solo” —por lo general un comediante.

La segunda es de 1924, del Glosario de afronegrismos de Fernando Ortiz, en el que el cubano asegura que bululú proviene de la lengua malinké, en la que quería decir “varias vidas”.

Quién sabe de dónde le vino el pigmento a mi abuelo, si de Guinea, o de Sierra Leona, o…no importa. En Caracas sonaban jocosas esas “varias vidas” que brotaban de su boca cuando se refería a un montón de gente amuñuñada.

Luis Mancipe


Brejetera

Quizás la primera vez que escuché esa palabra fue luego de haber caído guindándome de cabeza de una estructura metálica en un parque ‘e niño’. Me daba terror pero mis amigos lo hacían con mucha naturalidad así que decidí forzarme. Lo llamábamos «hacer el vampirito». Una vez de cabeza, el miedo ganó y caí. “Tú sí eres brejetera”. Lo escuché tantas veces durante mi adolescencia, que por contexto aprendí lo que quería decir. No hubo necesidad de buscar en el diccionario, ni de pedir explicaciones. Sabía que por ser preguntona, por pretender más que los demás, por «ponerme a inventar», yo era brejetera. En esa frase siempre hubo un tono de reclamo. Rápidamente entendí que para los acusadores, algo no estaba bien en ser brejetera. En pretender más de lo que mis límites me permitían. En esa frase también hubo una justificación de lo ocurrido, un «tú te lo buscaste». Un «quién te manda». Un «las niñas no hacen eso».

Según el diccionario, brejetero es alguien que se inmiscuye en los asuntos de los demás. Un «salido».

Extrañamente pocas veces he escuchado la versión masculina de la palabra. Porque mientras a las niñas nos llamaban brejeteras, a los niños seguramente los felicitaban por haberlo intentado.

Camila Ríos Armas


Carcamal

Un miembro de la Academia Venezolana de la Lengua, cuyo nombre no voy a pronunciar, me preguntó hace unos años: ¿Qué estás leyendo? Ahorita leo a dos escritores israelíes, respondí, la novela de David Grossman Until the End of the Land, traducida al español como La vida entera, y un relato autobiográfico de Amos Oz, Una historia de amor y oscuridad. Son los mejores libros que me he leído en bastante tiempo. El primero es una de las grandes novelas de las últimas décadas, en cualquier idioma. El problema, Ricardo, me interrumpió mi amigo, es que tú sólo lees carcamales. Y como no conocía la palabra, le pregunté. La acepción que me dio fue la de un barco hundido y al recuerdo me vino la embarcación de guerra alemana hundida por sus propios tripulantes cerca de Puerto Cabello, frente a San Esteban. Después consulté el diccionario y apareció el significado: una persona decrépita y achacosa. Lee a Guillermo Meneses, me recomendó, concéntrate en la literatura venezolana.

Ricardo Bello


Cartearse

Me gusta mucho esta palabra. Tiene una sonoridad especial en su “r” repetida. También me gusta que es un verbo recíproco. Convoca la acción de dos personas. El género epistolar fue por mucho tiempo la forma de escritura más democrática, incluso de los analfabetos, que podían dictar a un escribiente una carta por poco dinero. Por siglos fue la única forma de comunicación entre los migrantes y sus lugares de origen, o entre amantes o viajeros, un hilo de reunión sostenido por esas caligrafías manuscritas, únicas de cada persona, que llevaban noticias, anécdotas, crónicas de la vida, peticiones, comunicación íntima. Entre los más humildes se asociaba a fórmulas: “Espero que te encuentres bien en unión de los tuyos”. “Cartearse” era una forma de comunicación personal, sin prisas, de desahogo de emociones. Una carta tardaba en llegar. La espera anhelante la convertía en objeto de deseo. Desapareció “cartearse”, gracias a la inmediatez de los breves correos electrónicos y el Whatsapp, pero no “carta”. Las cartas dejaron de ser personales para volverse oficiales, formas de asentar relaciones comerciales, políticas, laborales, con el Estado. Ya no escribimos a mano. No hay estampillas ni carteros esperados. Ya no nos carteamos.

Luz Marina Rivas


Cachifo

Cachifo es una palabra que se usaba en los comandos de la Guardia Nacional. La palabra la encarnaba un joven que se ocupaba de los oficios que ningún militar estaba dispuesto ni obligado a hacer. Como limpiar las pocetas con las manos. El cachifo era un joven que se vestía con una camisa verde oliva y un pantalón de civil. Esa vestimenta lo colocaba en la jerarquía de la ambigüedad, la cual no le permitía  ser completamente militar ni tampoco un  ciudadano. Cachifo era una  vergüenza que nadie quería ser,  pero que todos necesitaban como a un esclavo. Eso hacía que éste se comportara como un ser sin existencia propia. Cachifo no tenía origen ni pasado. Ni siquiera un nombre. Se alimentaba con las sobras de las comidas que dejaban en las bandejas los Guardias Nacionales. Cachifo parecía no cansarse. Era un insomne sin sueños que a veces, sin que nadie se percatara, se internaba en un bosque a las orillas del río Neverí  de Barcelona, y allí copulaba con una burra que nunca llegó a saber que ésta le permitía el desahogo de su esclavitud, en un acto que se aproximaba a una palabra que Cachifo desconocía: el amor.

Edilio Peña


Cátedra

Hubo un tiempo en que entre mis hermanos las cosas no eran chévere sino cátedra, o la cátedra. Fue en esa época en que vivía preguntando cuándo iba yo por fin a ser “tan joven como ustedes”, para luego escuchar una carcajada por respuesta.

—¿Vamos al cine esta tarde? —preguntaba el novio de mi hermana mayor.

—¡La cátedra! —contestaba ella.

Por alguna extraña razón, en lugar de asociarla con catedral, cátedra me sonaba a craneoteca, un término que alguien había inventado para darle nombre a uno de mis programas favoritos: La craneoteca de los genios. Algo redundante, por cierto, porque ya con la raíz cráneo resultaba obvio que se trataba de un trío de genios.

Y aún hoy, cuando me encuentro con la palabra, no puedo dejar de evocar a aquellos tres divertidos personajes de toga y birrete que tras sus elevados asientos se la pasaban dictando… ¡ah, sí!: ¡dictando cátedra!

Silda Cordoliani


Casete

Quizás nuestra adolescencia comenzó con aquel casete. Habíamos querido tanto tener una radio-grabadora… y una noche nos regalaron dos, una para ti y otra para mí. Aunque siempre habíamos sido noctámbulos, ahora, con las grabadoras, nos quedábamos hasta la madrugada para pescar canciones lindas, aprovechando que las emisoras no fastidiaban tanto con propagandas a esas horas. Así apareció ese casete que nos parecía glorioso y que tenía piezas tan memorables como Me and Mrs. Jones cantada por Billy Paul, o la versión de Oh Happy Day de los Edwin Hawkins Singers.

No sé si hoy haya algo que se pueda comparar a los casetes. Era bonito cuando alguien que te quería enamorar te regalaba uno viéndote a los ojos. Había en esa cajita una promesa de coincidencia y por eso uno llegaba emocionado a escucharlo. A veces, las sensibilidades se encontraban y uno caía flechado, como cuando oí Ne me quittes pas de Jacques Brel, seguida de Hojas muertas interpretada por Miles Davis, de uno que me había dado un amigo. ¿Quién podía resistirse a eso? Otras veces, el casete decepcionaba un poco porque incluía algo que no gustaba o por la falta de coherencia de la selección.

Poco después de terminar la universidad me casé. Recuerdo que cuando fui a llevarme mi ropa de la casa materna que compartimos desde niños, me regalaste un casete. Tenía varios boleros de la FANIA. Reflejaba sin duda la tristeza del adiós a la querida hermana y a nuestra adolescencia.

Katherine Chacón


Cónfiro

Mi abuelo materno se llamaba Óscar. Su entorno más cercano, compañeros de trabajo, empleados domésticos y familiares, le decía: «Don Óscar». Para mí era extraño el tratamiento que recibía; a juzgar por sus consanguinidades barquisimetanas, no había en su árbol genealógico un antepasado de origen noble. Sin embargo, con el tiempo entendí que merecía la distinción. Él bebía agua en una copa de plata, se paseaba guiado por un paraguas largo con mango de madera tallado, se sentaba a la mesa en paltó y jamás profirió delante de mí insulto o indecencia. Si algo lo asombraba, exclamaba con elegancia: «¡Cónfiro!». Me encantaba escucharle esa interjección —hoy sé que es por mi amor a las palabras esdrújulas—. Como castigo por una travesura o impertinencia, mi abuelo me ordenaba ir a mi cuarto y remataba el regaño con: «Dos palabras para ti». Yo obedecía sin refunfuñar, pero me llevaba la duda: «¿Dos palabras? ¿Cuáles?».

Imposible recordar fechas, pero en una Navidad, animado por la picardía de su bigote y por las burbujas del espumoso, le pregunté: «Papapa, cuando estás bravo siempre dices “dos palabras para ti”». Entonces mi abuelo demudó su seriedad por simpatía y respondió: «Dos palabras, son dos palabras: “coma mierda”».

¡Cónfiro! Fue la vez que le escuché una grosería al don.

Manuel Gerardo Sánchez


Conticinio

El primero en pronunciar esta palabra fue mi papá. Venía de un viaje nocturno. La madrugada empero había propiciado su encuentro con el conticinio. Eso dijo. Era sábado y en mis pequeños oídos continuó su camino el conticinio. Hombre que atravesaba cauces valles y colinas verde-oscuro. Alpinista, aventurero, viajero en la alborada. Eso imaginaba. Pero ¿dónde está conticinio? ¿Quién es conticinio? Él guardó silencio y yo corrí a buscarlo en el diccionario: una hora de la noche en la que todo yace en silencio. Años más tarde, esa palabra silente reapareció en el film de Éric Rohmer Las cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle. De inmediato, L´Heure bleue se incorporó, de modo bucólico, a mi traducción de la escena. Los arbustos, los susurros de la naturaleza, la manzana de Mirabelle, la promesa de la hora azul, el disfrute de Reinette que, al hablar de ese instante absoluto, baja la mirada, saboreándolo. Esa escena toca algo previo, algo que pone en tela de juicio el mundo que transcribo a continuación porque no estoy en condición de decir esa palabra en la que el paraíso perdido regresa.

Geraldine Gutiérrez-Wienken


Correveidile

Triunfo de la oralidad. Una palabra con cuatro términos apurruñados (corre-ve-y-dile) a la que estamos obligados a pronunciar con una velocidad afín a las acciones que en sí misma aglutina. Una palabra nostálgica que nos transporta a un mundo en el que no mediaban smartphones para transmitir chismes, sino las piernas, los pulmones y la voz.

Aun cuando “correveidile” formaba parte de la venezolanidad —como evidenciamos en la canción folclórica La guasa: “La guasa es alcahueta, correveidile y murmuradora, ¡gua!”—, su uso se extendía por España e Hispanoamérica desde tiempos coloniales. Para Fernando Díaz-Plaja, la persona correveidile se diferencia del chismoso porque su mensaje busca generar un efecto en un destinatario específico. El correveidile entonces poseía una habilidad narrativa de recolección, edición y picante condimentación del mensaje para sorprender (e incluso enfurecer) a su víctima.

El desusado vocablo todavía encuentra algo de oxígeno en la pantanosa política. Un periodista colombiano, en efecto, dijo en 2019 que Duque y Guaidó “son unos correveidiles de la nueva diplomacia gringa”, mientras que un periodista español en 2020 calificó a Zapatero de “correveidile de Maduro”. Ambos comentarios, sin embargo, menosprecian injustamente la osada e ingeniosa labor de mujeres y hombres correveidiles de antaño.

Diego Maggi Wulff


Cucurucho

Mi amiga me explica desde La Habana qué es un cucurucho. Porque un cucurucho de Lezama Lima me tiene loca, un cucurucho de palabras. Me comenta que la revolución se ha llevado la lengua por delante: palabras que responden a gestos, costumbres y conocimiento popular han caído en desuso por violento desplazamiento. Desaparecen tras las enormes pintas, los afiches. Murales que enaltecen la revolución recubren la cotidianidad; el discurso y la pretensión asfixian. El cucurucho, el cucurucho. Es puro sonido, qué ternura. Rumor que acaricia como eco lejano mis adentros caraqueños. Cuando refrescaba la tarde, la niña habanera salía a la plaza a comprar algún dulce casero presentado en un envoltorio cónico de papel. Eso es. Ahhh, el regocijo de tropezar con la palabra y su fuero, la angustia de su desaforo. Imagino al poeta asomándose a la calle como un molusco inmenso y amable en busca de un cucurucho a su antojo que comienza a derretirse bajo el sol de mediodía sobre el tinglado que la vecina acaba de colocar en la acera. Hace poco, compré un cucurucho de maní en una plaza de La Habana que cada tanto se convierte en anticuario de libros bajo la sombra transparente del jacarandá. Crujían las estanterías bajo el peso de libros escondidos que aparecían a la vuelta cuando habías formulado tu pregunta, crepitaba la bolsita salada en mis manos. Pero no se llamaba cucurucho. Tenía otro nombre.

Palabras amenazadas. Palabras desatendidas. Palabras olvidadas.

Claudia Sierich


Cumbre

Hace ya algunos eones le escuché decir a mi querida tocaya Blanca Elena Pantin: ¡Qué cumbre!

Oh, me dije, eso no lo conozco. No era extraño que yo desconociera alguna expresión, siendo que llegué a Venezuela a los 24 años; por ejemplo, me costó mucho trabajo usar con corrección las adorables y utilísimas palabras perol y coroto, y hasta el día de hoy no estoy por completo segura de que sean sinónimos.

Ahora que vivo en Argentina, los venezolanismos viven en mí con más intensidad y con frecuencia se me hacen indispensables. Cuando me escuchan, mis amigos argentinos quedan deslumbrados. “Correr la arruga” y “andar a millón” han tenido gran éxito por estos pagos. Hace poco dije de un político que no tenía guáramo. ¿Qué es eso?, me preguntaron, ¿una fruta? No, contesté, es alguien que carece de fuerza interior. ¡Listo! Guáramo adoptado por un par de porteños.

Pero volvamos a cumbre. Es una expresión tan bonita y elegante, ¿acaso no es mucho mejor que “cool” o “top”?

¿No sería cumbre que la rescatáramos?

Blanca Strepponi


Cuescos

Cada familia posee una aproximación particular a lo escatológico. Padres y madres escogen vocablos destinados a evitar la vulgaridad ramplona que pulula en nuestra sociedad. Igual que las referencias a un inefable Creador, tendemos a construir un lenguaje hermético, impenetrable a los oídos ajenos, para referirnos a las conductas impuras.

En mi casa, este ejercicio giraba en torno a lo que llamábamos “cuescos” para referirnos a las flatulencias, esto es, aquello que sucedía después de un buen plato de mondongo.

Jamás me topé con esta palabra en otro hogar. Pensaba que era una excentricidad consanguínea, una mezcla del legado inmigrante en mi familia con una desesperada búsqueda de originalidad.

¿De dónde venía esta locución? ¿Eran mis expresiones víctimas de un arrebato de creatividad, o existían los “cuescos” como una especie de res extensa más allá de mi lenguaje?

Veinte años más tarde, descubrí un “cuesco” escondido en mis lecturas de Vargas Llosa. Fue en La guerra del fin del mundo, donde dice “había algo misterioso y sagrado en estos cuescos súbitos, tamizados, prolongados”.

Supe instantáneamente que había dado con el origen familiar de la palabra, porque la vida no es más que recorrer los senderos lingüísticos de nuestros predecesores.

Vicente Ulive-Schnell


Dechado

Las costuras iban dibujando líneas torcidas sobre la tela, que hablaban de una cierta tendencia a la desviación. El deshilado era una tela de araña; el nido de abeja era rígido como un corset; el zurcido jamás fue invisible y en un ojal cabían dos botones simultáneamente.

Sin duda, no le gustaban los símiles: los gafetes le encantaban, aunque jamás el macho y la hembra quedaban a la misma altura. Se le daba muy bien, eso sí, el sesgo, aunque sin bies, lo que revelaba su falta de contención. Tal vez por eso mismo prefería bailar tambor que entamborar.

No había en su dechado una sola virtud. Nada que mostrar. Nada que imitar. Era un caso perdido, sobre todo si se trataba del punto de cruz. Lo de ella era el punto y aparte, la coma, los suspensivos, las parábolas y las hipérboles. De vez en cuando las metáforas, nunca los epítetos.

Ella misma era un oxímoron. A todo le buscaba la antítesis y al final volvía todo un calambur. Era poco alegórica y prolija en la evasión de aliteraciones tanto como de alegorías.

Era un dechado de virtudes, pero nadie lo supo.

Maruja Dagnino


Desalmado

A José ortega in memoriam

En otras épocas menos ásperas, solía emplearse la palabra “desalmado” con mayor frecuencia. No obstante de que la crueldad y sus horrendos padecimientos no han dejado de aniquilar la condición humana, sería legítimo aún hablar de gente desalmada, de seres que carecen de un poco de alma o, para ser exactos, de ninguna.

Es verdad que se necesita tener el alma en vilo para poder comprender todo aquello que aflige al sufriente, al enfermo, al olvidado. Cuesta entender los mecanismos sórdidos de la crueldad, su terrible y alevosa presencia en estos tiempos signados por la indiferencia y el odio. Que nada ha cambiado en siglos tampoco nos reconforta, porque, al fin y al cabo, uno espera siempre de cualquiera un poquito de compasión, un mínimo de empatía, algo que revele a un ser humano detrás del horror.

Desalmado es una palabra casi incorrecta, de uso inapropiado, probablemente ofensiva cuando deseamos designar conductas tristes y mezquinas. La misma, forma parte de un glosario de voces que se han extraviado en la memoria colectiva y ya nadie repara en ellas. Nadie entendería si le gritamos al torturador y al hambreador que es un “desalmado” y, por tanto, optamos por palabras menos felices pero más acústicas y filosas. De la abundancia del corazón habla la boca, dijo alguien cierta vez. De los desalmados, la crónica percutiva y avasalladora apenas sugiere poco. Uno, insisto, cree que los seres sin alma no existen, pero nos equivocamos. Andan por todas partes, infiltrados hasta en los propios sueños que son, en realidad, interminables pesadillas.

Juan Carlos Santaella


Demoníaco

Como lo menciona Joan Corominas se conoce lo demoníaco solo por su acepción del griego como ‘genio o divinidad inferior’ (1) pero en realidad en ella coexisten dos acepciones una negativa (vinculada a el mal y lo diabólico) y la otra positiva (vinculada al bien) siendo la negativa la que permanece hasta nuestros días.

En este sentido, hablando de adjetivos que van muriendo, hablemos de uno que si bien no ha muerto, se han transfigurado por sus distintos sedimentos históricos: el adjetivo “demoníaco”. Tal como aprendí de las enseñanzas teóricas y filosóficas de la historia conceptual de Reinhart Koselleck, para ir escarbando en estos estratos temporales y semánticos de experiencias pasadas del adjetivo “demoníaco”, podemos asumir una perspectiva onomasiológica o semasiológica, es decir; podemos prestar atención tanto en las palabras como en sus significados. En nuestro caso, nos centramos en la acepción positiva, que es la que está en desuso.

Sobre esta acepción los testimonios filosóficos de Platón (2), dan cuenta de lo dicho por Sócrates sobre lo daimonico, con ello expresaba una experiencia introspectiva y contemplativa que está entre lo terrenal y lo divino, refiriéndose a una voz divina que le susurra aquello que no debía hacer.

En un sentido onomasiológico lo daimonico deriva de la palabra eudamon, la felicidad en la plenitud del conocimiento. Este susurro daimonico nos indica cuando nos estamos traicionando a nosotros mismos. Cuando dejamos nuestros ideales y anhelos del saber por presiones ajenas a nuestros deseos. No es gratuito que lo daimonico es una de las semillas griegas para el ensayo sobre el Genius (como alocución latina) en las Profanaciones de Giorgio Agamben.

Jhonaski Rivera

[1] Corominas, Joan. Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico (Ce-F). Vol 2. Madrid, Gredos, 1984, p. 441.

[2] Platón (Trad. Alejandro Vigo), Apología de Socrates, Santiago de Chile, Universitaria, 2014, p. 125.


El mío

Es difícil hablar de venezolanismos después de 7 años de inmigración. Los dialectos hispanoamericanos se confunden en la mente como las luces de un caleidoscopio, fruto del compartir. Y ni hablar del día en que la palabra cilantro deja de llegar y es reemplazada por coriandre. Pero si me queda una expresión —que ahora supongo en desuso— de mi adolescencia caraqueña es el mío. Tenía como esa especie de pacto implícito en el que somos los mismos, generalmente acompañada por un dramático no me dejes morir, pronunciado con malicia caribe. Y no es así, uno va solo por la vida desde el primer día hasta el último. Los rostros y las voces pasan. Los países pasan. Y vamos dejando partes de nosotros mismos regadas por el mundo. Sólo despertamos realmente a lo colectivo después de un proceso de individualismo, como lo entendía Oscar Wilde. Por eso es que, al decir de Ramón del Valle Iclán, «el idioma de un pueblo es la lámpara de su karma». De modo que ese el mío —quizás desusado— que hoy me llega con fuerza desde Cotiza y Chapellín, me hace pensar en la transformación de la Caracas que tuve que dejar y sus habitantes.

Miguel Chillida


Entrépito

Si alguien pronunciara en una multitud la palabra “entrépito” solo captaría la atención de ciudadanos venezolanos mayores de sesenta años. Esta palabra existe, por lo menos, desde 1880. En la novela Cantaclaro, de Rómulo Gallegos, publicada en 1934, un personaje expresa: “Eso es lo mismo que esos dioses y diosas de antes, que como se la pasaban ociosos en sus Olimpos siempre estaban buscando meterse de entrépitos en las cosas de los mortales”.

Entrépito es una palabra venezolana que significa entrometido, metiche. La actuación del entrépito se llama “entrepitura”. Irrumpir en una conversación ajena es uno de sus rasgos. No tener conocimiento sobre lo que se debate, convierte al entrépito en indeseable. Interviene creyendo que sabe y opina como si su opinión fuera determinante. Los entrépitos se han multiplicado en las redes sociales. La palabra ha caído en desuso, pero el entrépito es inmortal.

Los filósofos necesitan ser entrépitos para realizar su labor. Por estar de entrépito Platón se equivocó atacando a los poetas, en particular a Homero, quien no se metía con nadie y compartía su creación con la filosofía. Los comediantes basan sus monólogos en la “entrepitura”. Sebastian Maniscalco, Bill Burr y Jerry Seinfeld, elevan la inteligencia entrépita del stand up comedy. Los comediantes son los únicos entrépitos que alegran al prójimo. Los detectives de novela son entrépitos aceptables. Columbo, Maigret, Poirot, Sam Spade, Adamsberg, Philip Marlowe, descubren a los criminales y no se dejan seducir por el delito como cualquier policía.

José Pulido


Escafandra

Escribir sobre una palabra pérdida que, a primera escucha, parece de otros tiempos, me convoca a una revisión desde lo emotivo. Para esta ocasión he elegido Escafandra. Escafandra en todas su capacidad de lo nominal. En el diccionario de la RAE, nos aparece como: “Aparato compuesto de una vestidura impermeable y un casco perfectamente cerrado, con un cristal frente a la cara, y orificios y tubos para renovar el aire, que sirve para permanecer y trabajar debajo del agua”. En este sentido, no puedo pensar en esta palabra olvidando su poder creador en tanto al espacio. La escafandra entonces como una casa, un lugar seguro que nos permite, a través de su noción de cuidado, ir bajo el agua con seguridad.

La escafandra ha evolucionado en otros trajes, perdiendo su uso en el habla. Pero resulta difícil no pensar en ella en tiempos pandémicos en los que muchos usamos una suerte de casco como protección, o un caso aún más vital como es el traje del astronauta. Una escafandra perdida es también un lugar perdido. Una palabra desplazada es también una realidad incompleta. Escafandra entonces como un retorno: asidero a recuperar por su fuerza y sonora belleza en español.

Daniela Jaimes-Borges


Escuro

Los cosmólogos han atisbado que existe una escura vis viva que hace acelerar el Universo, mientras que nosotros,  efímeros elementos mortales danzando en una insignificante isla, andamos en una búsqueda cotidiana de claridad. Y henos acá, en un adarme del universo donde hace un milésimo de eón, se formó un escuro tesoro que generó una riqueza tan inmensa  que  rapiñaron en una ignominiosa campaña deshumanizadora. Una riqueza cuya magnitud en moneda equipara al número de estrellas que cohabitan la Vía Láctea. Un despilfarro que, desafiando todas las leyes, nos ha llevado a una obstrucción del progreso. Así que si las palabras pueden siempre extraviarse mientras que el Universo se apresura en expandirse y desconociendo de qué está hecha esa escura esencia que abruma la vulgar materia que nos ha conducido a nuestra conciencia, citemos a San Juan de La Cruz: “… a escuras, y en celada //  estando ya mi casa sosegada” para tratar de entender algo de nuestra existencia en esta escurana.

Adel Khoudeir


Estudio

Vivo en un país pobre que está como anestesiado. Que se precipita en la desigualdad y el atraso ante la pasmosidad nacional y mundial. De ahí, seguramente, que esta caída mía en el estudio sea lo que me haga sentir menos paralizada, más viva. Y aliviada, debo decir, pues ni siquiera tengo que pensar en algo así como el futuro porque, como dice Hito Steyerl, en la caída no hay adelante sino horizontes múltiples que se abren. No hay adelante, como en este país. Creo que lo que intento hacer cada día a excepción de aquellos en que me quedo postrada en la cama es vislumbrar uno solo de esos horizontes. Creo que escribo pobremente, pero me niego a pensar que estudio pobremente porque yo, al igual que Quignard, tengo al estudio como lo más elevado. Creo que no ambiciono nada más. Creo que he descubierto cómo caer sin que mi país me aplaste. Cuando recuerdo mi temor ante la peña que se abre detrás de mi casa materna pienso que tal vez lo que yo no quería era caer por el desfiladero de una miseria sin fin. Ahora, cuando con Quignard caigo en un estudio sin fin y tengo menos miedo de las cosas que no se acaban nunca, agradezco haber salido de ahí. Cómo agradezco haber salido de ahí.

Rosbelis Rodríguez


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