Anotaciones visuales 4 | José Vivenes

Por JOHANNA PÉREZ DAZA

¿Olvidar es perder? ¿Se pierde primero y luego se olvida? ¿Se olvida lo que se pierde? ¿Reaparece lo olvidado? ¿Se reencuentra lo perdido?

La invitación de Papel Literario a escribir sobre las palabras perdidas me llevó a pensar en el proyecto 1914-2014, desarrollado por la artista Marta PCampos. La exposición, presentada en 2019 en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes de Madrid, recopila las palabras desaparecidas del diccionario académico durante un siglo, con “la intención de visualizar lo muerto, lo obsoleto, lo que parece que sobra dentro de nuestra lengua, y hacer emerger palabras perdidas”, se lee en su sitio web. Consta de un libro de artista en formato de diccionario; un foro en línea abierto a toda la comunidad de hispanohablantes; y un programa formativo.

En los 100 años que abarca este proyecto han desaparecido 2.793 palabras. Algunas de ellas son totalmente extrañas dentro de los usos actuales (ayuntación, yuzo, zumbilín, camasquince, zumaro, ababa, cuñadez), otras pueden parecer simpáticas (cocadriz: hembra del cocodrilo) o contener búsquedas irrenunciables (durindaina: justicia).

Así como salen del diccionario algunas palabras, otras se incorporan y unas más se ajustan o revisan, mostrándonos un sistema vivo, en movimiento. Si entre 1914 y 2014 se desincorporaron 2.793 palabras, tan solo en 2020 ingresaron al diccionario de la Real Academia Española (RAE) 2.557 términos. Obviamente, muchos de estos corresponden al contexto y momento actual, por lo que resaltan algunos como: “desconfinamiento” o “cuarentenar” en el marco de la pandemia Covid-19. Otros se vinculan al ámbito tecnológico, las prácticas sociales, el discurso político y la cotidianidad: “trolear”, “macho alfa”, “provida” “fascistoide”, “izquierdizar”, “amigovio” “finde”.

La RAE también hace algunas sugerencias y aclara dudas a los lectores como, por ejemplo, que en español se recomienda el uso de los términos “guasap/wasap” (‘mensaje enviado por Whatsapp’) y “guasapear/wasapear”. Algunas pueden generar dudas o extrañez, otras pueden no gustar tanto debido a su grafía, sonoridad o preferencias de usos. La reiterada corrección a decir impreso y nunca imprimido resulta innecesaria, pues el segundo término no es incorrecto.

Según el Anuario 2020: El español en el mundo del Instituto Cervantes hay, aproximadamente, 585 millones de hispanohablantes en el mundo. Es lógico, entonces, que surjan preguntas en torno al lenguaje y que se realicen y exijan las correcciones necesarias. Es el caso de palabras y expresiones que pueden encerrar menosprecio, estereotipos y hasta insultos. Basta recordar que en 2018 la RAE modificó la acepción de la palabra ‘fácil’, que aludía a la mujer que “se presta sin problemas a mantener relaciones sexuales” (ahora en su lugar se usa el término ‘persona’ al principio de la definición). Un precedente igual de ofensivo era la entrada en el diccionario de la RAE de la palabra «débil» en la que figuraba la expresión «sexo débil» como «conjunto de las mujeres». Luego añadió que su uso tiene una «intención despectiva o discriminatoria».

Hurgamos en su etimología, nos sorprendemos por sus raíces y las mezclas que las componen. Las hay favoritas o perturbadoras. Incluso se enumeran las más hermosas según el idioma. En español, varias listas populares en redes sociales han destacado las siguientes: inefable, etéreo, sempiterno, ojalá, arrebol, alba, epifanía, inmarcesible, serendipia. Lejos de ser las más frecuentes o comunes, son palabras que por su significado y sonoridad se asocian a la belleza en su más amplia connotación.

Unas se ajustan, transforman y adaptan. Otras se olvidan, pierden y desvanecen. También hay “aladas palabras” pronunciadas por dioses, héroes y sabios. Estas tienen la especial capacidad de volar y transportar en sus “alas” a quien las dice y a quien las escucha al elevado mundo de los ideales; palabras ligeras llevadas por el viento que solo la memoria puede abrazar.

Las palabras pueden enaltecer o insultar. Tranquilizan o avivan. Con ellas se tejen frases y discursos, escritos y orales, cargados de significado y propósito. Recorren y guardan nuestra historia. Las primeras líneas del evangelio según San Juan lo enuncian con maestría:

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios… Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres.

(Juan 1:1-4)

Siglos más tarde, Irene Vallejo en su libro El infinito en un junco (Ediciones Siruela, 2019) afirma que “la primera palabra de la literatura occidental es ‘cólera’ (en griego, ménin). Así empieza el hexámetro inicial de la Ilíada, sumergiéndonos de golpe, sin contemplaciones, en el ruido y la furia. Con la ira de Aquiles se inicia la ruta que nos lleva a los territorios de Eurípides, a Shakespeare, a Conrad, a Faulkner, a Lorca, a Rulfo”.

Si escudriñamos en los orígenes de la palabra, en su presencia abarcadora, en su relación con la historia, la memoria y la vida misma, no es de extrañar que nos preguntemos también por su devenir,  que nos inquieten sus usos y posibilidades y que, finalmente, nos aferremos a ellas convencidos de su fuerza, con la humildad y la fe del centurión romano ante a Jesús: “Una palabra tuya bastará…” (Mt. 8:8).

 


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