Por ANTONIO MUÑOZ COLINA

Para mí es una alegría, por muchas razones, presentar hoy esta novela de Pedro Plaza Salvati. La primera alegría es porque es una novela excelente. Es una novela muy buena, muy bien escrita y es una novela muy ambiciosa. Es importante resaltar la ambición. Cuando digo ambición quiero decir que es una novela que abarca varios mundos. Mundos que parecen muy distintos entre sí y que, poco a poco, según se avanza en la lectura, uno se da cuenta de que los paralelismos y semejanzas no son menores que las diferencias. Es una novela que trata de dos formas de desamparo. Hay momentos en que un personaje dice que sus alternativas son: estar ilegal en un país donde hay leyes, o que parece que hay leyes, o estar legal en un país donde no las hay. O quedarse en Nueva York, como emigrante ilegal en estos años inhóspitos que nos está tocando vivir, y que le toca vivir a tantos emigrantes de todas partes del mundo, como los de habla española en Estados Unidos, o bien volver a su país: volver a Venezuela.

Esta es una razón por la que me parece una novela importante, y ya volveré sobre ella. La segunda razón es que conozco a Pedro desde hace mucho tiempo y lo quiero mucho. Es amigo mío, ha sido alumno mío en los cursos que yo daba en Nueva York. Tenemos aquí algún otro amigo y amiga de aquella época, como otra escritora que conocerán pronto, Cristina Colmena, y que también viene de aquel mundo. Esa es la segunda razón. Conozco a Pedro desde el año 2010 o 2011. Nos hicimos amigos inmediatamente y he observado su proceso, su desarrollo como escritor. Yo siempre he pensado que Pedro tiene una vocación doble, que es complementaria, que es la vocación de la crónica y la vocación de la ficción. Antes de leer textos de ficción de Pedro, lo primero que leí fueron crónicas que publicaba en la prensa venezolana y crónicas que escribía para las clases que teníamos en Nueva York. En esas crónicas mostraba una mezcla de capacidad de observación y de melancolía. La capacidad de observación del mundo, de su propio país, sobre todo, y la melancolía que devino precisamente de esa observación. Cuando se mira al mundo con atención las consecuencias son precisamente melancólicas.

Entonces yo veía esa faceta suya y yo creo que a él le pasó como a mí, que descubrió en Estados Unidos y en la vida inglesa, la posibilidad de que se podía hacer literatura, radicalmente literatura, haciendo crónicas. En el mundo hispánico hay, por lo general, una asociación entre literatura y ficción. Parece que hacer literatura es hacer ficción. En Estados Unidos, en muchos periódicos americanos, también en revistas y en muchos libros, uno descubre esa posibilidad maravillosa de que se puede hacer una crónica y se puede hacer literatura al mismo tiempo. Algo que, por cierto, también se ha desarrollado mucho en los últimos años en América Latina, de una manera asombrosa.

Yo he visto a Pedro crecer como escritor y lo he visto convertirse en novelista con El hombre azul y El lugar de las nubes. Pero la prueba de su entrada en la novela, con todas sus consecuencias, es Broadway-Lafayette. Hay otra razón que me da alegría y que me da un poco de tristeza también y es que en la novela está muy bien retratado un mundo de Nueva York, que yo también conozco muy bien, porque es el mundo en el que nos movíamos cuando estábamos en la universidad. Ese mundo que giraba en torno a Washington Square, Union Square, The Village, en los alrededores de la Universidad de Nueva York, en la que pasamos tanto tiempo y en el que ya no estamos. Y quiero señalar que es curioso que haya un paralelismo que culmina esta relación nuestra, entre Pedro y yo, y es que hemos terminado haciendo novelas al mismo tiempo que se parecen, sin saberlo. Yo escribí una novela de alguien que está en Lisboa reparando su casa para esperar a que llegue su esposa de Nueva York (referencia a Tus pasos en la escalera), y mientras tanto Pedro estaba escribiendo la suya en la que hay un personaje que está en Caracas esperando que llegue su esposa también de Nueva York y, en ambos casos, los desenlaces no son como uno quisiera.

De verdad quiero insistir en eso. Soy consciente de que una novela escrita por un venezolano, publicada en una editorial venezolana, es difícil que se abra paso en un mercado, por decirlo de alguna manera, como el español. Pero también es cierto que la presencia de lo venezolano en nuestro país, como muchos de ustedes saben, es creciente y, en general, beneficiosa. Hay esa música, la música del español de América, que ayuda bastante a suavizar el español áspero de España.

Cuando yo leía la novela, por una parte, reconocía conversaciones que habíamos tenido Pedro y yo. Reconocía cosas de las que habíamos hablado en nuestras clases. Pero, sobre todo, lo que leía era cómo un escritor convierte en ficción su experiencia inmediata. Cómo un escritor convierte en ficción lo más profundo que tiene su propia experiencia, que es el desgarro, la separación y la ruptura. Es la experiencia de alguien que tiene un país, pero que corre el peligro de perder ese país. Asiste al derrumbe de su propio país y, además, con la lucidez del que va y vuelve. Yo creo que los que hemos vivido fuera, los que hemos vivido en Estados Unidos, nos sirve muy bien para comprender nuestros países. Estados Unidos es muy difícil de entender y yo creo que nunca llegamos a comprenderlo. Cuanto más tiempo pasamos allí se nos vuelve más extraño. En cambio, la extranjería tiene la ventaja de que miramos a nuestro propio país con más claridad.

Se parte de la experiencia. La ficción implica un filtrado de esa experiencia. Cada forma de la literatura conlleva o requiere una aproximación distinta a lo real. Cada género tiene posibilidades específicas. Cuando uno lee la novela de Pedro se reconocen muchas de las cosas que ha escrito en sus crónicas o en sus textos anteriores de no ficción, en el que se refleja esa tristeza del que vuelve al país y asiste al derrumbe de las cosas. En esta novela, Andrés, el protagonista, vuelve a Caracas y llega al apartamento que dejó su hermano. El apartamento que está cerrado, también está sometido al deterioro, como a una ruina que parece imparable.

Pero, al mismo tiempo, el otro mundo, que es su otra referencia, no es mucho menos hostil. El mundo en Caracas se puede desaparecer, pero Nueva York también se puede desaparecer. Yo creo que todos los que hemos vivido allí en algún momento hemos tenido la sensación de que podíamos desaparecer sin rastro. Es una sensación muy curiosa. Yo la tenía cuando llegaba en avión, empezaba a aterrizar, en medio del anochecer, el avión descendía sobre Queens, veía toda aquella inmensidad y me decía: «Si yo desaparezco aquí, puedo desaparecer como una mosca, no va a haber rastro de mí». Ese vértigo a la desaparición tiene mucho que ver con un mundo demasiado grande, demasiado poco humano. Creo que Pedro ha captado muy bien, por una parte, la desolación venezolana, pero también la otra desolación de Nueva York, de ese mundo en el que puedes perderte, desaparecer.

La novela se encuentra entre un mundo y otro, y esta es la ambición del narrador de la que hablaba, porque la novela tiene dos desafíos narrativos diferentes: uno es el contar Nueva York desde un punto de vista de un hispanoparlante. Y la otra es contar el propio mundo de Venezuela. En ese sentido es donde yo creo que mejor se combina el novelista y el cronista. En la novela hay muchos registros distintos de escritura, y eso también forma parte de su ambición. Uno de los registros que es muy poderoso es el del habla popular de unos personajes un poco peligrosos, inquietantes, que aparecen en la novela y que van a arreglar el apartamento. Es bonito ver cómo en una novela puede haber una ambición de creación de un lenguaje literario autónomo y, al mismo tiempo, esa ambición de contar cómo habla la gente. En la novela hay un proceso en el que también sale el autor autorretratado, así como en un margen, como alguien que está en la ciudad y ha escrito algo sobre Joan Didion (referencia al libro Lo que me dijo Joan Didion: crónicas de Nueva York), así como de pasada. A mí me produjo una alegría muy grande cuando leía la novela, por eso mismo, por ver cómo he asistido al hecho de ver la manera en que un artista, un músico, un escritor, lo que sea, despliega sus facultades. Yo creo que eso ha ocurrido con Pedro, plenamente, en esta novela.

Entonces hay una riqueza del que transita por varios mundos, por varios puntos de vista. El eje de la novela son los dos personajes protagonistas, Andrés y Cristina. Pero hay muchas más voces y muchas más miradas aparte de ellos dos. Esos extraños operarios, que son personajes que parecen sacados de la realidad, que tienen un habla muy admirable. Hacer el habla es una cosa muy difícil en una novela. Por eso es que hay tan pocos diálogos en muchas novelas. No crean que es por otra razón, es porque hacer diálogos es muy difícil. Y porque además no está bien valorado. Si un diálogo es muy bueno, parece que es normal. Si una novela está muy bien dialogada, parece que el autor pues como que simplemente ha puesto un grabador. Pero contar el habla es una de las cosas más difíciles que existen, porque el habla está compuesta de muchas cosas, y en la novela se tiene solo la palabra escrita. Hacer que los personajes hablen, y que hablen los personajes populares, y que hablen, por una parte con verdad, y por la otra sin caricatura, es muy complejo. A veces en la novela se ha hecho el habla popular para burlarse de los que hablan, pero yo tengo la sensación, y no tengo conocimiento del habla popular venezolana, lo que sé procede de lo que leo de Pedro y de otros autores, pero tengo la impresión de que en esta novela el habla está muy bien transmitida.

El habla y las personas que existen en esos mundos. Eso es lo que hace la novela como arte. Porque la novela como arte es lo contrario del panfleto. La novela quiere representar el mundo tal como es. Y quiere representar a personajes que sean plenamente humanos. Y, por eso la novela es como una antítesis, o como un antídoto contra la ideología. La novela cuenta las personas tal como son. Probablemente como ciudadano, la reacción ante un chavista fanático es de rechazo, como sería la mía. Como escritor se tiene otra reacción distinta, que es la obligación que se tiene de observarlo. Se tiene que observar al fanático como se tiene que observar al mendigo, como se tiene que observar a esa persona que está escribiendo una novela en Nueva York. Yo creo que esa es la lección extraordinaria, la lección moral que da la novela y que solo puede dar la novela, la de reconocer la existencia plena de cualquier ser humano.

*Broadway-Lafayette: el último andén. Pedro Plaza Salvati. Editorial Kalathos. España, 2019.


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