La plaza: el espacio de la simulación. Ensayo de un fingimiento.

El ágora llamada Pérez Bonalde se figura como primer escenario para la simulación: la gesticulación y la grandilocuencia sustituyen –y/o enmascaran– la realidad, “el lugar donde fingíamos y a medida que pasaba el tiempo fingíamos más, nos hacíamos más teóricos, más comunistas, más estetas, más conocedores, más gastrónomos, más mujeriegos, sin que eso fuera verdad”, dijo Cabrujas a Milagros Socorro en Catia, tres voces (1993). Allí, en la plaza, con sus amigos de juventud descubrirá el cine y el imaginario de lo afectivo latinoamericano. De mano de su padre, el sastre de los políticos de la época, Ramon Cabruja –sin s– asistirá a la ópera –chispa iniciadora de su amor por las grandes pasiones– y leerá Los miserables de Víctor Hugo.

Desde aquella precoz mirada –que incitara el texto de Ciudad escondida (1988)– sobre las ya ausentes esquinas Poleo a Buena Vista 11B, entre las que nació en la parroquia de Altagracia, y la hibridación entre los imaginarios de Catia y el colegio San Ignacio de Loyola, Cabrujas comienza a configurar tres obsesiones que lo seguirán a lo largo de su obra y vida: la provisionalidad, el escombro y el disimulo, en una combinatoria nada azarosa que conformará un ejercicio incansable del ensayo a mano alzada. Inscrita en un cuerpo de ideas que problematizan la comprensión de la venezolanidad, la identidad nacional, monolítica y decimonónica, se hace entidad gelatinosa en la imposibilidad de comprender cuál es la vocación de un país, en el que la riqueza aparece (Profundo) tras un acto de prestidigitación, en el que el poder es un truco del Estado Mágico (Fernando Coronil), dueño de ese tesoro.

La escena: el país.

Desde la agrupación del Teatro Universitario decreta el lenguaje como única revolución del teatro. Al referirse a su pieza Fiesole (1971): “(…) el teatro en Hispanoamérica es algo que hay que inventar, porque no se trata de un problema de folklore o de nacionalismo, sino de un problema de lenguaje teatral”, Cabrujerías de Francisco Rojas Pozo (1995). En Cabrujas, el lenguaje funda un mundo de resonancias orquestado como una partitura que alcanza un arrebato barroco cuyo clímax aterriza en la verdad del personaje que toma conciencia de su situación de manifiesta imposibilidad: “Lo que importa cuando uno escribe es como sacar a una gente que uno tiene en una gaveta”.

El relato histórico.

Paralelismos, entre pasado y presente. No viajes nostálgicos. La historia es marco fundamental, un lienzo para manipular, desmontar el mito del héroe y teñirlo con los matices de la historia de las mentalidades. Cabrujas desacraliza los discursos fundacionales (la conquista, la gesta heroica nacional, etcétera). Desmonta la configuración del imaginario heroico y en una deslumbrante operación ficcional, se apropia de formas pre-teatrales y las convierte en crónica del relato oficial inconcluso. Sus personajes interpelan la sombra colectiva y, desde la tragedia personal y el fracaso como perturbación, sus obras estremecen al ser social y la gran Historia. El estado será “gesticulación” del poder o “el Estado del Disimulo” –como dijo a la revista trimestral Estado y Reforma, en 1987–. Y “La viveza criolla o el mínimo sentido del humor” –su conferencia para Sivensa en 1995– sincera la relación del venezolano con la producción de riqueza y el trabajo. El mestizaje se torna melodrama de tres odios: el del blanco, el negro y el indio, escenificado en el país del mientras tanto. En cueros queda el rasgo de la viveza criolla como una tara del pillaje, heredado del colonizador y resemantizado en el caudillo. Su proyecto dramatúrgico se extiende a lo largo de los tres planes ideológicos sobre los que se ha construido la nación desde 1730 –como señala Diego Bautista Urbaneja–: el liberal (Siglo XIX), el positivista (hasta 1945) y el populista (hasta 1999).

El show del sentimiento.

La devoción (erudición) por la ópera encuentra un correlato en el discurso sentimental de lo latinoamericano. Desde la televisión, reta al intelectual –de izquierda y de derecha– a adueñarse del bizarro discurso afectivo. El color rosa se teñirá con matices de libre albedrío y las tramas acompañan la transformación de la sociedad. La historia se torna rating y Juan Vicente Gómez en Rafael Briceño.

El país de sus tormentos.

En su ejercicio democratizador del saber, el periodismo de opinión fue cercanía y estallido de humor, cruce de géneros: crónicas, ensayo, teatro, música. Una apropiación ficcional para desacralizar el poder y sus personeros, en piezas de escritura donde se despliega la vivencia personal, el mundo de la ópera y los personajes de la realidad nacional en un hilarante e incisivo desafío al ejercicio de la gobernanza. Compromiso ciudadano, conciencia del artista como ser histórico y constancia frente al acaecer de la vida nacional. Su voz comienza a dibujarse desde Sebastian Montes –Punto en Domingo y El Sádico Ilustrado– hasta firmarse José Ignacio Cabrujas –El Diario de Caracas y El Nacional–. La parodia será la expresión del arte crítico que evidencie la paradoja de la alteridad. Desde un tono empático, en la persistencia de la duda metódica y el compromiso rotundo con la palabra. “Usted en el centro de esta casa por invitado y por distinto”, Elvira Ancizar, El día que me quieras (1978), ejecutará su danza de contradicciones, en un intento sostenido por comprender la condición del ser venezolano, desde la compasión y “ese ser tuyo- suyo allí”.


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