Antillano hizo de lo conciso, no solo un formato, sino la energía que irradiaba Lectores / Archivo El Nacional

Por NELSON RIVERA

A Herman Sifontes Tovar

Pablo Antillano me propuso hacer Lectores los primeros días de mayo de 1988. Nunca me contó ni le pregunté cómo se había fraguado el acuerdo con los propietarios o los altos gerentes del Diario de Caracas. Eran días donde ese diario estaba bajo el comando de Alberto Quirós Corradi y Laurentzi Odriozola, director y jefe de redacción, respectivamente. Apenas unos meses después, en octubre, se produjo un relevo parcial: Gerver Torres y Luis García Mora ocuparon los cargos de director y subdirector con Odriozola manteniendo su condición de jefe de redacción durante un tiempo.

La arrancada fue vertiginosa: en tres semanas se imprimieron las pruebas iniciales. Durante el primer año, Joaquín Marta Sosa y Ben Ami Fihman aparecen en el cuadro de créditos como integrantes del Consejo Editorial. Roberto Rico, a cargo del diseño (más adelante, a partir de la edición número 53 y hasta el final, sería remplazado por Rosana Faría y Patrizia Pluchino). Entre el 26 de mayo de 1988 y el 12 de noviembre de 1989 produjimos 71 ediciones. Pablo intuía que la publicación no llegaría hasta 1990. Y así fue: un día de aquel noviembre de 1989, Jaime Nestares, entonces gerente de Ediciones Especiales de la C.A. Editora de El Diario de Caracas, le notificó que la empresa no podía seguir sosteniendo la publicación.

Lectores. Una guía semanal no fue un semanario literario. Fue un servicio informativo dirigido a lectores de los más diversos intereses. Aunque la literatura −en particular, los géneros narrativos− fue su vocación más sostenida, es inevitable reconocer en la pluralidad temática su rasgo de personalidad más protuberante. Publicaciones dedicadas a las ciencias sociales, el medioambiente, el derecho, las empresas, la historia, los deportes, la educación, la psicología, el turismo, el pensamiento, la educación, la pobreza, la comunicación, la filosofía, la música, las políticas públicas, lo urbanístico, la salud, la informática y otras disciplinas, fueron reportados o reseñados en sus páginas.

La prédica de lo breve

Antillano hizo de lo conciso, no solo un formato, sino la energía que irradiaba Lectores. En 8 páginas tamaño tabloide, publicábamos cada semana, aproximadamente, entre 15 y 20 reseñas de distinta extensión, una veintena de breves informativos, y varias otras secciones. Una de mis tareas consistía en editar los textos para adaptarlos a las limitaciones del espacio disponible. Escribía sumarios de poquísimas palabras y titulaba los artículos siguiendo el paradigma que Antillano defendía entonces con pasión y argumentos: los títulos debían contener un verbo. Me decía: la reseña debe provocar en el lector «una sensación de movimiento».

Nos repartíamos la gozosa escritura de aquellos breves: hablábamos de próximos lanzamientos, de la llegada de nuevos títulos a las librerías, de concursos y premios, de traducciones recientes, de foros y seminarios que estaban por realizarse, de librerías y libreros. Las revistas, de toda especialidad, eran objeto de comentarios. Dábamos cuenta de las invitaciones que recibían los autores venezolanos, desde otros países. Mes a mes publicábamos las listas de los más vendidos en media docena de librerías. Dar mucho en poco espacio: a esa promesa enfilábamos nuestros esfuerzos.

La Biblioteca Nacional, dirigida entonces por Virginia Betancourt, y el Banco del Libro, por Carmen Diana Deardeen, nos prestaban apoyo valiosísimo. El Banco del Libro producía reseñas y listas de recomendaciones de libros para niños, que alimentaban la sección «La lectura es mi locura». De la Biblioteca Nacional publicábamos listas de títulos recién ingresados, lecturas impecablemente confeccionadas y sorprendentes bibliografías temáticas, relacionadas con hechos noticiosos. Un ejemplo: tras la histórica jornada de protesta de la plaza de Tiananmén del 4 de junio, la Biblioteca Nacional nos envió un listado de más de 50 registros −libros, revistas y hasta mapas−, de materiales sobre China y sus dirigentes, que estaban disponibles para quien se interesara en el caso. La publicamos en la edición del 2 de julio de 1989, con este titular desplegado a todo lo ancho de la página: ¿Podrán detenerse los fusilamientos en China?

Magnetismo Antillano

Como había probado en tantos otros logros materializados en su experiencia como editor, también Lectores fue una empresa de aglutinación. Universidades, casas editoriales, academias, embajadas, organismos y despachos oficiales dedicados a la cultura, pautaban avisos publicitarios o nos enviaban informes, gacetillas de prensa, catálogos de publicaciones importadas, bibliografías y adelantos editoriales. Los jueves en la noche, nuestro día de cierre, salíamos a medianoche de la sede de El Diario de Caracas, en Boleíta Norte, cargados de la nueva información que había llegado a lo largo de la semana: kilos de papel que testificaban que, a finales de los ochenta, la industria editorial venezolana vivía una etapa de eclosión.

Casi 250 colaboradores publicaron reseñas en aquellos 18 meses. Los dos más prolíficos, disciplinados y versátiles: Julio Miranda y Rubén Monasterios. Hoy me sorprende constatar que son numerosas las ediciones donde hay dos o tres reseñas, siempre agudas, precisas y ágiles, de Miranda. Julio Miranda, aprovecho para decirlo aquí, debe ser el más grande maestro venezolano en el arte de ir al grano como crítico literario o autor de reseñas. Con habilidad de joyero desarmaba las antologías de poesía −una de los terrenos donde Miranda exhibía con soltura su sentido del humor−, comentaba novedades narrativas y volvía a autores modernos (recuerdo radiográficos textos suyos sobre Conrad, Pavese y Joyce).

Rubén Monasterios, por su parte, tenía una columna, desborde de curiosidad y enjundia, «Temas raros y maravillosos», en la que ponía foco en cuestiones como el erotismo y la sexualidad, el humor, la contracultura, las criaturas mitológicas, las historias de mapas, indagaciones en los vericuetos de la imaginación y la literatura fantástica, y más.

Distintas generaciones y modos de leer: Juan Carlos Méndez Guédez, Blanca Strepponi, Marco Negrón, Ida Gramcko, Néstor Francia, Sergio Antillano Armas, Tulio Hernández, Hugo Prieto, Jorge Luis Recio, Lolla-Lli Albert, Ramón Pasquier, Isaac Nahón, Alberto Barrera, Argenis Pérez Huggins, Aquiles Villarreral Díaz, Luis Montes, Juan Calzadilla Arreaza, Ben Ami Fihman, Alejandro Salas, Mori Ponsowy, Oscar Lucien, José Tomás Estéves, Violeta Terralavoro, Antonio López Ortega, Joaquín Marta Sosa, Manon Kübler, Pablo Gamba, Carmelo Urso y Luz Marina Barreto son algunos, solo algunos, de los autores que, con alguna frecuencia, produjeron reseñas o lecturas críticas para aquellas páginas.

No puedo dejar de mencionar en esta relación, un generoso dossier sobre literatura africana que hizo Aura Marina Boadas. O los reportes que, desde Maracaibo, enviaba Jacqueline Goldberg sobre libros y literatura del Zulia. O la defensa de Marianella Salazar de la novela de Denzil Romero, La esposa del Dr. Thorne. O la presentación que Juan Liscano hizo del poeta ruso Velimir Khlebnikov. O los habilidosos retratos del ilustrador Iván Cañas, que hicieron más amable el diseño un tanto abigarrado de aquellas páginas.

El lector ciudadano

Lectores puede leerse como un retrato profesional de la madurez periodística de Pablo Antillano. Su plasticidad, esa capacidad suya de insertarse en las esferas del periodismo, la cultura, las ciencias sociales, las empresas y los grandes debates públicos, todo a un mismo tiempo, quedó fijado en las 71 ediciones. Basta con revisarlas, aunque sea de forma somera, para constatar que ellas son un compendio de la curiosidad casi ilimitada, de la habilidad para relacionarse, de su natural apertura ante las diferencias. Tres décadas más tarde, me parece, Lectores apenas ha envejecido: su personalidad permanece intacta: la pluralidad desbordada, la amplitud de registros, el espíritu de puertas abiertas, que no tiene antecedentes ni se ha vuelto a repetir en el periodismo venezolano. Lectores rezuma cierto generoso dispendio, la fascinación de Pablo Antillano por las inagotables vertientes de la experiencia.

Pero hay algo más, que merece alguna observación: hacíamos periodismo para hablarle a los lectores. Compartíamos un presupuesto, una especie de código deontológico: que un lector es, de algún modo, un ciudadano que lleva consigo una avidez: un anhelo de comprensión, un deseo de aprender que no se sacia nunca. Lectores, como el Papel Literario entonces y ahora, o como tantos otros emprendimientos de hoy, donde la calidad del contenido ocupa un lugar privilegiado −Prodavinci, La vida de Nos, Cinco8 y, por fortuna, muchos más− son, sino herederos, al menos descendientes −quizás supervivientes− de la tradición ilustrada. Porque eso fue, en su largo aliento, Pablo Antillano: un ilustrado, un periodista y hombre de ideas que confiaba en que la información y el conocimiento eran tareas necesarias para un mundo mejor.


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