1966. Jardín de la Embajada de México en la India. Foto de Marie José Tramini

Por BETINA BARRIOS AYALA

Me propuse navegar en retratos para ubicar rasgos fijos de una personalidad inquieta e inmensa. Permanece su mirada verde como agua, forma y velocidad que atraviesa palabras plenas de sol, piedra, árbol, arena y gracia. Desde joven arqueará la ceja izquierda. Con aire desafiante llevará el pelo corto peinado hacia atrás. Signado por curvaturas y rayos luminosos, su cabeza dibuja las ondas propias de un devenir ágil y seductor. No será proclive a la melancolía tan propia de algunos escritores; más parece un personaje guiado por una pasión indetenible, que lo lleva a recorrer con tenacidad y presencia las cumbres y costas de los acontecimientos más feroces del siglo XX. Octavio Paz habita el mundo como un juego. Hábil traza líneas entre suelos dispersos y disímiles. Burla fronteras, desarma ideologías, penetra culturas, acorta distancia y tiempo. Traduce e incorpora todas las posibilidades del oficio para atar correspondencias sin limitarse a un ejercicio del intelecto.

1934. Fotografía tomada del archivo Zona Paz

Con un pie en la tierra y otro en el aire, fue funcionario público que abordó con enorme entusiasmo y lucidez la literatura. Se adentró con fuerza en la creación poética y ensayística, sacudió con rigor el ejercicio de la crítica y la reflexión, ejerció el viaje como forma de vida, la docencia y la dirección de revistas. Todo esto desde un motor fundamentalmente afectivo, con el que construye un enorme repertorio de amistades y contiendas, escritas en cualquier lengua e instante.

Quizás para revelarlo, sea pertinente recorrer el itinerario iniciado aquel jueves 11 de octubre de 1990 en Nueva York. Esa mañana repicó el teléfono de la suite 1605 del hotel Drake, donde se encontraba con su mujer, la francesa Marie José Tramini. El poeta mexicano de setenta y seis años se hallaba en la ciudad con vistas a dictar una conferencia en el Metropolitan Museum por encargo de las Naciones Unidas, a propósito de la exhibición: “México, esplendor de 30 siglos”. Para entonces, Paz era diplomático retirado y extraordinario orador, por lo que ofrece disertaciones en universidades e instituciones culturales alrededor del mundo

Al otro lado de la línea, una voz le comunica que ha conseguido ganar el prestigioso premio Nobel de Literatura. Par de meses más tarde, en el mes de diciembre, ofrecerá una alocución inolvidable en la ceremonia de entrega. Le fue otorgado por el jurado alegando una escritura enorme, caracterizada por su inteligencia e integridad humana. Las palabras que Paz escoge articular ese día atan el entramado de toda una vida dedicada a perseguir el enigma de la modernidad. Su primera palabra en el podio será Gracias, vocablo polisémico en todos los idiomas y culturas; reconocido atributo, estilo, ademán que revela buenas maneras físicas y espirituales: forma de felinos y bailarines.

Su exposición muestra un andar consciente y profundo; donde su persona constituye un factor indivisible, aunque móvil y cambiante. Así será capaz de catalizar el asombro, intermitencia y pasión propios de experimentar la vida humana.

Comunicación del Nobel. NYC. Octavio Paz y Marie José Tramini, Nueva York, 1990.
Fotografía de Fred R. Conrad

Dirá Paz que la lengua es dispersión en el hombre que se mueve con y a través de ella. Así, trasciende los límites dibujados por la idea de nación. Por medio de las formas del habla, la herencia europea es plantada en América. Este diálogo, entre torpe y fluido, anuncia un intenso debate del siglo XX: cosmopolitismo/nativismo. Una relación signada por el trance que no podrá ser disuelta. El vínculo está entre islas, penínsulas y continentes atados como la pangea. Cuya tensión pierde peso ante la permanencia de las obras escritas en estos idiomas heredados e híbridos: la forma americana del inglés, francés, portugués y castellano.

Asimismo enuncia que será imprescindible oír lo que dice el presente de la tradición, descifrarla, continuarla. En nuestra civilización occidental, hay una conciencia de separación asimilable a la vida y la experiencia del nacimiento: desgarro. Desprendidos de todo, venimos al mundo con afán de tejer puentes para sanar la herida fundante: la escisión. Así, historia e intimidad se entrelazan.

Octavio Paz da sus primeros pasos en una casa familiar venida a menos en Mixcoac, a las afueras de la Ciudad de México. Fue criado por su madre Josefina Lozano, su tía Amalia y el abuelo Irineo Paz; durante los años posteriores a la Revolución Mexicana. Su padre vive en el exilio en los Estados Unidos, pues había sido muy cercano a Emiliano Zapata. Es así como crece a la sombra y dentro de un jardín inmenso en el que habita una higuera que reencarnará una y otra vez entre sus palabras. Dentro de aquel aire de selva y mundo perdido, habrá una habitación repleta de libros. Así el gran árbol albergará una multiplicidad de formas, y se convertirá en barco que navega entre todas las historias y lenguas inscritas en aquellos volúmenes. El poeta reconoce que la infancia transcurre con velocidad elástica y giratoria, donde todo lo real o imaginario constituye el ahora, y el tiempo es una sustancia maleable, presente sin fisuras.

Sin embargo, textos e imágenes que circulan en prensa dejan ver las contradicciones del afuera, real y acelerado por la violencia de la guerra. Caer en cuenta de esto será un proceso sinuoso, que decanta en el entendimiento del verdadero tiempo del mundo. La consciencia de lo externo es el conflicto, una nueva fractura fundamental. Aquel jardín recrea un espacio ficticio donde el testimonio de los sentidos choca con el tiempo de los otros. Frente a esta expulsión del presente, la respuesta será una necesidad anterior: escribir. La poesía está enamorada del instante, es presente fijo.

De cara a esta cadena de revelaciones íntimas y vitales, brota el empeño por convertirse en un poeta moderno. ¿Qué implicaciones tendrá esto? La modernidad es un concepto equívoco, tan múltiple como estructuras sociales existen. Será Paz un hombre y un nombre que cambia con y a través del tiempo. Así encarnará la propia forma de la modernidad: presente constituido por tiempo que se deshace entre las manos, instante que se escapa. Esta búsqueda poética se enlaza con el destino de las naciones: renacer mil veces, ser, contra y con el mundo.

Modernidad será entendida como tradición y linaje, destino atado a la indiferencia pública, la soledad y el tránsito. Al tratarse de tradición, opuesta a la doctrina; su naturaleza es cambio y sujeción. La búsqueda de la modernidad constituye un descenso a los orígenes. No habrá un norte: será propiamente la reconciliación, adorar el cambio. La modernidad, como una moneda, son las dos caras del progreso: monumentalidad y ruina. Al mismo tiempo, se trata de conciencia sobre la finitud de la vida en la tierra asociada a los recursos naturales. Los límites deben ser trasladados al reconocimiento del dolor del mundo en relación al impacto de la técnica y la idea de progreso. Ahora solo parece conducir a la barbarie, convertido en un bucle incesante de contradicciones que marcan la ausencia de racionalidad reconocible en el devenir de la historia. La modernidad ha expuesto, como etapa posterior a la Edad Media, que nuestros Estados están construidos sobre pilas de cadáveres.

¿El siglo XX anuncia el fin de las utopías? Sería más sensato abandonar la idea de historia como determinismo. Por primera vez la sensibilidad humana encara una libertad de consciencia, que, sin embargo, advierte una irreparable sensación y situación de intemperie. La pregunta es, ¿se trata de fin o mutación? El derrumbe de los ideales socialistas ha marcado la ausencia de doctrinas meta-históricas y meta-estéticas. La humanidad asume el camino de privatización de ideas y prácticas que solían formar parte de la esfera pública. Estos son apenas algunos signos inquietantes ante el declive de las ideologías por el fracaso de las revoluciones. El presente exige reflexión global y rigurosa, pues nos encontramos ante un paisaje de cosificación y aumento inabordable de desechos materiales y morales.

El presente es el sitio de encuentro de las tres posibilidades que dan forma al tiempo. El placer solo está en el presente, es él en sí mismo. Alternativamente luminoso y sombrío, es acción y contemplación. Esto es la poesía: presencia, presente, conciencia de lo efímero, lo bello. La modernidad es conjunción y metamorfosis, presente multiplicado. Cada encuentro es una fuga donde el momento se escapa: Pájaro de instante y ninguno, puñado de sílabas.

La relectura de estas ideas, reflejo del cenit de una carrera, reviven la percepción del ahora: intemperie, vacío, derrumbe, soledad, apariencia, destrucción, aislamiento. ¿De qué se trata esta búsqueda sino de edificar el instante?

10 de diciembre, 1990. Entrega del premio Nobel de Literatura de manos de Carlos XVI Gustavo de Suecia. Sala de Conciertos de Estocolmo. Fotografía de la agencia Reuters

Todo su periplo existencial y creador es una espiral continua. Desde sus comienzos en diálogo con exiliados republicanos como José Bosch y Luis Buñuel; el (des)encuentro con la poesía comprometida de Pablo Neruda; su viaje al surrealismo junto a figuras de la talla de Jean Cocteau y André Breton, quienes iluminaron el magnífico libro ¿Águila o sol? (1951). También el existencialismo de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir; la amistad con poetas como Alejandra Pizarnik y Blanca Varela; la cultura estadounidense en diálogo con Elizabeth Bishop y John Cage; su labor como esteta en el análisis de obras de complejidad y trascendencia como la de Marcel Duchamp; el amor y el erotismo, en conversación con las culturas orientales tan latentes y vigentes en La llama doble (1993).

Paz, un hombre hecho mundo en sí mismo, nombre que enuncia la aparente imposibilidad de la realidad humana que nos contiene. Sin embargo, en su recorrido late la idea de plenitud entendida como reconciliación, lejos de la lectura histórica como promesa. No hay presencia en tiempo que no sea presente. La poesía revela el instante como el valor más precioso, real e irrepetible. Gracias, Octavio.


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