von trier
“Dogville” (Lars von Trier, 2003)

Por NARCISA GARCÍA

En 1995, año del aniversario número cien del cine, un grupo de cineastas daneses se reúne para llevar a cabo un manifiesto: el Dogma 95. Esta vanguardia cinematográfica, la última de la historia del cine que historiadores suelen reconocer, se caracteriza (como todas las vanguardias) por ser política. Frente a la sociedad danesa estancada en fachadas de rectitud y ejemplaridad moral, este grupo de cineastas (Thomas Vinterberg, Lars von Trier, Soren Kragh-Jacobsen, Harmony Korine, Kristian Levring, entre otros) decidió señalar la hipocresía a su alrededor. El resultado es un conjunto de películas con temas como trastornos familiares (Celebración, 1998), la enfermedad mental como detonante de cierto tipo de conductas en la sociedad danesa (Los idiotas, 1998), y en general historias mínimas de traumas de infancia o adolescencia y de cómo los diferentes círculos sociales se comportan frente a dichos asuntos.

Estéticamente el manifiesto impone reglas a los realizadores: no utilizar iluminación artificial, las locaciones y utilería deben ser reales, el sonido debe ser directo, debe usarse cámara en mano (ya se contaba con cámaras más livianas: las de video, aunque una de las normas estipula que debe usarse película de 35 mm), se prohíben los efectos ópticos, las armas y los crímenes; no deben hacerse películas de género, la historia debe ocurrir aquí y ahora, y el director no debe aparecer en los créditos. Dogma 95 presenta un cine crudo, sin artificios, tanto en la forma como en el fondo. La libertad de grabar con cámara de video hizo posible que los cineastas de todo el mundo notasen el potencial de la liviandad de la cámara, así como la ausencia de un gran presupuesto no significa una mala película: Dogma es, en parte, el resultado de las políticas de autor francesas, el realismo de Dziga Vertov y la libertad de realización del neorrealismo italiano. Además le dio un lugar al digital en la academia: cuando películas hechas bajo el manifiesto fueron premiadas en festivales internacionales, dejó de verse mal el hacer cine sin celuloide. Aunque ese es un asunto que aún se debate.

Dogville (Lars von Trier, 2003) no se inscribe enteramente en la vanguardia Dogma 95, aunque cuente con algunos elementos de ella. El aspecto sin duda más interesante al momento de enfrentar esta película –el verbo no es en vano: ver Dogville, como ver cualquier película de Von Trier, requiere de coraje– es su puesta en escena. No se parece a nada que se haya visto jamás en la historia del cine.

En los años veinte, el sueco Carl Dreyer dirigía La pasión de Juana de Arco, inscrito en una tendencia artística: el realismo. En esta cinta Dreyer desnuda las locaciones, dejando tan solo muros blancos que a duras penas se ven tras los primeros planos de la protagonista, la actriz María Falconetti. La ausencia de maquillaje en el elenco, los poquísimos objetos de utilería (estrictamente los necesarios: ni uno más) y, sobre todo la escenografía despojada, desvestida, hallan su expresión más radical en Dogville. La austeridad de la puesta en escena de Dreyer se lleva a tal extremo, que literalmente desaparece en esta película. Aunque esta puesta en escena pueda parecer teatral, no lo es: está filmada como una película Dogma (sin efectos, a veces cámara en mano, no es de género), con saltos de eje como los de Godard, complementando la invisibilidad del set con audio como el del abrir y cerrar de las puertas… Dogville cuenta una historia sobre la maldad y la venganza, una suerte de fábula donde la destrucción y la violencia es lo único que puede deparar a ese pequeño infierno invisible.


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