ERNESTO PÉREZ ZÚÑIGA, POR LISBETH SALAS

Por JOSÉ BALZA

(…)

El año 2011 Pérez Zúñiga publica una tercera novela, El juego del mono, escrita entre las primaveras del 2007 y del 2010. Aunque numerosas referencias a otros autores, citas directas, relectura de clásicos y, en especial, las imágenes de  monos, famosas en la tradición y en obras actuales del Oriente, pudieran implicarnos en una ejecución de pastiches o una reescritura de diversas narraciones (y, en verdad, a veces ocurre así) esta novela corresponde al cumplimiento de una experiencia obsesivamente personal.

En principio por la prosa —resonancia de versos, cuentos y novelas anteriores de Pérez Zúñiga—; también por la cualidad paisajística que ya hemos detectado y por avances de ternura o comprensión que de manera simultánea acunan o hieren a los diversos personajes, pero en especial a su protagonista.

Con escenas autónomas y siempre fascinantes, su escritura no deja de ser una vasta, terrible confesión. “Quiero escribir lo que me ha dicho esta noche ese loro, ese pesado: el inconsciente”: un recorrido por sótanos, prisiones, sueños, bares, borracheras, deterioro, abandono, negación de la educación, drogas, animalidad de diversa índole. Frase aquella que pudiera anunciar un relato inconexo, párrafos flotando en el caos, desorden y esterilidad surreal, pero que en verdad esconde simetría, calculado rigor, construcción lúcida, mosaico sin fisuras: novela pura, exacta y libre.

Algeciras, Gibraltar, el Peñón, la Línea, el Estrecho, la frontera: rocas, mar, emigrantes, contrabando, bares y prostíbulos (“un excremento del floreciente territorio europeo”). Montenegro, hombre sobre los treinta años, con una cicatriz en la mejilla izquierda, ocasional “monje genital” pero disoluto, profesor impreciso de chicos resueltos y alocados, indiferentes al aprendizaje y al futuro. Los monos de Gibraltar —Macaco sylvanus que viven en lo alto de la montaña y bajan a las carreteras o a las casas o al sueño. La Chica de la Nariz, complaciente y adicta; la Niña de la Ducha, alumna, ajena, especie de lo-li-ta inalcanzable; y la Mujer de la Máscara, sensual, cruel, poderosa aunque condescendiente, a medias real y a medias imaginada por alguien. Tales son los componentes, físicos y psíquicos, muy bien corporeizados y muy activos, con que la narración nos ocupa.

Una casa alquilada por el desaliñado y alcohólico profesor, cuyo centro magnético es un sótano que, aunque resulta común en el estilo de las viviendas de la zona, ahora se vuelve espacio distintivo. Dentro de éste, un prisionero de la Mujer de la Máscara, pura vivencia y percepción, sin razones claras para su condena y a quien debemos el intenso manuscrito abandonado. El prisionero pudiera ser aquel hombre muerto (¿a punto de cumplir 41 años?) encontrado, tiempo antes de la llegada del profesor, en las proximidades y que despierta su curiosidad, el deseo de investigar, la búsqueda roída.

Todo lo sabemos porque cinco años después de haber escapado —también del sótano, dentro del cual lo fijó el gesto azarístico de un mono— Montenegro errante por el mundo rememora sus historias.

Direcciones de toda su escritura anterior, ya lo hemos sugerido, desembocan en esta obra convulsa de Pérez Zúñiga. Ecos de la Guerra Civil (Santo diablo): “Comerse al otro: Guerra Civil”,  la asoman a puros instintos  de destrucción; el mal mayor, la muerte, que en El segundo círculo, se ofrece como dolor absoluto desde este lado, pero como aliento absurdo del deseo, desde el otro, pasa a ser una suerte de albur, quizá insignificante ante los destinos estrechos y deshechos que deambulan por Gibraltar.

Aunque el protagonista, Montenegro, dice que por épocas “uno está entregado al afuera” porque vive demasiado lejos de sí y que los sucesos “se iban retorciendo” ante él, “ciego en la existencia”, permanece al contrario maniacamente atento a sus sueños y pensamientos. Por lo cual el manuscrito del muerto (“…el sentido de su tiempo estuvo en otra parte: ¿en la literatura?”) , leído y analizado por él, parece una extensión de sus impulsos.

El manuscrito y la historia de Montenegro cumplen así “un ritmo de ocurrir, más que distinto, de naturaleza contraria” o complementaria.

El sótano y el Peñón, el colegio, los jóvenes y sus padres, Sherezade y las otras chicas, las Parcas, el prisionero y Montenegro son un mismo cuerpo, minado por el abandono, la lasitud, la sexualidad primaria, el peligro. Hay un pequeño calabozo, pero alrededor de él y de todo aquello el mundo ha desaparecido o es otra prisión, que los somete a un clima de crueldad anodina y absurda, a la conformidad y el fracaso, al desaliento como cobertura e interioridad de las conductas. Quizá porque nuestro mundo actual encuentra en Gibraltar su síntesis. La grisácea tinta goyesca de Pérez Zúñiga todo lo penetra (y en esa materia inasible tal vez reverberan las sombras de Díaz Grey y del propio Onetti).

Algo asoma como frágil luminosidad o como redención para el prisionero y para Montenegro (este obliga a sus discípulos a “leer”  Drácula): la literatura. Tal vez porque en ella pueden converger tanto lo involuntario y elusivo como la soledad y las inseguras explicaciones; porque reúne la máxima exposición de intimidad y el improbable deseo de ser percibido. También porque, como ocurre en este caso, es un  gesto de narcisismo perverso.

Así, en los alrededores de la “ciudad proclive al escombro”, escribir o mirar fotos de Bogart y Ava Gardner permite el logro de que “mitificar la realidad puede ser muy útil para soportarla, incluso para lograr vivir tranquilamente sin procurar un cambio”, como hacen todos allí.

Pero como “somos parte de una narración de la que desconocemos las reglas” y cuyo sentido es inexplicable, utilizamos “la capacidad de la invención para proyectar sobre el vacío lo que va creando”. Ya lo sabemos por lo actos cotidianos de esos personajes y porque si hay algo extraordinario en sus días (los monos) lo devora de inmediato la cotidianidad: “Todo aquel que escribe ficciones es un inquisidor de las posibilidades verosímiles que tiene la realidad para manifestarse extraordinaria”. No hay duda: escribir se convierte en “una conversación con la ausencia”, hacerlo es el paroxismo de la circularidad obtusa: “Imaginación y acción (lo que se obra, la obra), una misma cosa”.

Entre las muchas cualidades de Pérez Zúñiga destaca su misteriosa precisión para titular cada libro. Con El juego del mono parece superar ese talento. En un extremo opuesto, de manera aparente, al virtuoso juego de Hermann Hesse, este libro se hunde dentro de lo lúdico como una fatalidad. Y a pesar de su reparto amplio, termina convirtiéndose en la unidad/polaridad de Montenegro y el “mono rubio”.

Mitos, leyendas, tradiciones, magazines, literatura, televisión han hecho del mono un signo particular. A su agilidad, don de imitación, bufonería, algún erudito ha añadido lo de su conciencia disipada. Quizá por su vagabundeo y por su alta sensibilidad que también salta de rama en rama. En el budismo se le imputa una falsa sabiduría, los aztecas lo asocian al sol y a la sexualidad ardiente.

Aquí los monos viven en el Peñón y acuden al auto del protagonista, quien mientras bebe bourbon en la carretera (“Un cóctel de whisky y aire. El atardecer es el bourbon del cosmos”) termina lanzándole botellas que ellos beben de inmediato. El ritual es prolongado: primero los visita por las tardes y los emborracha, luego seleccionado por uno de ellos lo lleva a su casa, al sótano y lo convierte de algún modo en parte suya. Pero antes confiesa: “En una ocasión un mono entró dentro de mi pecho, se apoyó contra la pared y se quedó dormido. En mi sueño, intenté ver lo que el mono soñaba: en el interior de sus pulmones, que eran de agua, había un niño desnudo y sentado, respirando como un pez”.

La fusión es total. No sólo entre los monos de la realidad y el animal soñado sino también entre Montenegro y el prisionero muerto, porque ambos han tenido un mono junto a ellos, en el sótano, en el sueño.

El animal y el otro o los otros; y viceversa: un mundo gástrico los deglute, los sacia, los impulsa. Y ya sabemos que ese mundo está signado como materia en disolución. Hemos descendido o volado hacia unidades y oposiciones estallantes. “Una relación extraña con los animales la puede tener cualquiera”: como estos seres anodinos y de conversación sin objeto, distantes del esplendor que los dioses o los mitos conceden a la animalidad.

Y ya no cesaremos, aun después de cerrar el libro, de sentir o evocar el sórdido juego entre ellos (¿ellos?): “Jugamos porque somos incapaces de amar”. Al leer y al vivir jugamos: estamos solos. Si nuestra acción toca a otro ser “jugamos con pequeñas mentiras casi instintivas” o para estar cerca de lo que hemos perdido.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!