Por KEILA VALL DE LA VILLE

To be enchanted is to be struck and shaken by the extraordinary that lives amid the familiar and the everyday, starting from the assumption that the world has become neither inert nor devoid of surprise but continues to inspire deep and powerful attachments

Jane Bennett

La película La ciénaga de la argentina Lucrecia Martel, de cuyo estreno recientemente se celebraron veinte años, traslada desde un emplazamiento cotidiano aunque problemático, hacia un lugar-tiempo extraño. En él, la infancia libre y oscura abre la frontera para mirar más allá. En el recorrido hacia un desenlace trágico magistralmente establecido, la porosidad ante lo desconocido y la opacidad de lo infantil toman fuerza progresiva.

La película comienza así. Sobre el fondo provisto por una piscina mal mantenida en una casa de campo venida a menos, planos medios de torsos y piernas de varios cuerpos adultos en trajes de baño se mueven en cámara lenta. Arrastran sillas, se desplazan dejando un sonido lejano y a la vez ensordecedor como estela. Las sillas se desplazan desde el eco de un eco. Los cuerpos se reacomodan en el espacio y se vuelven a sentar, o acostar. Una mujer, Meche, se mueve entre las tumbonas y asientos recién dispuestos. Lo hace trabajosamente, sus manos recopilan copas ya vacías o semi–vacías, da igual. Disponen como pueden nuevos hielos en los vasos, lanzan cubos que golpean los cristales con esta sonoridad lejana y absorbente a la vez. Al descuido las manos sirven más vino. En la etapa soporosa siguiente a la ebriedad los presentes están más dormidos que despiertos pero aún se dedican a la bebida. El audio exacerbado habla de un desapego y una distancia, de un desentendimiento del mundo. Así, un sustrato casi fantástico se construye desde esta primera secuencia en la que la realidad y una inquietante forma de encantamiento se enlazan.

El nombre La ciénaga se refiere al nombre del pueblo más cercano a la finca en el que la mayor parte de los acontecimientos ocurre, es elocuente la ubicación de la casa al margen de la capital, en la periferia del territorio argentino, en un más allá libremente suspendido. Pero también una ciénaga es un pantano, un lugar que conecta con el submundo. ¿Qué es un pantano sino una instancia de la que simbólica (y verdaderamente) escapar es difícil, cuya principal oferta es el atascamiento y más aún: el hundimiento bajo tierra? Los animales van a morir al pantano, y para muestra, al inicio de la película a un becerro le ocurre en la colina cercana: incapaz de salir de la tierra inmanejable, claudica ante la arcilla que se lo traga. Qué ofrece el exceso en el uso de drogas o alcohol si no una alteración del orden de lo real, emparentado con la magia y la muerte, con un otro lugar. En tal sentido es elocuente el emplazamiento del pueblo La ciénaga tanto como el alcohol como vehículo alterador de la conciencia y las dinámicas afectivas limítrofes en esta casa. Quien cruza al otro lado no regresa fácilmente.

Es obvio muy pronto en esta historia que ningún adulto está en control. Y aunque es bien sabido que un mundo sin control es un llamado inescapable a la tragedia, la historia va poniendo en evidencia y cuestionando oblicuamente la noción occidental contemporánea de la estructura familiar y de parentesco que emplaza (¿excesivo?) poder en los padres sobre el devenir de los hijos. No necesariamente pueden o quieren los adultos controlar, manejar el mundo, asegurar la sobrevivencia. Al menos no en La ciénaga.

Durante aquella secuencia soporífera alrededor de la piscina, Meche pregunta: ¿con quién está Joaquín en el cerro?, refiriéndose al hijo de unos diez años, tuerto años atrás y probablemente ya sin cura a consecuencia de la carencia que lo empuja al mundo, del descuido familiar que lo dejó a su suerte. Entonces se ve a Joaquín atravesando un monte acompañado de perros y otros niños, escopeta en mano. Es Joaquín quien hace espacio en la maleza para conducir al grupo y atravesar el territorio poroso. Es él quien descubre al becerro recién enterrándose en el lodo. La oferta hacia el submundo del territorio permeable a través del que se mueve el niño, traslada a la imagen del Dios Odin, Señor de la soberanía mágica que ofrece un ojo a cambio de ver lo invisible, y que según el mito lidera la cacería salvaje, acompañado de guerreros sobrenaturales y de perros, en una desenfrenada persecución a través de los cielos, a lo largo de la tierra o por encima de ella. Joaquín observa al becerro agonizante. Le apunta. No dispara. Señora, gracias por darme a Isabel, reza con fervor en tanto Noni, adolescente también hija de Meche, que en una de las habitaciones de la casa se refiere a la criada más o menos contemporánea que duerme a su lado, en la misma cama. Se verá luego que Noni es el personaje más religioso de la historia, al conocer de rumores sobre la aparición de la virgen reflejada en un tanque de agua del pueblo, irá tras ella, con confianza aunque sin éxito, con aquella naturalidad con la que solo la infancia, la videncia y la locura se relacionan con el más allá.

Si la modernidad occidental desarraigó a Dios y lo confinó a las cuatro paredes de la iglesia, en esta película lo fantasmal y lo místico se presentan de la mano en el día a día y sin cuestionamientos. Esta familiaridad con lo mágico, con las fuerzas misteriosas de la naturaleza, con la muerte, hace de los niños duendes. Que logren o no ver a la virgen es lo de menos. Lo importante es que saben que es posible.

Entonces ocurre un accidente que sin ser fatal cristaliza el tono de la película y marca su devenir. En aquella piscina que Meche ronda peligrosamente con las copas de los invitados en la mano ocurre lo inevitable, la mujer tropieza consigo misma, o con su propio exceso, y cae sobre los vidrios. Los presentes, incluido Gregorio, el esposo, están demasiado ebrios para atenderla. Ella demasiado tomada para reaccionar. Cada quien permanece inmóvil. Meche se desangra boca abajo. Son las niñas y la criada adolescente quienes resuelven la emergencia ante la inutilidad de los adultos empantanados en alcohol.

Los menores en esta casa se abren espacio en el mundo, lo construyen sin guía y aparentemente sin necesitarla. Se autogestionan las vacaciones y la vida. Chapotean en el río blandiendo sus machetes en la mano, riéndose a carcajadas golpean peligrosamente con los instrumentos filosos el agua buscando pescar, y lo logran: pescan. Se visten con la ropa que encuentran, se bañan solo cuando quieren, exploran su sexualidad con libertad sensual, juegan incestuosamente sin frenos. Cuando el primo de estos niños, Luchi, sufre un accidente hogareño, no avisa a nadie. Trepa al lavaplatos y se lava la herida. Tali, su madre, lo descubre y anuncia con hastío sutil: “Ay, Luchi se volvió a cortar. Habrá que llevarlo al doctor”. Meche y Tali se evidencian cada una a su manera asfixiada y sin salida, ambas más cerca del cenagal que de la superficie, intentarán sin éxito irse de viaje solas y ese saludable sueño Thelma y Louis no ocurrirá; pero el caso de sus hijos es distinto.

Una mirada a-moral se posa sobre esta realidad cotidiana y extraña a la vez, establece una tensión que va in crescendo desde el reto a los patrones de comportamiento de la familia tradicional contemporánea cuya disfuncionalidad se presenta y no se cuestiona. Si en la familia tradicional son los adultos quienes cuidan a los niños y les ponen límites, acá son ellos quienes resuelven sus necesidades a toda costa y con la mayor naturalidad, quienes se ponen límites, o no. Los chicos siempre tienen la muerte muy cerca y no le temen, por lo contrario, dialogan con ella. Es una compañera de juegos más. Si en el mundo post colonial las diferencias de clase son inseparables en el ámbito doméstico de la relación ama o amo/ criada o criado, en La ciénaga la relación está desfasada: los niños juegan atravesando de un lado al otro de esa frontera social con una facilidad y horizontalidad que la descuadra. El conflicto de clase existe y se muestra desde lo mínimo.

La tragedia termina ocurriendo. La ciénaga ha dispuesto narrativamente todo elemento para manifestarla al final. Luchi, el hijo de Tali, sube a una escalera para mirar al otro lado del muro alto de su casa, justamente para cruzar y ver qué hay más allá, al otro lado, y no lo logra. Cae desde lo alto y de este lado no hay quien lo salve, nadie lo llevará al doctor. Simétricamente, así como la caída de Meche abre la película, la de Luchi ahora sí, fatal, la cierra. La muerte ocurre sin drama, queda solo el silencio de un cuerpo pequeño inerte en las baldosas de un patio.

El arco narrativo de la película no parece tan relevante, en el film no ocurre más que esta danza, estas dos mujeres intentando ser en el pantano, estos hijos más emparentados con el duende que con el humano por su manejo de una realidad paralela, ominosa, y siempre natural. La ciénaga ofrece constantemente una sensación de incomodidad, desplazamiento, todo lo natural se hace extraño y mucho de lo extraño es visto en ella como natural. La amenaza desplaza constantemente la atención hacia un chequeo constante: esto no está bien, esto no es normal, dice una voz en la medida en que los personajes de la historia se hacen paso como pueden en un mundo peligroso. Si tal como afirma Jane Bennett, el encantamiento es un estado de maravilla que genera una suspensión temporal del tiempo cronológico y del movimiento corporal (pensemos en el asombro, en el pasmo), y es un ánimo de plenitud generado por el encuentro sorpresivo que puede generar o bien placer (el encanto) o un sentimiento “uncanny” (la extrañeza), La ciénaga ofrece a quien la ve este pasadizo. No son los personajes quienes cruzan, es su espectadora.


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