Por KEILA VALL DE LA VILLE

descubro que si la escritura no es todas las cosas,

todos los contrarios aturdidos, una búsqueda de vanidad y vacío,

entonces es nada.

Marguerite Duras

Quien al tomar en las manos la novela El amante de Marguerite Duras espere una historia enriquecida por imágenes incitadoras y sensuales, se hallará ante otras muy distintas, el sentido del vacío permea todo el libro, es leitmotif. Duras vuelve a él una y otra vez en espiral y desde lugares muy distintos a esa noción: la del vacío como fuerza gravitacional desde la que el amor, pero también la escritura de sí misma, se materializa. Quien sostiene el libro se encuentra también, al hundirse en el asombro del vacío, con la separación y la precariedad. Halla un recorrido austero hacia el pasado hecho de fisuras, de lapsus. La memoria imperfecta, la foto no tomada, la insuficiencia material de la existencia; incluso la idea de madurez: solo cree lo que lleva en sí un vacío, marca el devenir de la novela.

Leer a Marguerite Duras conduce en este recorrido muy personal a Simone Weil, y también a un poema de Cristina Peri Rossi titulado “Asombro” cuyos versos que comparto no casualmente van entre paréntesis —están en la fisura— en el texto original: “(Todo amor es amor a las diferencias / al espacio vacío entre dos cuerpos / al espacio vacío entre dos mentes / al horrible presentimiento de no morir de a dos)”. La pasión y la precariedad se enlazan en encuentro de dos cuerpos ante su imposibilidad de fundirse, en la incompletitud a la que está siempre condenada la unión. También el sexo más intenso y quizá especialmente este, es recordatorio de una insuficiencia, siempre de una fisura, cada orgasmo, claro, pasadizo hacia la muerte. Cada chispazo inicial siempre conformándose a su culminación, al instante vacío.

El amante está escrita desde la memoria insuficiente de un cuerpo que se sabe desde siempre devastado, así lo declara su narradora al inicio del libro, y que se traslada en el tiempo a los quince años y medio de una niña cruzando el río Mekong entre Sadec y Saigon, a un viaje sin retorno hacia la madurez que desde la negación del ser, instaura la existencia a través del verbo. El personaje principal —la llamaríamos Marguerite si quisiéramos darle un nombre pues en la novela carece de uno, mucho se ha hablado sobre el sustrato autobiográfico de la historia, un hecho que encuentro irrelevante pero menciono por no dejar más vacío del necesario acá— es una niña blanca de una familia económicamente desafortunada, que en su pasaje hacia la adultez tropieza con un hombre chino millonario, cosmopolita, y que en cuestión de instantes queda prendado ante su visón. La niña mujer sin arrepentimientos o falsa moral se entrega a la exploración del deseo incipiente ­—de tan incipiente inmune a toda enunciación que lo describa— y termina pronto disfrutándolo sin frenos mientras se plantea otro recorrido, otra transformación: la de su conversión en autora.

En las primeras páginas la protagonista advierte: La historia de mi vida no existe. No existe. Nunca ha tenido un centro. Ni camino, ni línea. Hay vastos pasajes en los que se insinúa que hubo alguien, pero no es cierto, no hubo nadie. A lo largo de la historia Duras también está entre dos costas, ahora es la niña en su conversión, ahora es la autora adulta que recuerda o recrea a esa niña en su primera experiencia íntima. Salta de una orilla a la otra, superando el vacío que es también aquella inexistencia: la historia de mi vida no existe porque está por existir. El amante cuenta entonces la historia sobre un apetito tan joven que en sus inicios carece de verbo y que termina convirtiéndose en una atracción fuerte, ¿amor? y en un recorrido literario brillante, si se acepta el elemento autobiográfico de la historia y quien relata, además recuerda y vivió lo contado, es la misma Duras.

Sobre aquel bote cruzando el río, la niña luce sin candidez un viejo y semitransparente vestido de seda que alguna vez fue de su madre, ciñe a su cuerpo las tallas sobrantes con el cinturón de uno de sus hermanos, lleva usados y altos zapatos de lamé, un sombrero masculino, y rouge poco adecuado a su edad. La niña observa el clima, un clima sin nombre, sin estaciones, un clima sin referencias. Tengo quince años y medio, no hay estaciones en esta parte del mundo, tenemos solo una estación única, cálida, monótona, nos hallamos en la larga faja cálida de la tierra, no hay primavera, no hay renovación. No hay renacimiento afuera porque uno interior está por ocurrir. Aquella imagen apoyada sobre la baranda llevando estos atuendos inquietantes que no le corresponden pero le sientan tan bien, desencaja así el paisaje y el tiempo, los quiebra. La protagonista puede ver la continuidad sin nombre porque ella misma representa su ruptura. Su imagen ofrece la chispa que enciende la historia.

Quien lee sabrá que la narradora ha olvidado, que no recuerda lo escrito o lo que ha dejado fuera en el relato sobre su emocionalmente compleja relación familiar, no recuerda el tono de voz de la madre, su sonrisa o sus gritos. Sus hermanos también se han diluido, son presencia que en nada la acompañan o que cuando lo hacen lo hacen desde la muerte. También ellos son una estación monótona sin renovación y sin nombre. Es gracias a la ausencia de memoria, a ese espacio blanco de todo, que la escritora dice puede escribir detalladamente sobre ellos. Con respecto a la madre dice: Se ha vuelto en algo sobre lo que escribo sin dificultad, en escritura cursiva.

Duras observa en el hoy a la niña que en el ayer viaja sobre el agua y conoce relevancia de aquel momento, la transformación de la que solo es posible estar al tanto cuando esta ya ha ocurrido y requiere, sí, una página en blanco, un vacío, un clima indistinto y aquella caligrafía cursiva para instaurarse. Aquel viaje sobre el agua es la marca, el quiebre, o claro, el bautizo; requeriría una foto, un documento capaz de congelarlo en el tiempo. Pero cómo podía imaginarse un fotógrafo o la niña misma que el instante marcaría un antes y un después. La falla, la inexistencia del documento es lo que proporciona al momento, dice Duras, la virtud de representar, de crear un absoluto. Me quedo con la imagen del absoluto innombrable como incitador de todo lo naciente. A fin de cuentas todo tránsito significativo supone un cambio de sentido que por momentos todo lo suspende.

Es en ese instante suspendido de sentido que desde el asiento de su limosina un hombre millonario también sin nombre a lo largo de la historia descubre a la niña de traje transparente y zapatos dorados que despierta en él el deseo que a ella, a su corta edad, ya se le ha hecho habitual: no es la primera vez que la miran así. Marcado por la visión él se aproxima a la niña y luego de una conversación escueta, el chofer termina subiendo su valija al auto de lujo. El cruce entre dos nuevas costas, entre el espacio público del bote y el privado delimitado por el auto, representa el pacto, el inicio de un nuevo capítulo que lleva a la iniciación sexual de ella, a la perdición amorosa de él.

Incontables jueves el hombre millonario y chino traslada a la adolescente de precarias condiciones materiales y blanca, entre el bachillerato francés y el internado, y cuando ocurre el primer encuentro en el apartamento con vistas a Saigón, ella desconoce si lo que siente es deseo o repugnancia. No hay palabras sensuales porque no han sido aún inauguradas. Otro vacío. Ambos se vuelven amantes afásicos. No me hables, le pide ella, preferiría que no me amaras, pero si has de hacerlo que sea silencio, haz conmigo lo que haces con las otras mujeres, suplica. La austeridad material en la vida de la niña, en las condiciones del encuentro entre dos amantes no casualmente sin nombre, ambos sin lugar en el mundo más que en la burbuja que ofrece el auto ostentoso y el apartamento estudio con persianas que dan a Saigón, es informada en la novela por el silencio, por lo no dicho, por el olvido y una foto no tomada, por la propia anatomía esquelética de ambos, por el estilo en la prosa de Duras que es también delgada, directa, breve.

Los amantes se aman en la tarde, justo antes de que caiga la noche: Le pregunto si es normal estar tan tristes como estamos, Él responde que se debe a que hemos hecho el amor durante el día, en el momento más álgido del calor. Dice que después es siempre terrible. Sonríe. Dice, Tanto si se ama como si no se ama, siempre es terrible. Dice que pasará con la noche, tan pronto como llegue la noche. Pero no pasará porque la tristeza que embarga a la joven antigua podría, tal como dice, llevar su propio nombre, aquel nombre de pila inexistente. Negándose y enlazándose de nuevo el uno al otro en el preludio a la despedida que fue aquel primer viaje en bote, los personajes se aman protegidos por las tenues rejillas de unas ventanas que los separan del mundo y que protegiéndolos también los borran: ningún material duro nos separa de la gente. Los demás ignoran nuestra existencia. Nosotros percibimos algo de las suyas. Antes de la separación definitiva, antes de o con la muerte, muere la pasión. El amante ya no siente deseo, se descubre incapaz de hacer el amor a la adolescente que está por irse. Se declara herido de silencio final. La separación se ofrece entonces con la preciosa simetría de ocurrir de nuevo a través del agua: un barco navega con la joven a bordo pero ya no cruzando un río sino el océano y con París como destino.

Mirándola alejarse se pregunta ahora quien esto escribe, ¿qué es la primera página en blanco en el camino de esta joven supuesta a convertirse en autora, sino un vacío más?, el vacío inaugural desde el que toda historia puede contarse, aunque sea desde la precariedad, aunque sea desde la grieta, siempre con la imposibilidad ofreciéndose como precipicio. El vacío que la niña siempre supo necesario para nombrar su propia existencia, el vacío que la autora entiende necesario para al fin [hasta el final de la idea] recomenzar, se queda conmigo. Es desde él que ahora escribo esta Nota al margen.


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