GUILLERMO MENESES (1911-1978) / ARCHIVO

Por LUIS MANCIPE

Guillermo Meneses (1911-1978) publicó en 1952 su novela El falso cuaderno de Narciso Espejo con la editorial Nueva Cádiz, con la cual obtuvo el Premio de Novela Arístides Rojas en 1953.

Meneses falleció en Porlamar a los 68 años: la misma edad que en el 2020 cumple el Narciso. Me percaté al terminar de leer la novela pocos días atrás, y considero esta coincidencia, entre otras, buen motivo para estas notas.

Durante la lectura experimenté diversas emociones que se agitaban entre un vaivén de certezas y sorpresas, de espejos y reflejos. Siendo Enrique Bernardo Núñez uno de los narradores a los que más afecto guardo, con quien Meneses comparte el haber sido Cronista de Caracas, esperaba encontrarme con un relato que me haría volver de cierta manera, o para decirlo mejor, de una manera cierta a Venezuela. Quiero ilustrar estas impresiones con ayuda de un par de citas:

“(…) señalaron para mí [algunos gestos del padre desaparecido] la existencia de un frío aletazo de crueldad que era la huella del Tirano sobre la tierra venezolana. No sé cómo pude olvidar a veces estas cosas. Deseo recordarlas siempre” (Meneses 147).

El deseo de Narciso, el reproche que se hace a sí mismo, radica en la imposibilidad de hacerse de manera definitiva con su reflejo, pero lo cierto es que no puede haber recuerdo sin olvido. La etimología de la palabra recuerdo implica un volver al corazón —es decir que primero hay que irse de él— y su sonoridad un regreso a la cuerda como un hilo se retoma. Una línea delgada se desvanece en la distancia, una línea cuyo principio y fin se desdibujan en el fondo, hasta borrarse incluso de la vista, pero no de la memoria.

Ahora vivo en Argentina y a veces tengo días ligeros, poblados de olvido y presente, entregado a la ignorancia de lo que ocurre en mi país con premeditación y alevosía. He aprendido que eso siempre vuelve, y cuando viene más vale atenderlo. Ese hilo perdido de pronto roza una muñeca, te toma las manos o cae en ellas —en forma de novela en este caso— y las aprietas tanto, como diría Bola de Nieve, que se deshacen y te das cuenta de que no la puedes sujetar. 

La impotencia que siento ante este espejo es que la huella que el tirano deja hoy en Venezuela no se ha terminado de imprimir: aún no acaba de meter la pata. Es muy honda, seguro, lo suficiente como para que quepamos todos dentro de ella; cada tanto puede uno verse colgado en sus paredes, como un reflejo.

“(…) Me enorgullece pensar que hay una porción de mi organismo que actúa en función de mi pueblo; por ella me conozco como venezolano y sé que Venezuela me pertenece, ya que está dentro de mí.

Cuando me he olvidado de ello, he sido profundamente infeliz” (150).

Las certezas que pude hallar en estas líneas —que fuera de contexto pueden confundirse con simple patriotismo— fueron la confirmación de mi nostalgia y la acertada expectativa que sentía por el Cronista que novela. La primera de las sorpresas consistió más bien en hallar en su discurso la forma precisa de algunas sensaciones que no había sabido expresar con mis propias palabras: la infelicidad del olvido, por ejemplo.

Otro hallazgo inesperado y misteriosamente oportuno para mi circunstancia, que no es tan diferente de la del mundo entero, es el registro que hace Narciso de haber escuchado en su infancia decir a la voz “(…) de la boca arrugada: ‘Nada se siente; viene despacito y, cuando te das cuenta, estás enferma’ (…) ‘¿Has recibido noticias de Luis?’ (La señora elegante preguntaba por mi hermano, el que estudiaba pintura en Europa) ‘Según dicen, allá es más fuerte la epidemia’” (151). Se refería a la peste de 1918, aquella que abrazó cerca de 50.000.000 de muertes. La sola palabra, dice Narciso, producía “una inquietud antigua de siglos”. Ya a estas alturas sabemos que esta pandemia que nos contagia hoy a todos —si no con sus síntomas fisiológicos sí con los psicológicos—, no es la primera que enfrenta la humanidad, y sin embargo, encontrarnos en esta cuarentena con los relatos literarios que hicieron algunos como Meneses en su debido momento, se asemeja a una compañía que comparte con la angustia un gesto de siglos; podemos decir: “Entiendo hoy que el alma la conciencia, el órgano del hombre que es su testigo está incompleta cuando no puede encontrar en sí misma la presencia de los seres que la rodean” (150).

Aunque quizá la más reveladora de las sorpresas que me dejó la lectura es que Narciso, el del mito, no está enamorado de sí mismo como suele pensarse; prueba de esta creencia es que a los egocéntricos se les llame narciso con tanta ligereza. En verdad él está enamorado de su imagen y eso consiste una diferencia trascendental.

“(…) se comentó abundantemente la versión que establecía cómo Narciso había iniciado algo muy parecido a una relación amorosa con la fuente del bosque, con la arremansada poza que el mozo visitaba a diario.

(…) la contemplación de la fuente fue el principal motivo de murmuro.

(…) Al menos, los labios de Narciso se movían como si dijese secretos de amor sobre la piel del agua.

(…) Alguien llegó a decir que Narciso había descubierto las presencias femeninas que hay en toda corriente de agua” (131).

Ese descubrimiento que Meneses otorga al Narciso mítico, en la voz de Juan Ruiz —escritor de cierta manera del falso cuaderno—, resulta revelador de la poética de esta novela. De la contemplación de la fuente manaba el murmuro. Roberto Calasso resalta en su ensayo titulado “Aguas mentales”, contenido en su libro La literatura y los dioses, la relación directa que hay entre las ninfas y las fuentes. Ese rumor que ronda a Narciso por su relación con las aguas, donde parece haber descubierto “presencias femeninas” es consonante con lo que cuenta el Himno homérico de Apolo. Cuando el dios buscaba un lugar donde fundar su oráculo se dirigió a una fuente de bellas aguas, cercana a Delfos, protegida por la Ninfa Telfusa y por Pitón. “En ellas se desdoblaba una misma potencia, apareciendo a veces bajo el encantador aspecto de una muchacha y otras como enorme serpiente enrollada. Un día, ambas figuras se habrían reunido en Melusina. (…) Conquistadas [por las idénticas palabras que les ofreció Apolo], las Ninfas se ofrecían a sí mismas. Ninfa es la estremecida, oscilante, centelleante materia mental de la que están hechos los simulacros (…) Es la materia misma de la literatura”. (Calasso 36, 37). Ahora para complementar esta idea retomo a Meneses. Dice el Narciso del mito a una moza:

“—Sucede que me busco a mí mismo en la fuente. Algunas veces he dudado si lo que me agrada es mirarme allí por el solo placer de contemplarme. Te digo que no es eso. En el espejo del agua encuentro mis recuerdos. Los hechos que he vivido y se han grabado en mi pellejo se me hacen presentes cuando los miro en la imagen que el agua me da —y me toma—” (Meneses, 132).

Ese mismo ensayo de Calasso sobre las aguas mentales, sirve de ocasión para rescatar un término de Aby Warbug: la ola mnémica. Dicha expresión se refiere a esas “eventuales sacudidas de la memoria que golpean a una civilización en la relación con su pasado” (Calasso 33). Si bien el agua en la que Narciso ve su reflejo no significa en sí misma el golpe de una ola, no se puede negar la onda mnémica —que lo toma, cual serpiente— y que recorre el rostro de un personaje y su tierra, como el “frío aletazo de crueldad que era la huella del Tirano” en los gestos de un padre desaparecido.

Esa fuente de bellas aguas, donde Narciso no se ve a sí mismo sino a su imagen, de quien es un poseso, es el manantial del que emerge el relato. La metaliteratura de la que hace gala el Narciso es poética, no solo como proceso creativo y aparato narrativo sino además como esencia.

Es solo a partir de la distancia y la conciencia de otredad que construye Meneses en la voz de Juan Ruiz, ese escritor de cierta manera, que a su vez da voz a Narciso, donde existe la posibilidad de un , un él, para esa primera persona.

“Muy poco importante Juan. Sin el menor asomo de tendencia a decir ‘yo’ e inflar el pecho. Dadas las circunstancias que han marcado su vida, buen derecho tenía a hacer hincapié sobre sus cualidades de escritor. Solo lo ha hecho una vez, en lo que él llama ‘explicación necesaria’, la que figura al comienzo del cuaderno…” (Meneses, 213)

Ese múltiple reflexo que constituye el falso cuaderno, esa suerte de re-plegarse literario de un personaje hacia lo interno y orgánico de su escritura para revisar su vida, su intimidad, resulta en última instancia en que el punto de vista recaiga sobre la memoria, es decir: en el mito.


Bibliografía

Meneses, Guillermo. Espejos y disfraces. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1981.

Calasso, Roberto. La literatura y los dioses. Barcelona, Editorial Anagrama, 2002.


Libros clave de la narrativa venezolana

Por VÍCTOR BRAVO

Esta novela de Guillermo Meneses (1911-1978), publicada en 1952, ha sido considerada obra fundacional de las exploraciones y hallazgos de la vanguardia (o posvanguardia) que se manifestará en Venezuela, a partir sobre todo de las décadas del cincuenta y sesenta. El relato especular que pone en escena el proceso de su producción, la condición de sujeto del personaje y la lógica del relato, se realizan en El falso cuaderno… en una búsqueda del ser y la verdad, cuyo signo exterior es la composición de la novela como discurso jurídico («cuadernos», «legajos», «documentos») que plantea una problemática del yo (Primera parte) y del relato (Segunda parte): un juego de sujetos ilusorios y de tachaduras e incertidumbres.

La primera parte («Expediente de la nube y el recuerdo») plantea la problemática del yo, fundamentalmente en el plano discursivo: ¿Quién enuncia? La novela plantea esta pregunta como centro de su formulación estética. El «Documento A» («Explicación de Juan Ruiz») y el «Documento I» («Declaración indagatoria de Narciso Espejo») se plantean como equivalentes en forma inversa: el «Documento A» es una cualificación del «otro» (Narciso Espejo) a través de la negación del «yo» (Juan Ruiz); el «Documento I», una cualificación del «otro» (Juan Ruiz) a través de «yo» (Narciso Espejo). Se produce así un circuito de enunciadores que, como en la producción lacaniana del deseo, deja, al final, el centro productor vacío: en el primer momento Juan Ruiz cede la palabra a Narciso y lo convierte en sujeto enunciador; en el «Documento I», Narciso convierte a Juan Ruiz en sujeto enunciador al atribuirle la historia del cuaderno en cuyo interior el enunciador es Narciso. He allí la dialéctica de la negación de «yo»: se niega para afirmar «otro» que, al constituirse a la vez como «yo», se niega para afirmar «otro» en el cual el primer «yo» se ha constituido. Esta afirmación a través de la negatividad en la novela, sufre una segunda negación desde un afuera —«La tacha del Cuaderno C»— que funda al sujeto enunciador como lugar vacío, como negatividad.

En la segunda parte de la novela «El legajo de la nube y el Suicidio», esa posibilidad se va a desplazar de los sujetos —Juan Ruiz, Narciso Espejo— a la causalidad narrativa, plantea una relación paralelística con el problema del doble que se dibuja como fondo de la problemática de la enunciación en el ámbito del discurso (planteado en la novela como hemos visto, en el «Expediente del cuaderno y del recuerdo»).

La narración regresa a la expresión tranquilizadora de la tercera persona, para dar paso a la trama del enunciado, El primer reportaje se inicia precisamente sobre la nube amarilla, el elemento que introducirá la lógica de lo fantástico en la novela. La causalidad que origina la nube amarilla de la novela de Meneses es, sin duda, uno de los elementos fantásticos más importantes de la literatura venezolana.

Es sorprendente la coherencia a través de la cual la novela revela la producción de la escritura, en los dos ámbitos (del discurso y del relato) en forma paralelística. Evidentemente la novela pone el acento en la complejidad del discurso (a través, como decíamos, de la creación de un campo de negatividad para el sujeto enunciador), planteando la causalidad de la nube amarilla como un apoyo, como una extensión y una cristalización, en el ámbito del relato, de la coherencia estética de la novela.


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